El trono sangriento del jefe de los maimai
Sus hombres han combatido en un mes contra todos los grupos armados de Zaire
ENVIADO ESPECIALEn los 209 peligrosos kil¨®metros que separan Goma de Bukavu, en el lado zaire?o del lago Kivu, no hay refugiados. Est¨¢n en las monta?as, desperdigados. Tampoco se detectan grandes movimientos de tropas. S¨®lo algunos soldados desuniformados. Rostros sin una sonrisa. Miradas amarillentas. Distantes y orgullosas.
Una caravana de autom¨®viles, autobuses y camiones, abandonada por el Ej¨¦rcito hutu y sus temibles milicias interhamwes, yace reventada por los combates pasados en Nyabibwe. Un reguero de balas, obuses y granadas de mano y de mortero sin explotar, con inscripciones en franc¨¦s, est¨¢n esparcidos como granos de ma¨ªz que rebotan junto a las piedras al paso de los muy escasos todoterreno que se adentran por esta bacheada ruta de monta?a.
La parte m¨¢s arriesgada es Mukwija, un gran poblado moldeado en adobe, que se encuentra a 130 kil¨®metros de Bukavu. Es una aldea de guerreros maimai, actuales aliados de los banyamulenges (tutsis zaire?os). Gerv¨¦ es el gran mai (jefe) de Mukwija. Viste camiseta roja de tirantes estrechos, pantal¨®n de fina tela gris, zapatos de domingo y calcetines de feria. Tiene plantado su trono de emperador en el centro de un chiringuito de madera que expende sin cesar la cerveza Primus. La peligrosidad de un maimai es proporcional a la cantidad de botellas Primus que ha ingerido. A la tarde, resultan intratables.
Desde ese fr¨¢gil sill¨®n imperial de mimbre, con los reposabrazos rotos y forrado de piel animal, Gerv¨¦ domina el mundo. Ordena la adquisici¨®n pronta de tabaco rubio para su satisfacci¨®n. Manda expulsar a puntapi¨¦s a los curiosos que le perturban y negocia con arte de comerciante de Marrakech con los c¨¢maras de una televisi¨®n el precio de su imagen. Su diminuta oreja izquierda est¨¢ escondida bajo un manto de esparadrapo.
Gerv¨¦ tiene un humor cambiante. A ratos se muestra fraternal. En otros, orgulloso y col¨¦rico. Igual que sus hombres. Una banda de ni?os y j¨®venes con Kal¨¢shinikov ra¨ªdo y dedo inquieto. Uno de los m¨¢s j¨®venes va grotescamente tocado de un casco de alba?il. Otro se adorna con unas gafas sin cristales de obrero de altos hornos.
El gran mai de Mukwija accede a hablar, pero no quiere c¨¢maras de televisi¨®n ni fot¨®grafos. Sostiene que eso le erosionar¨ªa el gran poder del fetiche. Los maimai, mercenarios zaire?os que han sido en un mes aliados de los hutus, de los banyamulenges y de los tutsis, se creen inmortales en el combate. El brujo de la aldea les ha inyectado en la sangre una p¨®cima m¨¢gica (el fetiche) que les convierte en invulnerables a las balas y a los machetes. Los guerreros maimai luchan semidesnudos. Cuchillo en mano o con un Kal¨¢shinikov decorado con cuatro cargadores. Cuando matan a su enemigo le cortan las orejas, el pene o le arrancan el coraz¨®n. Es la se?al de su triunfo. La victoria en todas las vidas futuras posibles, pues un hombre sin coraz¨®n ya no es hombre.
En los primeros 40 kil¨®metros de la ruta entre Goma a Bukavo hay tres puestos maimai. Los de Sake y Minovo est¨¢n incontrolados. No obedecen siempre las ¨®rdenes de Laurent Kabila, el jefe de los banyamulenges. Hay d¨ªas que saludan como amigos, estrechando manos y mu?ecas. Otras, casi siempre, exigen tabaco americano, de calidad. Las menos roban a los periodistas sin escr¨²pulo alguno. A un equipo de Antena 3 le amenazaron con una granada de mano si no les daban un buen pu?ado de billetes.
Entre Sake y Minovo, en esos 40 kil¨®metros que recorrieron los ¨²ltimos refugiados en aparecer la semana pasada, los ni?os han aprendido en tres d¨ªas a pedir comida. Es la ruta del biscuit. Una perversi¨®n de la ayuda humanitaria. En cada recodo embarrado de la pista de monta?a surgen decenas de ni?os zarrapastrosos con los dientes blanqu¨ªsimos clamando "?Biscuit, biscuit!". Pasado ya Minovo, donde las ONG no acuden tan en tropel, el grito amaina. Y despu¨¦s de Kalungu, a unos 70 kil¨®metros de Goma, desaparece. Son entonces infantes silenciosos que se asoman desde una profundidad interior inquietante.
En Minovo no quedan refugiados. Los 50.000 de la semana pasada ya han sido distribuidos en Ruanda. En Mugunga, al lado mismo de Goma, donde en octubre hab¨ªa 700.000 refugiados, no queda nada. Los zaire?os m¨¢s pobres han limpiado el campo. Dos hileras zigzagueantes de hombres y mujeres descalzos y semidesnudos adornan la carretera. Portan en hatillos vencidos sobre la espalda restos de madera, de hojalata o de pl¨¢stico.
Mike Deppner, un estadounidense del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) aguarda en Kalungu la llegada de m¨¢s retornados. "S¨¦ que est¨¢n all¨ª, en las monta?as. A¨²n nos quedan muchos por sacar. Ayer recibimos 40 que estaban enfermos". A Deppner no le gusta la idea de la ayuda humanitaria lanzada en paraca¨ªdas. "Aqu¨ª la tierra es rica, los refugiados encuentran sin problemas yuca, ma¨ªz y patatas para comer. Lanzar la ayuda no va a servir para nada, s¨®lo para calmar algunas conciencias".
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