La violencia y las patra?as
El otro d¨ªa me llamaron de un programa radiof¨®nico para preguntarme por un tema de moda: la violencia juvenil. ?Por qu¨¦ son violentos los j¨®venes actuales?", inquiri¨® el conductor de la emisi¨®n, que pareci¨® desconcertarse con mi respuesta: "?Y por qu¨¦ no iban a serlo? ?No lo fueron tambi¨¦n sus padres, sus abuelos y sus tatarabuelos?". Naturalmente ni antes ni ahora todos los j¨®venes son violentos, pero en cualquier ¨¦poca lo han sido en suficiente n¨²mero como para preocupar a la sociedad en la que viv¨ªan. Despu¨¦s de todo, para ser amenazadoramente violento hay en primer lugar que poder permitirse f¨ªsicamente serlo y los j¨®venes est¨¢n en mejores condiciones a ese repecto que los veteranos del Inserso. Por eso la mayor¨ªa de las comunidades, primitivas o modernas, han desconfiado de la musculosa intransigencia juvenil y han procurado disciplinarla canaliz¨¢ndola hacia empleos socialmente rentables como la caza, la guerra, el deporte o el consumo d¨¦ veh¨ªculos ultrarr¨¢pidos de motor. Lo escandaloso no es realmente la violencia juvenil, posibilidad que en el fondo siempre se da por descontada y con la que muchos adultos cuentan para llevar a cabo proyectos a menudo poco edificantes, sino su ejercicio incontrolado o adverso a intereses aceptados como mayoritarios. Es entonces cuando se recurre al lamento y se buscan responsables sociales, entre los que nunca se olvida mencionar a la televisi¨®n y a los educadores. Veamos hasta qu¨¦ punto con raz¨®n.En un reciente congreso sobre esta cuesti¨®n celebrado en Valencia, en el que participaron bi¨®logos, soci¨®logos, pol¨ªticos y tutti quanti, un experto americano se descolg¨® con la noticia de que si los adolescentes redujesen dr¨¢sticamente su dosis cotidiana de televisi¨®n habr¨ªa anualmente en USA cuarenta mil asesinatos y setenta mil violaciones menos (o al rev¨¦s, da igual, despu¨¦s de todo se trata de una simple fantas¨ªa del buen hombre). Naturalmente, ¨¦ste es el tipo de majader¨ªa seudocient¨ªfica que se convierte en un titularde prensa muy goloso y que luego es repetido por gente cr¨¦dula precedido de la cantinela habitual: "Est¨¢ demostrado que ...". La reverencia por la televisi¨®n es tan grande que no hay efecto m¨¢gico- que no estemos dispuestos a reconocerle. Lo, mismo podr¨ªamos decir que la violencia televisiva tiene efectos cat¨¢rticos y disuasorios sobre muchos, de modo que verla cinco horas al d¨ªa desde la m¨¢s tierna infancia ahorra por ejemplo ventisiete mil cr¨ªmenes y treinta mil estupros anuales. No es extra? que en el clima amedrenta do que fomentan estas declaraciones crezcan proyectos de censura audiovisual como el esbozado por el Gobierno en una especie de borrador de ley que se filtr¨® en los medios de comunicaci¨®n hace poco.
No voy a decir que la sobredosis de truculencia agresiva en la televisi¨®n sea inocua, ni siquiera la proliferaci¨®n de simple estupidez en los programas de mayor audiencia. Tanto ah¨ªnco en la memez y la bajeza no constituye un buen s¨ªntoma. Pero ni los del GIA argelino, ni los talibanes, ni los jarraitxus, ni los neonazis, ni los que trafican con ni?os y luego los asesinan necesitan muchas muchas horas de televisi¨®n para aprender su barbarie. Las fantas¨ªas violentas pueblan nuestros juegos y nuestros sue?os desde la infancia: lo grave es no saber c¨®mo distinguirlas de la realidad y desconocer las razones civilizadas por las que debemos evitar ponerlas en pr¨¢ctica. Combatir la imaginaci¨®n agresiva no resuelve el problema, porque ya sabemos, al menos desde Plat¨®n, que lo que distingue al justo del bruto no es la pureza de su fantas¨ªa, sino reconocer el mal con que se sue?a y descartarlo como gu¨ªa de acci¨®n en la realidad. Un psicoanalista infantil que trat¨® sin remilgos estas cuestiones, Bruno Bettelheim, lo plante¨® as¨ª: "El predominio de im¨¢genes de violencia en las pel¨ªculas y en la televisi¨®n estimula la descarga fortuita de violencia, mientras que al tiempo incrementa el temor a la violencia sin hacer nada por promover la comprensi¨®n de su naturaleza. Necesitamos que se nos ense?e qu¨¦ debemos hacer para contener, controlar y encauzar la energ¨ªa que se descarga en violencia hacia fines m¨¢s constructivos. Lo que brilla por su ausencia en nuestros sistemas de educaci¨®n y en los medios de comunicaci¨®n es la ense?anza y promoci¨®n de modos de comportamiento satisfactorios con respecto a la violencia".
Es imposible ense?ar nada v¨¢lido acerca de la violencia si se empieza por considerarla un enigma de otro mundo, algo as¨ª como una posesi¨®n diab¨®lica que s¨®lo afecta a unos cuantos perversos. Y si la ¨²nica recomendaci¨®n que sabe hacerse frente a ella es la de renunciar a sus pompas y a sus obras como quien reniega del demonio, aborreci¨¦ndola por completo en pensamiento, palabra, imagen y gesto. Lo cierto (no dir¨¦ "tristemente cierto" porque las cosas ciertas no son tristes, lo triste es creer en falsedades) es que la cofrad¨ªa humana est¨¢ constituida tambi¨¦n por la violencia y no s¨®lo por la concordia. ?Acaso el uso coactivo de la violencia no resguarda las colectividades del capricho destructivo de los individuos o de la ambici¨®n de los megal¨®manos? ?Acaso no se ha empleado la violencia para derrocar a las tiran¨ªas, para obligar a que fuesen atendidas las reivindicaciones de los oprimidos o para impulsar transformaciones sociales? Dig¨¢moslo claramente: un grupo humano en el que todo atisbo de violencia hubiese sido erradicado ser¨ªa perfectamente inerte si no fuese impensable. Recordemos el pol¨ªticamente incorrecto comportamiento de Cristo con los mercaderes del templo...
Tampoco es pedag¨®gicamente aceptable establecer que a la violencia "nunca se la debe responder con la violencia". Al contrario, lo adecuado es informar de que la violencia siempre acaba por ser contrarrestada con otra violencia y que en eso reside precisamente su terrible peligro aniquilador. Porque todos los hombres podemos y sabemos ser violentos: si no queremos serlo es porque consideramos nuestros intereses vitales resguardados por instituciones que no s¨®lo representan nuestra voluntad pol¨ªtica de concordia, sino tambi¨¦n nuestra voluntad violenta de defensa o venganza. Apelar a la violencia particular para conseguir nuestros fines es un pecado, pero un pecado de imprudencia porque despierta el espectro feroz de la violencia general que si unas pautas raciona-
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les no controlan, nada podr¨¢ saciar salvo el exterminio mutuo. Y sin duda las instituciones democr¨¢ticas no son pac¨ªficas (es decir, incontaminadas por la violencia), sino pacificadoras: intentan garantizar coactivamente un marco dentro del cual las relaciones humanas puedan suspender sus tentaciones violentas sin excesivo riesgo de los individuos y permita que cada cual aprenda a utilizar armas de creaci¨®n, persuasi¨®n o seducci¨®n, no destructivas. Por eso la desmoralizaci¨®n social que m¨¢s fomenta la violencia proviene de ver que los violentos que act¨²an fuera de la ley -a veces, ay, diciendo representarla- quedan impunes o son recompensados con el ¨¦xito.
Vuelvo a la tierra, a mi tierra. En el Pa¨ªs Vasco se han extendido una serie de patra?as peligrosas; sobre todo como pedagog¨ªa: la de que nuestra comunidad se divide s¨®lo en pacifistas y terroristas, la de que toda violencia es igual venga de donde venga y a lo que venga, la de que quien est¨¢ en prisi¨®n por haber asesinado es una v¨ªctima de su carcelero y no un culpable al que se intenta hacer desistir de su agresividad para que no hayan de ser los ofendidos quienes se tomen la justicia por su mano, la de que los j¨®venes son "criminalizados" por quienes intentan evitar que cometan cr¨ªmenes y no por los que les animan a cometerlos, etc¨¦tera.
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