"Vuelva usted ma?ana" en lengua banyamulenge
La frontera entre Ruanda y Zaire se ha convertido en un tormento burocr¨¢tico para las ONG y la ONU
ENVIADO ESPECIALSer¨ªa una comedia bufa si al otro lado de un poblach¨®n triste y una frontera de agua salvada por un puente de tablas y hierro no estuvieran muriendo tantos. Los banyamulenges no han le¨ªdo a Larra, pero Mathias, que viste camiseta e ins¨®lita gorra azul del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), es tutsi, zaire?o de toda la vida y portavoz de los rebeldes que han roto con Mobutu y con Kinshasa, suelta el "vuelva usted ma?ana" como si fuera castellano viejo y funcionario de pro.
Ni los tres coches de M¨¦dicos sin Fronteras cargados de medica mentos y alimentos que d¨ªa tras d¨ªa intentan introducir en Zaire para paliar el sufrimiento humano ablandan al autonombrado gorrilla del ACNUR, representante de Laurent Desir¨¦ Kabila, "el presidente de la rep¨²blica", como ya le denominan los rebeldes tutsis que controlan buena parte de la regi¨®n de Kivu.
En el hotel du Lac, asomado al r¨ªo Rusizi, que hace que las aguas del Lago Kivu hablen con las del Tanganica, y a una monta?a de hierbajos, cabras e insectos cantores que dicen que es Zaire, los siete d¨ªas b¨ªblicos de espera se consumen entre soldados ociosos, una guapa camarera, Fran?oise y ch¨®feres haciendo su agosto.
El puente que no ha visto el embajador de Espa?a era la frontera entre Ruanda y Zaire hasta que los banyamulenges, hartos de los desprecios del poder central en la lejana Kinshasa, que consideraba a estos tutsis m¨¢s ruandeses que zaire?os, se alzaron en armas. Su revuelta puso en fuga no s¨®lo al zarrapastroso Ej¨¦rcito de Mobutu, una tropa cuya patria se llama codicia y que cobra en especie y asaltos a mano armada lo que el Estado no le paga, sino a m¨¢s de un mill¨®n de refugiados que ahora vagan y mueren a la deriva.
Bukavu, la hermos¨ªsima villa de vacaciones para potentados coloniales, acostada sobre la margen sur del lago Kivu, todav¨ªa no se ha recuperado del pillaje al que la someti¨® la soldadesca en 1993, cuando Mobutu Sese Seko, conocido por sus enemigos como el dinosaur¨ªo, quiso pagar los atrasos eternos con billetes de cinco millones de zaires que no val¨ªan ni para papel higi¨¦nico. La llegada de centenares de miles de hutus ruandeses en el verano de 1994, tras el genocidio que las milicias interhamwe (los que matan juntos) y el Ej¨¦rcito practicaron con sus vecinos tutsis, alter¨® el ya turbio equilibrio regional. Los Grandes Lagos, una regi¨®n "altamente espectacular", como la califica un inspirado periodista portugu¨¦s, no ha conocido desde entonces la paz.Por el puente de la Rusizi, cada tanto, como un cuentagotas exasperante, llegan de Zaire cuadrillas de refugiados exhaustos, con el cuerpo macerado por el sufrimiento, pies descalzos, ojos apagados y ajuares miserables: colchones salpicados de barro, atados de le?a para el pr¨®ximo fuego, una escudilla de ma¨ªz, ropas harapientas. Parecen condenados a una fuga sin fin y traen recuerdos atroces: "Atr¨¢s dejamos muchos enfermos, muchos muertos". Un ni?o lleva entre los dedos una Biblia roja y rele¨ªda. "Los militares zaire?os nos han robado todo". Una mujer se saca el pecho exang¨¹e para que su beb¨¦ convierta la saliva en leche. "No regresamos antes porque ten¨ªamos miedo. Nos dec¨ªan que en Ruanda no hab¨ªa terminado la guerra. Los interhamwe no nos dejaban salir del campo".
El autob¨²s de la esperanza
Un autob¨²s del ACNUR, que aparca cada d¨ªa junto a una de las dos gasolineras desvencijadas que dan la bienvenida en Cyangugu a los que llegan del turbi¨®n zaire?o, recoge a los refugiados, como Feza, que trae el brazo reventado por un disparo, o Buenaventura, al que le falta una pierna y sonr¨ªe con una boca desdentada desde sus setenta a?os de infortunio, y se los lleva a un campo de tr¨¢nsito, primera' etapa de regreso.Jos¨¦ Antonio Bastos, coordinador de emergencias de M¨¦dicos sin Fronteras (MSF), libra su espectacular batalla contra el hijo de Larra llamado Mathias. "La connivencia entre las autoridades ruandesas y los banyamulenges parece evidente. Juntos est¨¢n haciendo m¨¢s f¨¢cil la muerte de miles de refugiados al impedir que llegue la ayuda humanitaria". Bastos est¨¢ tan harto como todos los que cada d¨ªa batallan con los dos aduaneros ruandeses que compiten en desidia y, parsimonia. Del otro lado, los banyamulenges se chotean de la ONU.La luz se iba avizorando Zaire junto a la casita amarilla de la aduana, bajo un sol picajoso o un aguacero de gotas gr¨¢vidas y calientes, hasta que al aduanero se le hinchaban las narices y mandaba despejar la zona, donde ruandeses tutsis y banyamulenges juegan a las cartas, porque ten¨ªa "que trabajar". Despu¨¦s se pasaba el d¨ªa departiendo ostensiblemente con soldados, ociosos, escuchadores de radio, vendedores de tabaco, campesinas que pasan con la azada al hombro, gasolineros con la manguera muerta y ch¨®feres con la vista perdida entre mansos reba?os de vacas cuernilargas y el hast¨ªo perverso de la vida provincial. Mientras los banyamulenges no pronunciaban su s¨ª condicional los aduaneros ruandeses no mov¨ªan un papel. La noche desvanec¨ªa el puente y la puerta rosa del night club New Babylon. Hace tiempo que sus luces de colores no bailan sobre el lago. A las nueve de la noche, el toque de queda despeja las calles de Cyangugu, el paup¨¦rrimo mercado central y el nauseabundo videoclub, un s¨®tano de humo donde matar el tiempo ruin.S¨®lo Radio Bukavu. cruza limpiamente el r¨ªo, el puente, la muerte que queda lejos de la orilla insalvable. "Los taxis han vuelto a funcionar, las tiendas est¨¢n abiertas. Ciudadanos de Bukavu, volved a casa. La ciudad est¨¢ en paz". Los mensajes del nuevo Gobierno banyamulenge se mezclan con mensajes de familias separadas por la guerra o canciones de Charles Aznavour. En el hotel du Lac, Fran?oise, la camarera, pierde sus 19 a?os entre moscardones de uniforme y tardes l¨¢nguidas de brochetas de cabra y cerveza Primus. La vida en la frontera es un perfecto horror inm¨®vil.
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