Un traductor en Par¨ªs (3)
Por Resumen de lo publicadoSus amigos le dijeron que un viaje a Par¨ªs, su ciudad preferida, le ayudar¨ªa a superar el accidente que lo hab¨ªa dejado cojo. ?l quer¨ªa escapar y pens¨® que era una salida. Ya en Par¨ªs, este traductor de Baudelaire inici¨® un itinerario ceremonial por los lugares que frecuentaba veinte a?os antes, cuando descubri¨® que era homosexual. Pero ahora estaba Abdelah, el muchacho ¨¢rabe de la tienda de comestibles.
Por la ma?ana de mi segundo d¨ªa en la ciudad, tomando el sol en un banco del parque de Montsouris, yo pensaba en esa expresi¨®n que se utiliza para subrayar la diferencia entre dos cosas o dos personas, y que hace referencia al d¨ªa y a la noche. Pensaba que cuando alguien afirma son como el d¨ªa y la noche, casi nunca es consciente de lo que realmente describe con esas palabras, que ya no es ¨²nicamente esa diferencia entre la luz y la oscuridad que tan terrible debi¨® de parecer a los habitantes de las cuevas, sino que, desde hace varios siglos, tambi¨¦n hace referencia a dos territorios situados muy cerca, uno en el env¨¦s del otro, pero con costumbres y leyes casi opuestas, con ciudadanos que con frecuencia, por el mero hecho de vivir a un lado u otro de la frontera, se consideran enemigos. As¨ª pues, seg¨²n aquellas ideas que me rondaban por la cabeza, me encontraba all¨ª, en el Montsouris de d¨ªa, como en tierra extranjera. La gente que pasaba caminando por delante del banco me miraba con desconfianza; los ni?os que jugaban a f¨²tbol no se atrev¨ªan a acercarse, ni siquiera cuando el bal¨®n quedaba cerca de m¨ª, y esperaban a que alg¨²n paseante se lo devolviera; los polic¨ªas dudaban al llegar a mi altura, y hablaban entre ellos antes de seguir adelante. Por mi parte, prefer¨ªa darles la espalda y mirar hacia el estanque donde los cisnes se deslizaban sobre el agua en busca de trozos de pan. Los cisnes tambi¨¦n pertenec¨ªan al d¨ªa, pero al menos eran bellos.En un determinado momento, ese enemigo que llevo dentro y que llamo Terry me hizo levantar la cabeza y fijarme en los atletas que corr¨ªan por el otro lado del estanque, por entre los ¨¢rboles de Montsouris, pero sin mayor consecuencia. Hab¨ªa dormido bien, so?ando a veces con el muchachito de la tienda, Abdelah, y me sent¨ªa fuerte. Ahuyent¨¦ el recuerdo de mi antigua agilidad y me puse a observar a los corredores: algunos eran viejos, y dibujaban al correr una estampa deplorable; otros eran j¨®venes de piernas fuertes y esbeltas, y llevaban y la mente hacia las esculturas del pasado.
Contento del tono que hab¨ªan adquirido mis pensamientos tras el nuevo contacto con los escritos de Baudelaire, me levant¨¦ del banco y me dirig¨ª hacia un templete cubierto en el que algunas personas parec¨ªan hacer gimnasia. Una vez all¨ª; observ¨¦ con cierta sorpresa algo que, por una parte, por los juegos que los participantes hac¨ªan con brazos y piernas, era aut¨¦ntica gimnasia, pero que, por otra, a causa de la lentitud y elegancia que imprim¨ªan a sus movimientos, era un baile, un baile a c¨¢mara lenta.
"Tai-chin", me dijo un muchachuelo de ojos rasgados a modo de explicaci¨®n. Sin darme yo cuenta, se hab¨ªa sentado a mi lado.
"?Es tu padre?", le pregunt¨¦ se?alando al que dirig¨ªa aquella sesi¨®n de gimnasia.
"No. Es mi maestro", dijo el muchachuelo ri¨¦ndose. Luego se subi¨® al templete y se uni¨® al grupo.
Me fij¨¦ en aquel hombre. Era oriental, de unos cincuenta a?os, muy delgado, lo que en una novela del siglo XIX una buena madre hubiese definido con la palabra chiquilicuatri; pero su mirada,oscura, brillante, ten¨ªa algo que ca¨ªa muy lejos de las posibilidades descriptivas de esa buena madre del siglo XIX, una cualidad que, sin embargo, yo percib¨ªa perfectamente y me hac¨ªa pensar en ¨¦l como en un igual. Cuando, un momento despu¨¦s, levant¨® ligeramente el ment¨®n para invitarme a formar parte del grupo que hac¨ªa gimnasia, mi seguridad fue total: aquel hombre tambi¨¦n pertenec¨ªa a la noche, a mi mismo pa¨ªs.
Sonriendo, le mostr¨¦ el bast¨®n. Era cojo, no pod¨ªa hacer lo que me ped¨ªa. Insisti¨®. Volv¨ª a negar con la cabeza. Sonri¨®. Sonre¨ª. ?ramos dos compatriotas hablando en nuestra lengua.
El muchachuelo de los ojos rasgados volvi¨® a donde yo estaba sentado.
"Dice Fran?ois si puede tomar un trago con ¨¦l", dijo con un acento suburbial que no le hab¨ªa notado antes. Asent¨ª varias veces. El hecho de que, a pesar de su evidente origen oriental, el maestro de gimnasia se hiciera llamar Fran?ois me pareci¨® otra prueba m¨¢s de su extranjer¨ªa. No, en su vida tampoco reinaba el sol.
"Yo le llevar¨¦ al bar", dijo el muchachuelo cogi¨¦ndome de la mano y poni¨¦ndose a andar. Alrededor de nosotros, la gente segu¨ªa corriendo, paseando a los ni?os, arrojando migas de pan al agua.
El bar estaba justo enfrente de la puerta de acero del parque, y parec¨ªa corriente, incluso demasiado corriente para una zona como Montsouris. Ten¨ªa terraza, y parec¨ªa el lugar de reuni¨®n preferido de los motoristas de la zona. Cont¨¦ hasta diez motos en los alrededores de la puerta. Cuando mi acompa?ante se subi¨® a una de ellas, una BMW de color rojo oscuro, el camarero le orden¨® que se bajara y le llam¨® por su nombre, Taki. Me sent¨¦ en la terraza y ped¨ª un caf¨¦, un botell¨ªn de agua y una copa de absenta.
Fran?ois lleg¨® enseguida y pidi¨® un aperitif. Durante un buen rato hablamos de vaguedades.. De lo bueno que ser¨ªa para m¨ª hacer aquella gimnasia, practicar el tai-chin; de lo que pensaba hacer en Par¨ªs; de lo mucho que hab¨ªa cambiado la ciudad en veinte a?os.
"Una de las cosas que me ha extra?ado es lo que ocurre con este parque", dije en un momento dado, apurando mi copa de absenta. Me pareci¨® que ya era hora de cambiar de lengua.
"?Qu¨¦ ocurre con el parque?", pregunt¨® Fran?ois. De cerca, sus ojos daban un poco de miedo.
"Que lo cierran de noche", dije. Hice un gesto al camarero para que me trajera otra copa de absenta.
"Es muy dif¨ªcil cerrar un parque del todo. Por lo que yo s¨¦, hay gente que no se resigna a quedarse fuera y acaba por buscar una entrada".
Uno de los motoristas arranc¨® su moto y se alej¨® calle arriba, hacia la Tombe-Issoire. Mis pensamientos se alejaron con ¨¦l, y me acord¨¦ de Abdelah."Hola, siete cosas", dijo una voz. Era Abdelah. Ten¨ªa un refresco de color naranja en la mano y me sonre¨ªa. Detr¨¢s de ¨¦l, una especie de ni?o gigante que le sacaba la cabeza y que parec¨ªa su guardaespaldas, beb¨ªa cerveza y se re¨ªa."?Vaya! ?Estabas aqu¨ª!", exclam¨¦. La coincidencia entre mi pensamiento y su aparici¨®n, mas propia de los aficionados a los fen¨®menos esot¨¦ricos que de un traductor de Baudelaire, me hizo re¨ªr. Deduje, bromeando conmigo mismo, que a lo mejor ya est¨¢bamos otra vez en el maravilloso tiempo de los cuentos, donde todo deseo se cumple. Abdelah me dio una palmada en el brazo y volvi¨® a la mesa donde estaba sentado con Taki y otros muchachos de su edad. Fran?ois y yo reanudamos la conversaci¨®n.
"Bien, ?c¨®mo lo hacernos?", le dije pagando la consumici¨®n de nuestra mesa al camarero que me acababa de traer la segunda copa de absenta.
"?Siempre bebe eso?", me pregunt¨® Fran?ois se?alando el licor.
"?Es caro?", insist¨ª.
"Entrar le costar¨¢ 500 francos. Luego, lo que le pida el muchacho. En general, nunca pasan de los 1.000 francos", dijo Fran?ois.
"?Puedo elegir?", pregunt¨¦ tomando un sorbo de absenta.
"S¨®lo entre los que est¨¢n dentro".
Fran?ois puso cara de aburrimiento. Hablar de negocios estaba bien, era algo que siempre hac¨ªan los habitantes de la noche, pero conven¨ªa la brevedad. Saqu¨¦ un billete de 500 francos de la cartera y se lo entregu¨¦ con discreci¨®n, simulando un apret¨®n de manos.
"Tiene mucha fuerza", dijo Fran?ois guard¨¢ndose el billete y frot¨¢ndose la mano que le acababa de apretar. Despu¨¦s del trato quer¨ªa mostrarse agradable.
"Es por el bast¨®n. Me obliga a hacer ejercicio", le respond¨ª.
"Es muy bonito. A Abdelah le gusta mucho", dijo entonces ¨¦l. Antes de que yo tuviera tiempo de preguntarle nada, comenz¨® a interesarse por mi cojera. Una vez m¨¢s tuve que explicar lo del accidente.
Estuvimos hablando hasta que el camarero comenz¨® a servir sandwiches y platos combinados. Para entonces, Abdelah ya se hab¨ªa marchado con sus amigos. Taki, en cambio, segu¨ªa all¨ª, sentado en una moto y aguard¨¢ndonos.
"Se me hace tarde", dijo Fran?ois. "Mi pr¨®xima sesi¨®n comienza dentro de cuatro minutos". Ten¨ªa un reloj de esos que llaman de astronauta, con muchos botones y agujas."D¨ªgame c¨®mo quedamos", le pregunt¨¦.
"Venga a esta esquina a las diez de la noche", dijo Fran?ois levant¨¢ndose y haciendo un gesto a Taki.Llegu¨¦ a mi apartamento cansado , con una fatiga que ten¨ªa que ver m¨¢s con la absenta que con los doscientos metros que hab¨ªa tenido que recorrer a pie, y me dej¨¦ caer en el sof¨¢. En la televisi¨®n, las honras f¨²nebres a Mitterrand ocupaban la pantalla, y una compa?¨ªa de fusileros vestidos de gala estaba a punto de efectuar una descarga. Quit¨¦ el sonido al aparato y esper¨¦. Unos segundos despu¨¦s, una bandada de palomas sali¨® volando espantada. Me sobrevino una idea c¨®mica: pens¨¦ que la descarga tambi¨¦n habr¨ªa asustado a Mitterrand, y que pronto lo iba a ver saliendo de la caja y saltando del catafalco a la acera. Me ech¨¦ a re¨ªr sin apartar los ojos de la pantalla, y estuve all¨ª hasta que- el realizador cambi¨® de plano. "Est¨¢s un poco borracho", me dije. Luego me acomod¨¦ mejor en el sof¨¢ y me qued¨¦ dormido.
Me despert¨¦ con una fuerte sensaci¨®n de soledad. La absenta, tan amiga en los primeros momentos, se hab¨ªa evaporado de mi esp¨ªritu dejando s¨®lo su estela, el fr¨ªo que esconde tras su c¨¢lida apariencia. Intentando escapar de aquella sensaci¨®n, me acerqu¨¦ hasta la ventana del apartamento y mir¨¦ hacia todo lo que quedaba fuera de m¨ª, m¨¢s all¨¢ de mi accidente y de mi cojera, m¨¢s all¨¢ de Alberto, de Fran?ois y de Abdelah, m¨¢s all¨¢ tambi¨¦n de m¨ª mismo, de mi imaginaci¨®n, de mis recuerdos, de Terry: afuera, como si quisiera se?alarme mi alfa y mi omega, la situaci¨®n en la que me encontraba y la situaci¨®n a la que deb¨ªa acceder, el viento zarandeaba la enorme masa de hojas que cubr¨ªa Montsouris formando ondas y haciendo que, por contraste, todo lo dem¨¢s, desde las casas hasta el cielo, ganara en fijeza y serenidad. Sin moverme del sitio, cog¨ª uno de los libros de Baudelaire que hab¨ªa colocado en la mesa y lo abr¨ª por una p¨¢gina cualquiera. Repet¨ªa as¨ª, no un acto de veinte a?os atr¨¢s, sino otro much¨ªsimo m¨¢s antiguo, el que llevaban a cabo las damas de la Edad Media cuando abr¨ªan un libro de Virgilio al azar y pon¨ªan el dedo sobre un pasaje; un pasaje que luego, tras ser interpretado, se convert¨ªa en gu¨ªa y luz de quien lo hab¨ªa se?alado.
"El dandi debe aspirar a ser sublime sin interrupci¨®n: debe vivir y morir ante un espejo", le¨ª. No era mi traducci¨®n, sino la de Antonio Mart¨ªnez Sarri¨®n, un traductor que admiraba mucho.Reflexionando sobre aquellas palabras, sobre el mensaje que pod¨ªan encerrar, me acord¨¦ del funeral de Oscar Wilde tal y como lo describieron las cr¨®nicas, con el poeta vestido con un traje de terciopelo negro y llevando un chaleco de color verde esmeralda, como dici¨¦ndole a la muerte, no te miro, no te veo, d¨®nde est¨¢ la copa de champagne que he venido a buscar. Pero Terry, no me dej¨® solazarme en aquella visi¨®n y, encadenando recuerdos, me susurr¨® las palabras con las que el propio Wilde hab¨ªa comenzado su famosa carta desde la prisi¨®n de Reading. O, mejor dicho, las palabras que, parafraseando la traducci¨®n que de ellas hizo Jos¨¦ Emilio Pacheco, yo hab¨ªa escrito a Alberto desde el hospital:
"Tras larga y vana espera, me decido a escribirte por tu bien y por el m¨ªo. Me desagrada pensar que llevo tres meses de hospital sin recibir jam¨¢s una l¨ªnea tuya, ni siquiera noticias o al menos un recado, excepto aquellos que me causaron dolor".
Que Alberto hab¨ªa empezado a salir con un nuevo amigo, ¨¦sa fue la ¨²nica noticia suya que recib¨ª tras el accidente. Ni una visita, ni una postal interes¨¢ndose por la evoluci¨®n de mis lesiones. Nada. S¨®lo la noticia que me caus¨® dolor.
Volv¨ª a ver el remolino del r¨ªo con el cuerpo desnudo de Alberto girando en torno al centro. La visi¨®n no se deshizo enseguida, como la anterior vez, y esper¨¦ a que todo ¨¦l, sus piernas, su torso, su cabeza, desapareciera bajo el agua. Cuando abr¨ª los ojos, all¨ª segu¨ªa el parque de Montsouris, con el movimiento de las hojas de los ¨¢rboles y con las sombras que, como cada atardecer, acud¨ªan a su cita.
Llegu¨¦ al bar de los motoristas media hora antes de las diez, porque llevaba sin probar nada desde el desayuno y quer¨ªa comer algo. Casi inmediatamente, cuando todav¨ªa no me hab¨ªan servido el plato, apareci¨® Taki.
"Deb¨ª imaginar que t¨² ser¨ªas el gu¨ªa", le dije. El se limit¨® a sonre¨ªr y se sent¨® a mi lado.
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