Los sue?os de Angeles
Durante un a?o, casi a diario, buscaba un hueco cerca de la estaci¨®n de Lago. Me convert¨ª en algo tan habitual al paisaje como las putas del lugar. Dejaba el coche siempre en el mismo hueco, como si me estuviese destinado, tal vez por parecerme a ellas. Las putas, como las esquinas, tienden a ser fieles a s¨ª mismas actuando como cig¨¹e?as, es decir, regresando siempre al sitio exacto donde a¨²n permanecen tibias las huellas de su guardia anterior. Cada esquina, cada ¨¢rbol de la ruta de esta prostituci¨®n que no tiene hora de cierre, guarda, rigurosamente, la plaza no se?alada de la mujer. Las aceras cercanas a la estaci¨®n de metro est¨¢n destinadas a las mujeres enjutas, de infancias mal alimentadas y adolescencias perdidas en una noche, mujeres-ni?as que dejan sus venas atrofiadas por alg¨²n l¨ªquido adormecedor. Intentan cabecear siempre en una perpetua duermevela para evitar el asco y el sabor a ceniza de sus vidas. Siempre estaban las mismas, cuatro mujeres de medias negras, cabellos lacios y tan maltratados como sus vidas, con el hablar arrastrado y los cuerpos deformados por alg¨²n peso invisible, pero insostenible. Intentaban parar los coches que no iban a buscarlas por ver si se perd¨ªan en alg¨²n abrazo de mil calas. Alguna ma?ana, el aire ten¨ªa un ligero sabor a miedo. Yo dejaba el coche sin mayores prevenciones guiada por un primitivo instinto de cercan¨ªa. Todas las mujeres somos hermanas en el deseo y en la desgracia. Un d¨ªa, tambi¨¦n dej¨¦ las, llaves en la cerradura. Cuando regres¨¦, varias horas despu¨¦s . , una de ellas, la que llevaba siempre el pelo brillante aunque la mugre inundara sus ropas o los rotos de sus medias desfiguraran sus piernas arqueadas, aguardaba impaciente, haciendo ret¨¦n apoyada en mi coche. -Te has dejado las llaves puestas, menos mal que estaba yo cerca. ?No ves que esto es peligroso? Apenas acert¨¦ a balbucear las gracias. No sab¨ªa si estaba sorprendida o agradecida. En el fondo todas las mujeres somos hermanas en el deseo y en la desgracia.
-Y menos mal que llegaste, porque me est¨¢ esperando mi marido en el coche. Intent¨¦ sacar un billete siguiendo la costumbre de quien paga para no complicarse, para no tener que agradecer, para no sentirse culpable. Ella neg¨® con la cabeza y su pelo, brillante y roto, semej¨®, por un instante, el parpadeo de un p¨¢jaro enso?ado. Me gui?¨® un ojo, dijo adi¨®s con la mano y corri¨® en direcci¨®n al coche donde "su marido" la esperaba fumando, escuchando rumbas. Con los d¨ªas, envueltas en esa complicidad de quien hace lo que no se espera de ella y quien agradece lo que no debiera suceder, comenzamos a intercambiar frases que se fueron convirtiendo en breves di¨¢logos y hasta en alguna invitaci¨®n a ca?as en el cutre quiosco cercano.
-Mi nombre es Vanessa, bueno no el real, pero, ya me dir¨¢s, llamarse ?ngeles L¨®pez y "trabajar" en la Casa, de Campo, pues como que no cuadra, ?verd¨¢?
Vanessa era un nombre que predispon¨ªa, el que llevar¨ªa la ni?a deseada de una familia medianamente normal, una ni?a que ir¨ªa a la escuela, puede que a la universidad, que llegar¨ªa incluso ante alg¨²n altar ofreciendo, a cambio de bendiciones, lo que ?ngeles, mucho m¨¢s real, ofrec¨ªa a "mil calas por franc¨¦s, dos mil por completo". Ella se convirti¨® en mi mejor informante. A veces me costaba seguir el ritmo de sus confidencias escuchadas en una especie de jerga elaborada exclusivamente para el reducido grupo de aquella ruta. Buscaban un habla com¨²n que las identificase, que las hermanase y las distinguiese.
Un d¨ªa no estaba. Salud¨¦ a las otras tres que torcieron la cabeza como si, esta vez, no quisieran reconocerme. Con su ausencia me volv¨ª un poco extranjera. Nadie volvi¨® a darme noticias suyas y prefer¨ª inventarme mil mentiras. Nunca pregunt¨¦, pero siempre a?or¨¦ su presencia, su pelo brillante, sus piernas torcidas, sus tacones imposibles y, sobre todo, sus historias. Pens¨¦ que las mujeres, aun sin saberlo, ¨¦ramos hermanas en el deseo y en la desgracia.
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