En la estacion de Brest
Al acercarme a la tierra hoy bielorrusa de Polesie, entra?able para m¨ª pues en ella nac¨ª, me alegr¨¦ de que el tren se moviese con tanta lentitud porque pensaba que as¨ª podr¨ªa deleitarme con el bell¨ªsimo paisaje de un lugar que apenas recordaba ya. No me fue dado porque los cristales de las ventanillas estaban tan enfangados que no se ve¨ªa nada. Aquel lodo que cubr¨ªa los cristales era un lodo viejo, un lodo compuesto de muchas capas acumuladas, un lodo que podr¨ªamos definir como eterno. Trat¨¦ de abrir la ventanilla del compartimiento, pero me fue imposible, porque el que las cerr¨® lo hizo de una vez y para siempre. Los enlodados cristales no dejaban pasar la luz del radiante sol que iluminaba el mundo exterior y en el compartimiento reinaba la penumbra.Del tren tampoco se pod¨ªa descender cuando se paraba en las estaciones, porque s¨®lo les estaba permitido abandonarlo a los que se bajaban para no volver a ¨¦l. Los que continuaban el viaje ten¨ªan que permanecer en sus puestos. El sistema funcionaba muy bien, porque en el vag¨®n se abr¨ªa solamente una puerta que estaba vigilada por la conductora. Una conductora por cada vag¨®n: 20 vagones, 20 conductoras. En su mayor¨ªa eran chicas j¨®venes, conscientes de su gran poder, porque si se les antoja pueden permiitirle a alguien que baje del tren, pero si no lo desean no hay quien pueda superarlas. S¨®lo hablan a gritos, dando ¨®rdenes o profiriendo amenazas. Los pasajeros son obedientes, d¨®ciles e incluso parecen muy contentos de no ser echados del tren y de poder viajar.
Yo sent¨ª que necesitaba salir del vag¨®n, aunque s¨®lo fuese un minuto, unos instantes, si quer¨ªa sentirme salvado de aquella aut¨¦ntica c¨¢rcel con celadoras, que, para colmo, apestaba a calcetines sucios, a camisas sudadas, a vestidos y blusas no lavadas, a sobacos, a pies. Ol¨ªa a alimentos en descomposici¨®n o fermentados, llevados en bolsas de hule, a suelos y paredes que jam¨¢s conocieron el agua y el jab¨®n. Un olor a la vez amargodulce y agridulce, un olor omnipresente, agresivo, amordazador y asfixiante del que era imposible huir. ?C¨®mo respirar en semejante atm¨®sfera? Si lo haces hondamente te asfixias, si lo haces con mucho cuidado, tambi¨¦n te asfixias. La diferencia entre la respiraci¨®n honda y la cautelosa es que con la segunda uno se asfixia por su propia voluntad, por falta de ox¨ªgeno, es decir, de una manera m¨¢s ecol¨®gica. La aspiraci¨®n profunda llena los pulmones del hedor machacante y pegajoso que tupe la garganta como si alguien metiese en ella su pu?o.
Entre una estaci¨®n y otra, cuando el tren cruza la llanura bielorrusa, las conductoras se dedican a retocar su belleza. Cada una de ellas tiene su propio compartimiento y en ¨¦l su propio espejo. Cuando llegamos a Brest ya se han puesto tan solemnemente elegantes como si en la estaci¨®n les esperase participar en una revista de modas.
En Brest, una multitud amorfa ataca las taquillas. Ataca, pero en absoluto silencio. Cuando alguien empieza a gritar, sin tener poder para ello -y sabido es que los pasajeros no tienen poder alguno-, los milicianos que supervisan el lugar lo echan de la cola. Por eso el asedio de las taquillas se produce en un total silencio, si ignoramos los resoplidos y gemidos de los que no consiguen el billete que deseaban.
Me uno a los asediadores. ?Victoria! Preguntando una y otra vez consigo enterarme de d¨®nde est¨¢n las taquillas que venden billetes para los trenes que salen al extranjero. Esas taquillas est¨¢n sitiadas solamente por las personas que tienen el permiso para viajar a Occidente. Tambi¨¦n asedian las ventanillas, pero se ve a la legua que es una multitud de nivel superior. Son los nuevos bielorrusos, hermanos de clase de los nuevos rusos. Entre ellos ya se ve alg¨²n que otro traje de moda y se siente el olor de perfumes franceses. Incluso el propio ataque a las ventanillas es m¨¢s culta. Por un lado, saben que sin atacar jam¨¢s podr¨¢n conseguir el anhelado billete, pero, por otro, son conscientes de que ese comportamiento no es demasiado civilizado.
. En los pocos cent¨ªmetros que separan el interior de la taquilla internacional de la parte exterior tiene lugar el gran choque entre dos civilizaciones. A un lado de la ventanilla sentimos el soplo del mundo, porque los viajeros mencionan en voz muy alta, para que se les oiga, los nombres de Bruselas, Par¨ªs, Aquisgr¨¢n o Hamburgo, y sacan de sus bolsillos, para que se los vean, fajos enteros de francos, d¨®lares o florines. Al otro lado de la ventanilla, frente a la multitud api?ada, hay s¨®lo una mujer de avanzada edad que, con su destartalado bol¨ªgrafo, rellena laboriosamente las innumerables l¨ªneas vac¨ªas que contienen los billetes para viajar al extranjero. Luego llega el momento de calcular en rublos bie-lorrusos las divisas que recibe. Toda la operaci¨®n parece interminable, pero nada se puede hacer para acelerarla, mejorarla, hacerla m¨¢s ¨¢gil. Los dos mundos. En esa confrontaci¨®n abierta entre el mundo simbolizado por Par¨ªs y el que existe en Brest, este ¨²ltimo sale siempre triunfante. Brest ni se doblega ni piensa dejarse atropellar. Brest tiene su propia medida del tiempo, y no acepta otra. Brest se r¨ªe de esa rid¨ªcula teor¨ªa occidental seg¨²n la cual el dinero es omnipotente. En Brest, aunque le pases por delante de la nariz a la taquillera un abanico de billetes de d¨®lares, ella, si no le da la gana, no te vender¨¢ el billete. "No hay plazas", grita, y cierra irremisiblemente la ventanilla.
Yo, por suerte, ten¨ªa ya comprado el billete de regreso y s¨®lo necesitaba confirmarlo. Cuando lo consegu¨ª empec¨¦ a buscar a los aduaneros, porque la inspecci¨®n aduanera en Brest no hay que pasarla en el tren, sino en la estaci¨®n. Aunque a mis preguntas sobre d¨®nde estaba la oficina de Aduanas recib¨ª muchas respuestas distintas, encontr¨¦ al fin lo que buscaba. Entr¨¦ en una sala muy grande y de tenebrosa penumbra. En el centro estaban las mesas de los aduaneros, todas con aparatos para hacer la radiograf¨ªa de los equipajes, pero todos fuera de servicio, porque hab¨ªan cortado la corriente el¨¦ctrica. La estaci¨®n de trenes de Brest es uno de los monumentos arquitect¨®nicos dejados por la ¨¦poca de Stalin. Su misi¨®n era funcionar como "la Gran Puerta de la Uni¨®n Sovi¨¦tica", y de ah¨ª sus adornos dorados y sus m¨¢rmoles. Pero eso ocurri¨® hace muchos decenios. Ahora las paredes se caen, las puertas no se cierran, las l¨¢mparas de ara?a, destrozadas y sin bombillas. En la gran sala vi a un aduanero sentado detr¨¢s de una mesita leyendo el peri¨®dico. Me acerqu¨¦ para preguntarle si pod¨ªa pasar la inspecci¨®n aduanera, le di el n¨²mero de mi tren y le dije ad¨®nde iba. No levant¨® los ojos, no respondi¨®, sigui¨® su lectura. Junto a ¨¦l estaba sentado otro aduanero. Quise dirigirme a ¨¦l, pero me di cuenta de que hubiese sido in¨²til, porque, totalmente inm¨®vil, ten¨ªa fijada la vista en un punto perdido. Me qued¨¦ all¨ª parado sin saber qu¨¦ hacer, porque mis hipot¨¦ticos in
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