La cultura de la vida
Hay que tener mucho cuidado con lo que se declara, y al decir esto no propongo la autocensura, sino la reflexi¨®n: el pensar en forma detenida, serena, antes de hablar. Algunas de las afirmaciones que se han escuchado recientemente en Chile sobre la pena de muerte revelan los resabios fascistoides que todav¨ªa existen en la sociedad chilena, que seguir¨¢n existiendo, me temo, durante largos a?os. No digo, claro est¨¢, que defender la pena de muerte con argumentos jur¨ªdicos o morales sea una actitud fascista. No se puede argumentar y descalificar de partida los argumentos del contradictor. Lo que digo es que se ha percibido por momentos un tufillo autoritario, un eco ingrato, sombr¨ªo, que incluso tiene su expresi¨®n en la calle, en las verduler¨ªas, en los taxis: la idea de que la autoridad debe ser m¨¢s fuerte, m¨¢s dr¨¢stica, de que se debe fusilar a unos cuantos delincuentes para escarmiento general, para que los dem¨¢s anden derechito".Una de las caracter¨ªsticas m¨¢s constantes y m¨¢s notorias del fascismo, reveladora de su falta de humanismo, de su irracionalidad radical, ha sido siempre el culto de la muerte. Debo aclarar que el r¨¦gimen militar chileno nunca me pareci¨® un fascismo en el verdadero sentido de la palabra: no ten¨ªa la est¨¦tica, ni la parafernalia, ni la relativa sutileza ideol¨®gica que tuvieron los fascismos europeos en sus buenos tiempos. En los comienzos de la guerra civil espa?ola, el general Mill¨¢n Astray gritaba en los actos p¨²blicos: "?Muera la inteligencia! ?Viva la muerte!". En Chile nunca se lleg¨® tan lejos. Por lo dem¨¢s, la d¨¦cada de los setenta y de los ochenta no permit¨ªa ya, felizmente, los excesos de los a?os de crisis del capitalismo, de auge del fascismo y del estalinismo, de v¨ªsperas de la Segunda Guerra. Hubo, sin embargo, entre nosotros, una clara tentaci¨®n fascistoide, hubo un momento de v¨¦rtigo homicida, hubo un conjunto de fuerzas oscuras desatadas debajo de una superficie enga?osamente tranquila. De otro modo no me explicar¨ªa lo que sucedi¨® en materia de derechos humanos. Fue un episodio grave, terrible, de nuestra historia', y creo que todav¨ªa estamos lejos de poder enfocarlo con un m¨ªnimo de serenidad.
Ahora, cuando se discute la aplicaci¨®n de la pena de muerte contra Cupertino Andaur, delincuente habitual, violador y asesino fr¨ªo, premeditado, de un ni?o de nueve a?os de edad, volvemos a descubrir que nuestra relaci¨®n con el tema de la muerte y de la violencia sigue siendo conflictiva, traum¨¢tica. As¨ª me parece, por lo menos. As¨ª lo deduzco de los debates en la televisi¨®n, de algunas conversaciones, de una que otra declaraci¨®n de nuestros personajes p¨²blicos. M¨¢s de alguien que sostiene, por ejemplo, que es enemigo de la pena capital, pero que en este caso, frente a la ferocidad de los hechos, frente a las circunstancias, en defensa de la sociedad amenazada, etc¨¦tera, es partidario de aplicarla. La persona, en una fase previa, se declara enemiga de la pena, pero despu¨¦s, frente al car¨¢cter excepcional del crimen, rectifica y dice que hay que aplicarla. Lo dice, supongo, con ingenuidad, o con cinismo, o con ambas cosas, sin reparar en que todo acto criminal, por su naturaleza misma, por su ferocidad y su crueldad intr¨ªnsecas, se sale necesariamente de la norma. En otras palabras, la ¨²nica manera coherente de ser enemigo de la pena de muerte es serlo en todos los casos, frente a las circunstancias m¨¢s extremas y excepcionales.
Los argumentos cl¨¢sicos en contra de la pena de muerte son de sobra conocidos. Su poder de disuasi¨®n, desde luego, que incide de lleno en el tema central de la defensa de la sociedad, es discutible. En sus p¨¢ginas sobre las prisiones francesas, Jean Genet ha descrito con extraordinaria maestr¨ªa la aureola de h¨¦roe negro, de leyenda delictual, que rodea siempre a los condenados a la ¨²ltima pena. La muerte pr¨®xima confiere un inevitable car¨¢cter m¨ªtico a los que van a morir por obra de la justicia de los hombres y degrada en forma tambi¨¦n inevitable a los que cumplir¨¢n la minuciosa y horrible tarea de matarlos. La legislaci¨®n chilena establece que uno de los fusileros llevar¨¢ balas de fogueo, como si la propia ley reflejara una mala conciencia del legislador en el momento de organizar estos rituales.
Otro argumento en contra de la pena se refiere a la posibilidad, siempre dif¨ªcil, pero que nunca se puede excluir en forma absoluta, de la rehabilitaci¨®n del condenado. El jurista Ra¨²l Rettig, que se distingui¨® hace pocos a?os como presidente de la comisi¨®n que redact¨® el informe sobre los derechos humanos en Chile, ha contado una historia instructiva, aparte de conmovedora. En su juventud como abogado ayud¨® a conseguir el indulto de un condenado a muerte. Muchos a?os m¨¢s tarde fue visitado en su estudio por una persona perfectamente normal, un ciudadano pac¨ªfico, que lo invit¨® a comer en su casa, en compan¨ªa de su mujer y de sus hijos. Pues bien, esa persona era el condenado a muerte de sus comienzos en las lides judiciales.
Por fin, otro de los argumentos cl¨¢sicos, dif¨ªcil de rebatir, es el del error judicial, el de la posibilidad siempre real y que se ha dado en la historia de matar a un inocente. Creo, sin embargo, y a pesar de la fuerza de los anteriores, que el argumento de fondo, en el Chile de hoy, va mucho m¨¢s all¨¢. Es menos t¨¦cnico y m¨¢s ¨¦tico, m¨¢s pol¨ªtico. Es una cuesti¨®n de cultura, de redefinici¨®n de nuestra convivencia. Y es v¨¢lido para todas las sociedades que han transitado de la dictadura a la democracia, sobre todo en nuestro mundo. Nosotros estuvimos sumergidos durante a?os en una atm¨®sfera de violencia, de odio, de arbitrariedad. Nos movimos en un espacio denso, amagado, penetrado por la cultura de la muerte. No se lleg¨® a escuchar el "?Viva la muerte!", pero hubo situaciones que obligaban a recordarlo.
Lo que sucede es que un conflicto social de fondo produce una verdadera herida en la mente colectiva, adem¨¢s de las heridas y las secuelas que deja en los cuerpos. Y lo importante, para recuperar la salud, para salir del todo de la transici¨®n, que es una forma de convalecencia, es pasar de la cultura de la muerte a la de la vida. Concuerdo plenamente en este aspecto con la argumentaci¨®n que ha expuesto el presidente Fre¨ª al otorgar el indulto. Ahora, bien, si el sistema carcelario es insuficiente, si no facilita la rehabilitaci¨®n, si permite la salida en libertad de delincuentes peligrosos, la respuesta consiste en ponerse de inmediato a mejorarlo. No en mantener los h¨¢bitos penales del pasado en espera de una reforma del sistema que no llegar¨¢ nunca por s¨ª sola.
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