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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Un traductor en Par¨ªs (y 6)

Por Resumen de lo publicadoLleg¨® a Par¨ªs para ver si un viaje le ayudaba a superar el accidente que lo hab¨ªa dejado cojo. All¨ª, 20 a?os antes, hab¨ªa tenido su primera cita homosexual. Ahora, este traductor de Baudelaire esperaba que Abdelah -el dependiente del que estaba enamorado- le llevara la compra a su apartamento. Pero, para su tristeza y humillaci¨®n, Abdelah no lleg¨® solo, sino con otros muchachos que le robaron y golpearon.

Cuando me qued¨¦ solo en el apartamento, todos los sentimientos que me hablan asaltado durante la visita de Abdelah y sus amigos desaparecieron de golpe dej¨¢ndome en un estado de enorme indiferencia. Ya no me sent¨ªa triste, ni rabioso, ni decepcionado, sino fuera del ¨¢mbito donde son posibles todos esos sentimientos, fuera de lo humano, como una roca, como un trozo de granito. Pod¨ªa pensar con claridad, pero mis pensamientos no produc¨ªan ning¨²n eco en mi alma. Para utilizar un adjetivo que les gustaba a los m¨¦dicos del hospital donde estuve, entraban y sal¨ªan de mi cabeza limpios.

Al lado de la cama, entre las ropas tiradas por el suelo, descubr¨ª un peri¨®dico. Lo cog¨ª y busqu¨¦ en los anuncios por palabras. Eleg¨ª un n¨²mero al azar y llam¨¦ por tel¨¦fono.

"Soy Sandra. Dime lo que quieras, nena", dijo una voz de travestido al otro lado del tel¨¦fono.

"?Puedes recibirme ahora mismo?", le pregunt¨¦. Me costaba hablar. O mejor dicho, me daba pereza, me aburr¨ªa. Era como si las palabras hubiesen descendido de mi garganta hasta alguna v¨ªscera de mi cuerpo y tuvieran que hacer doble o triple camino para salir.

Me dijo que viv¨ªa muy cerca de la estaci¨®n de Saint Lazare, y que esperar¨ªa junto a la puerta principal.

"?Y t¨² d¨®nde est¨¢s, nena?", me pregunt¨®. Se lo dije. "Entonces tendr¨¢s que cambiar en Momparnasse y coger la l¨ªnea doce. En media hora est¨¢s aqu¨ª", me inform¨®.

"A m¨ª me llevar¨¢ una hora, por lo menos". Me sent¨¦ en la cama y mir¨¦ debajo de la almohada. Los 1.000 francos que hab¨ªa dejado para Abdelah segu¨ªan all¨ª.

"?Por que te va a llevar una hora, nena?".

"?Porque soy cojo".

El trayecto me llevo algo m¨¢s de una hora, y estuve esperando en la puerta de la estaci¨®n de Saint Lazare otros veinte minutos m¨¢s. No apareci¨® nadie, y mi humor se volvi¨® todav¨ªa m¨¢s fr¨ªo, m¨¢s gran¨ªtico, m¨¢s indiferente hacia todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Sabr¨ªa luego, al regresar al hotel y leer el mensaje que con inesperada amabi!idad me hab¨ªa dejado Sandra, que la raz¨®n e su incumplimiento hab¨ªa sido la aversi¨®n que, para decirlo literalmente, le daban los cojos, los mancos y los que no tienen nada de pelo, es decir, que la raz¨®n de aquel nuevo fracaso no era el azar o la mala suerte, sino lo de siempre, mi estigma. Pero, en realidad, no necesitaba de aquella confirmaci¨®n. Cada vez ve¨ªa las cosas con m¨¢s claridad. Lo ¨²nico que ocurr¨ªa era que buscaba una soluci¨®n a algo que no la ten¨ªa. Sencillamente. O

para decirlo de manera m¨¢s moderna, que no aceptaba el tanto por ciento de p¨¦rdida, de p¨¦rdida de vida, que implicaba mi nueva situaci¨®n, Siempre me pasar¨ªan cosas como las que me estaban pasando en Par¨ªs. Siempre habr¨ªa un Abdelah. Siempre habr¨ªa un Fran?ois o una Sandra.

Era m¨¢s de medianoche, pero todav¨ªa circulaba gente por la estaci¨®n de Saint Lazare. Compr¨¦ Le Monde, un ejemplar que ya era del d¨ªa siguiente, y baj¨¦ al metro sintiendo que me estaba convirtiendo en otra persona, que la crisis de aquel d¨ªa hab¨ªa sido como el revent¨®n que hace salir al pus y deja la herida en v¨ªas de su curaci¨®n. A la indiferencia

primera le iba sucediendo una sensaci¨®n de serenidad.

Me sub¨ª al vag¨®n del metro cuando el reloj num¨¦rico del and¨¦n se?alaba exactamente las doce y doce de la noche, cifra que consider¨¦ como un buen augurio, y luego dej¨¦ que los pensamientos fueran pasando por mi cabeza con lentitud y un poco a la deriva, como nubes de verano. Pens¨¦, por ejemplo, en la gente que a pesar de la hora se apretujaba en aquel vag¨®n del metro. "Cuando paseamos por una ciudad grande, ?cu¨¢ntos rostros vemos?", me pregunt¨¦. "?Cuatro mil? ?Catorce mil? ?Veinticinco mil?". Era dif¨ªcil calcularlo, pero la cifra ten¨ªa que ser alta, una especie de infinito virtual; algo equivalente a aquella milla de mar que, seg¨²n Baudelaire, bastaba para sugerir la inmensidad del oc¨¦ano. S¨ª, tambi¨¦n en aquello ten¨ªa raz¨®n el maestro, bastaba con un millar de rostros para hacerse idea de la extensa multitud que ahora mismo vive en nuestro mundo. Adem¨¢s, y para mayor impresi¨®n de infinitud, todos los rostros eran a la vez iguales y dispares: respond¨ªan a un mismo modelo, pero, por otra parte, siempre hab¨ªa en ellos algo particular, algo diferente, algo que, incluso en los casos m¨¢s extremos -en el de los mellizos vestidos de uniforme que se acababan de sentar frente a m¨ª, por ejemplo- siempre dejaba a salvo la individualidad.

Abr¨ª el ejemplar de Le Monde que llevaba bajo el brazo y me puse a observar a los mellizos. Los dos ten¨ªan el pelo rubio y los ojos azules, y su configuraci¨®n facial era tan parecida que un dibujante hubiera podido valerse de las mismas rayas y sombras a la hora de retratar a cualquiera de ellos; sin embargo, uno de los dos, el que estaba a mi izquierda, justo encima de un articulo sobre la supuesta soberbia del presidente Mitterrand, ten¨ªa un aire sombr¨ªo, una expresi¨®n triste que no exist¨ªa en el rostro de su hermano.

Mis ojos siguieron movi¨¦ndose y observando. A la derecha de los mellizos, de pie en el pasillo, hab¨ªa una pareja de los que llaman cabezas rapadas: los ojos de ¨¦l eran negros, un poco ratoniles; los de ella, verdes y feos. Detr¨¢s de la pareja, un hombre de tez muy negra le¨ªa un libro. Luego ven¨ªan los ojos de un anciano de cabello gris y gafas, que eran peque?os y que, desde mi asiento, parec¨ªan de igual color que los m¨ªos, marrones. En general, los colores oscuros dominaban en el vag¨®n. De los cuarenta y dos rostros que examin¨¦ durante el trayecto Gare de St. Lazare-Concorde, unos treinta eran marrones o negros, y el resto, salvo algunos de la gama del gris, azules. Pero, naturalmente, no se trataba s¨®lo del color: como en el caso de los mellizos, tambi¨¦n la expresi¨®n influ¨ªa en la individualizaci¨®n de los viajeros. A este respecto, lo que abundaba era el aburrimiento. Unos veinticinco pares de ojos expresaban ese aburrimiento; otros doce, preocupaci¨®n o una tristeza parecida a la del mellizo; tres m¨¢s, felicidad o inocencia; el ¨²ltimo -el ¨²ltimo par de ojos que analic¨¦, los de un jovencito rubio que llevaba una zamarra de cuero sint¨¦tico-, desesperaci¨®n.

Los mellizos vestidos de militar se bajaron en Solferino, probablemente para volver a su cuartel, y la pareja de cabezas rapadas ocup¨® los asientos que ellos hab¨ªan dejado libres. Desde tan cerca, los ojos verdes de la chica no me parecieron tan feos; al contrario, eran grandes, brillantes, profundos. Sin embargo, desentonaban tanto con el resto de los elementos de su rostro -labios groseros, nariz aplastada, orejas en punta- que la impresi¨®n general segu¨ªa siendo de fealdad. En cuanto al chico, ten¨ªa una hermosa voz. "Ya te he dicho, me comprar¨¦ esa moto cueste lo que cueste", dijo de pronto

levantando la cabeza y haciendo que su mirada y la m¨ªa se cruzaran. No me asust¨¦. Ni siquiera cuando, al bajar la vista, repar¨¦ en el tatuaje que llevaba en el antebrazo, una calavera de tama?o similar al de la esfera de un reloj. Pens¨¦ que tambi¨¦n ¨¦l intentar¨ªa robarme, que intentar¨ªa quitarme el bast¨®n de empu?adura de plata para conseguir algo de dinero para su moto. Pero aquel pensamiento fue diferente de los dem¨¢s: entr¨® y sali¨® limpio de mi cabeza.

Llegamos a la estaci¨®n de S¨¨vres-Babylone y el vag¨®n se qued¨® pr¨¢cticamente vac¨ªo. S¨®lo quedamos en ¨¦l tres viejos, el muchacho rubio de la zamarra de cuero sint¨¦tico, el cabeza rapada y su novia, y yo. "?Me robar¨¢n o no me robar¨¢n?", pens¨¦ divirti¨¦ndome con la idea. Pero no me robaron. Se bajaron en la siguiente parada sin ni siquiera haberse fijado en el bast¨®n.

Levant¨¦ mi pierna mala y la dej¨¦ en alto, apoyada en el asiento donde hab¨ªa estado el cabeza rapada. Tras las caminatas del d¨ªa, la operaci¨®n me produjo un escalofr¨ªo de placer. Cerr¨¦ los ojos y trat¨¦ de concentrarme en lo que mi psic¨®logo llamaba im¨¢genes positivas: una fuente, una ola, un r¨ªo. Pens¨¦: "No debo dormime, s¨®lo faltan cuatro estaciones para Montparnasse". Pero el d¨ªa hab¨ªa sido largo y estaba cansado. Al instante siguiente, ya estaba dormido.

Cuando despert¨¦, el vag¨®n estaba parado. Mir¨¦ la hora: mi reloj se?alaba las dos y veinte de la madrugada. Era muy tarde, tard¨ªsimo. Mi sue?o hab¨ªa durado m¨¢s de una hora. "Debe de ser final de trayecto", pens¨¦ mirando alrededor. El vag¨®n estaba vac¨ªo, el and¨¦n tambi¨¦n; m¨¢s atras, al fondo de unos t¨²neles mal iluminados que parec¨ªan catacumbas, hab¨ªa trenes aparcados. "?D¨®nde estar¨¢ esto?", me pregunt¨¦. La impresi¨®n de no ser humano, de ser una roca, un trozo de granito, ya no era tan evidente. Me sent¨ªa un poco angustiado.

Los r¨®tulos que figuraban en el muro de la estaci¨®n dec¨ªan "Issy". Aquello no me sonaba. ?Ser¨ªa el nombre de un barrio perif¨¦rico? Era dif¨ªcil saberlo. En el and¨¦n no hab¨ªa planos, y la ¨²nica indicaci¨®n que se ve¨ªa por all¨ª era una flecha que dec¨ªa sortie y se?alaba hacia un pasillo o t¨²nel blanco. Volv¨ª a mirar alrededor: al fondo del and¨¦n, un nicho oscuro acentuaba el aspecto de catacumba del lugar. Luego ven¨ªan un par de taquillas met¨¢licas. Despu¨¦s, formando hilera, unos quince asientos de pl¨¢stico, color azul brillante. Los asientos parec¨ªan vac¨ªos desde hacia horas, y exhalaban una especie de silencio. Por otra parte, en mi cabeza ya no hab¨ªa fuentes, ni r¨ªos, ni olas. S¨®lo hab¨ªa una especie de neblina. Sent¨ª que me faltaba el aire. S¨ª, ten¨ªa que salir de all¨ª y coger un taxi, Entonces, entre el silencio y la neblina, apareci¨® la voz de Terry, se?al inequ¨ªvoca de que volv¨ªa a ser humano: "?T¨² qu¨¦ crees? ?Que las puertas estar¨¢n abiertas? Yo siempre he o¨ªdo que el metro de Par¨ªs se cierra a la una de la madrugada. Tendr¨¢s que dormir en el vag¨®n".

Lo que menos me gusta de mi cojera es la inarmon¨ªa de mis pasos, la falta de ese sonido regular que antes siempre me

acompa?aba. Por eso no me gustan los t¨²neles, por eso me result¨® m¨¢s penoso entrar en aquel t¨²nel blanco de salida que levantarme del asiento y ponerme en marcha. El t¨²nel -largo, con las paredes y el techo cubiertos de azulejos- amplificaba los zapatazos que, a pesar del bast¨®n, debo dar contra el suelo so pena de no avanzar un ¨¢pice, y convertir mi marcha en un tormento. Los reproches volvieron a ocupar mi cabeza. ?C¨®mo pod¨ªa ser tan est¨²pido? ?C¨®mo me hab¨ªa permitido el capricho de viajar en metro? ?C¨®mo hab¨ªa vuelto a cometer un error tan evidente? A continuaci¨®n, como casi siempre, llegaron los chistes, los sarcasmos de Terry: "?Evidente? ?Si s¨®lo fuera evidente! Desgraciadamente, tambi¨¦n es audible!". Mientras tanto, el final del pasillo no llegaba. Me detuve y mir¨¦ al reloj: las dos y media. "?Por qu¨¦ no me habr¨¢n despertado los revisores? ?C¨®mo han podido dejarme en el vag¨®n?". Pero las quejas no serv¨ªan para nada. Fuck les noirs dec¨ªa la pintada que alguien hab¨ªa hecho all¨ª mismo, donde yo me hab¨ªa detenido a descansar. Levant¨¦ el bast¨®n y golpe¨¦ las letras.

Comenc¨¦ a caminar otra vez con mis propios zapatazos de fondo. As¨ª ocurri¨® al menos en los primeros cinco metros. Luego no. Por decirlo as¨ª, luego hubo m¨¢s fondo, m¨¢s sonidos. Esforz¨¢ndome en no demostrar ninguna alarma, puse toda mi atenci¨®n en lo que ocurr¨ªa detr¨¢s de m¨ª, al comienzo del t¨²nel. "?Alguien me sigue!", grit¨¦. Pero el grito s¨®lo se oy¨® en mi cabeza. Segu¨ª caminando lo m¨¢s deprisa posible, y quise llegar hasta el punto donde el t¨²nel doblaba hacia la izquierda. Quiz¨¢s la puerta estuviera all¨ª mismo, quiz¨¢s hubiera all¨ª un vigilante. Pero eran unos quince metros, demasiado para m¨ª. De todas formas, aquello no era soluci¨®n, porque el perseguidor parec¨ªa haberse dado cuenta de mis intenciones y caminaba con rapidez. Me acord¨¦ de pronto de la pareja de cabezas rapadas que durante el viaje se hab¨ªa sentado frente a m¨ª, y cre¨ª ver, justo encima de mi cabeza, una barra de hierro, y en la barra una mano, la mano del brazo tatuado con una calavera. Un calambre recorri¨® mi vientre, y el calambre -desde el accidente tengo problemas con los esf¨ªnteres- me hizo orinar. "?Esto es humillante!", grit¨¦, y el grito, esta vez s¨ª, retumb¨® en toda la estaci¨®n. Me volv¨ª hacia el perseguidor con el rostro crispado y sin dejar de gritar. La sorpresa me paraliz¨®, Al menos durante un instante, me paraliz¨®. No era el cabeza rapada del tatuaje, sino el jovencito rubio de la cazadora roja. Sus ojos segu¨ªan mostrando desesperaci¨®n, y en la mano empu?aba una jeringuilla. Desgraciadamente para ¨¦l, estaba bastante d¨¦bil. Bast¨® que le tocara con el bast¨®n para que se cayera al suelo. En realidad, no hubiera podido hacerme nada, y yo ten¨ªa que haberle ahuyentado sin hacerle da?o. Pero en ese momento yo no era yo, sino un monstruo, un mono herido. Volv¨ª a levantar el bast¨®n y le golpe¨¦ en la cabeza. No una vez, sino m¨¢s. Unas veinte veces, creo. O quiz¨¢s fueran m¨¢s. As¨ª fue como ocurri¨® lo que los periodistas han llamado "el salvaje crimen de Issy". Aquel pobre muchacho recibi¨® los golpes que ten¨ªan que haber sido para Abdelah, o mejor a¨²n, para Alberto.

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