Los chinos
Puede parecer a alguien mal, comercialmente hablando, pero hay algo muy simp¨¢tico en que China se infle a copiar productos occidentales. Una naci¨®n que hasta ahora s¨®lo contaba por sus millones de seres humanos empieza a contar por sus millones de suced¨¢neos. Lo que era, de siempre, un misterioso peligro amarillo se ha convertido en un amarillismo de segundo grado: el sensacionalismo de la falsedad como el ¨²ltimo grito de lo moderno.Los occidentales calculan en miles de millones de d¨®lares lo que dejan de vender a causa de las falsificaciones chinas, pero esto es, a su vez, una falsificaci¨®n. Llegado al punto actual de la reproducci¨®n es tan dif¨ªcil distinguir lo verdadero de lo que no lo es que ya las marcas denuncian las r¨¦plicas no incitando a comprobar la calidad del art¨ªculo sino la autenticidad de la etiqueta. El esfuerzo para ser genuinos no recae sobre la cosa, sino sobre su nominaci¨®n convertida, como el papel moneda, en un signo del valor. De hecho, de igual modo que el metal de una moneda de 100 pesetas no vale 100 pesetas, las camisetas, las zapatillas o los softwares no valen lo que valen. Por encima de ellos una marca designa su valor y los chinos deshacen esta treta. Falseando el producto lo verifican. Imit¨¢ndolo, lo desmitifican. Act¨²an del mismo modo, y a gran escala, que los abundantes mercadillos veraniegos donde la subcultura de la imitaci¨®n se burla de la haute couture, la pobreza de la ostentaci¨®n y la pr¨¢ctica de las ficciones. El mayor peligro de los chinos acaso no radica en su arsenal militar, en su comunismo incomprensible, en su marea humana, sino en su disolvente desfachatez. El punto capital que se le reprocha a China es su falta de respeto a los sagrados derechos humanos, pero la cuesti¨®n empieza por su desaf¨ªo a las paganos derechos del capital.
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