Ricos del mundo, ricos sin fronteras
(Casi un cuento de Navidad)Hay en Madrid, como supongo que habr¨¢ parecidas en otras partes del mundo "desarrollado" una clase de tiendas donde se venden v¨ªveres de lujo y toda suerte de manjares refinados, golosinas y chirlomirlos. A veces, al pasar por delante de uno de esos comercios finos nos detenemos ante sus escaparates. Suelen tenerlos primorosamente adornados y abastecidos, combinando los muy diversos g¨¦neros de tal modo que el conjunto termina adquiriendo un aire de retablo entre el monumento eucar¨ªstico y el bodeg¨®n holand¨¦s. Incluso la luz con que los iluminan suele ser dorada, parecida a la que emana de las custodias y los aperos de iglesia. Los transe¨²ntes entonces, incluso los que son un poco cler¨®fobos y volterianos, se detienen ante ese prodigio para admirar la variedad y calidad de las viandas, conservas y fiambres, y lo hacen seguramente no tanto por gula como movidos por una irreprimible admiraci¨®n, de la misma manera que de ni?os pod¨ªamos quedar suspensos horas y horas contemplando un mapa mundi o buscar arrobados en el dial de aquellas viejas radios de posguerra emisoras de pa¨ªses tan lejanos como el Bagdad de las Mil y una noches, fant¨¢sticos e irreales al mismo tiempo, pero posibles. De igual modo, llegan a parecernos fant¨¢sticos, remotos e irreales esos salmones, esos faisanes, esas trufas enigm¨¢ticas que tienen algo del carbono puro.
Los art¨ªculos que se expenden en tales tiendas est¨¢n todos embalados y empaquetados de manera muy diferente a como se encuentran en nuestros ultramarinos habituales, lo que se debe, seguramente, al precio de esas peque?as joyas, llamadas, por otra parte, todas ellas a la caducidad. La mantequilla, por ejemplo, viene en latas que pueden tener el mismo aspecto que las que traen el caviar afgano o las colas de los cangrejos rusos. Ni siquiera el pan parece el mismo que nos venden en las panader¨ªas de barrio, como si el trigo con el que estuviera hecho procediera directamente de las despensas de Georgia, es, decir, de alguna de esas rep¨²blicas siempre ex¨®ticas, y desgraciadamente ex comunistas, pues esta ¨²ltima condici¨®n a?ad¨ªa a tales productos una cierta perversi¨®n, que podr¨ªa recordamos a aquella dama francesa de la que hablaba Stendhal, que lamentaba que comer un helado no fuese pecado.
En tales establecimientos la gente entra y habla en voz muy baja, como se hace en las iglesias, en los bancos, como de hecho se hac¨ªa en la cueva de Al¨ª Bab¨¢. Los dependientes llevan siempre las chaquetillas blancas muy limpias y no dan jam¨¢s la impresi¨®n de que operan sobre jamones dulces de York o sobre lenguas de colibr¨ª, sino que parecen relojeros de la muy aseada Suiza. Han aprendido tambi¨¦n a susurrar como los curas que acopian los pecados, y ponen cara de no sorprenderse jam¨¢s cuando comprueban que lo que acaba de comprar esa despreocupada se?ora en 15 minutos equivale a su salario de un mes. Como cabe suponer, tales tiendas est¨¢n estrat¨¦gicamente ubicadas en los barrios "m¨¢s serios y conocidos" de las ciudades, como se dec¨ªa en el siglo XIX. Por lo general, las cristaleras de sus escaparates son di¨¢fanas y limpias y pueden seguirse desde el exterior las evoluciones de los parroquianos, gentes tambi¨¦n "serias y conocidas". Cuando Franco, se dec¨ªa de ellas: "Tienen una gran pinta". Y tambi¨¦n: "Muy buena facha". Nadie sab¨ªa a qu¨¦ se hac¨ªa referencia, ciertamente, pero la "pinta" o "facha" ol¨ªa siempre a un perfume seco y a un whisky caro. Delante de los mostradores de cristal donde se contienen las bandejas colmadas de provisiones, la clientela, muy concurrida a todas horas del a?o, se mueve con solemnidad y discreci¨®n. La escena podr¨ªa recordar esas exposiciones de alhajas que preceden a su subasta. Incluso desde la acera puede percibirse que los clientes se debaten para elegir bien. Quiz¨¢ por eso se lo toman con tanta calma. Incluso no tendr¨ªa nada de extra?o que la elecci¨®n de unos esp¨¢rragos lo suficiente mente gordos sea para muchos de ellos la deliberaci¨®n m¨¢s ardua de las que hayan de tomar en toda la jornada.
Los mendigos madrile?os, como supongo que muchos de otras partes del mundo desarrollado, saben muy bien que los lugares donde la gente se muestra, mas generosa en la limosna es en las puertas de las iglesias y en las puertas de tales tiendas de lujo. En un caso porque parecen recordarle al usuario que su salvaci¨®n eterna puede depender del ¨®bolo que dejen en ese momento, y en el otro, por una raz¨®n m¨¢s higi¨¦nica: compran por unas. monedas insignficantes la tranquilidad y la absoluta seguridad de que ni las colas de langosta ni el huevo hilado que acaban de comprar les sentar¨¢n mal.
Hace unos meses, un mendigo tom¨® la costumbre de ponerse delante de la puerta de una de esas tiendas. Era el mismo siempre. Ya se sabe la necesidad que tenemos de la rutina, por aquello de que la costumbre es una especie de patria. Se pon¨ªa frente a la puerta, de pie, serio, con la mano extendida, mirando a ninguna parte, que es donde miran los pobres. Era y es un hombre todav¨ªa joven, delgado, sucio. No dec¨ªa nada. No es ni siquiera de esa clase de mendigos indignos que se arrodillan con grandes cartelones donde en cuatro o cinco l¨ªneas se cuenta una novela, casi siempre real, casi siempre inveros¨ªmil, como las malas novelas. ?ste no. ?ste se limitaba a estarse de pie, horas y horas. Pasaba uno por la ma?ana y se encontraba uno con ¨¦l; a mediod¨ªa, a ¨²ltima hora de la tarde. Era un mendigo serio al que jam¨¢s se habr¨ªa podido acusar de absentismo laboral. Incluso, es m¨¢s, hubiera podido condecor¨¢rsele con una medalla del trabajo, pues ¨¦l solo hac¨ªa a diario dos turnos en uno, desde las nueve de la ma?ana a las nueve de la noche. Los clientes, desprevenidos, cargados con sus compras, se lo topaban al salir. La mayor parte no pod¨ªa evitar un gesto de repulsi¨®n y de asco ante lo que consideraban una intromisi¨®n en su vida privada. Gastar dinero se ha convertido en una forma de la privacidad. Muchos, del susto, daban un salto hacia atr¨¢s y hu¨ªan despavoridos como si fuesen a robarles sus preciados, sus exquisitos, sus delicados y arduamente escogidos manjares reci¨¦n adquiridos.
Hace unas semanas, mientras ese hombre estaba all¨ª de pie, encogido, muerto de fr¨ªo, con las manos amoratadas, lleg¨® un guarda de seguridad, de esos que pagan las empresas, los banqueros, los estafadores. Discuti¨® con el otro de una forma desagradable y violenta. Se ve¨ªa que no era la primera vez. Le dec¨ªa: "Que te largues, he dicho que te largues, te lo tengo dicho cien veces", y le daba empujones en el hombro. El otro dec¨ªa: "La calle es de todos, yo no hago da?o a nadie". Pero se ve¨ªa que iba a perder aquella batalla como seguramente hab¨ªa perdido otras muchas.
Algunos transe¨²ntes miramos la escena a distancia, pero ninguno dijimos nada, y el mendigo termin¨® y¨¦ndose de mala gana, mientras el guarda lo segu¨ªa con la mirada. De vez en cuando aqu¨¦l se volv¨ªa y gritaba desde 15 o 20 metros, ya sin fuerza, con un gran abatimiento: "Cabrones, m¨¢s que cabrones". El guarda no se molestaba por ello en absoluto; le dec¨ªa, como se les dice a los ni?os antes de acostarles: "Venga, vete, no seas malo". Lo dec¨ªa incluso con ternura y buen humor, porque hab¨ªa despejado su problema. Ahora, en vez de un pobre, a la entrada de esa tienda hay un guarda de modo permanente que mantiene alejados a los pedig¨¹e?os. La empresa, con buen acuerdo, no ha querido deso¨ªr las quejas de su clientela, que encontraba de p¨¦simo gusto que se permitiera la mendicidad frente a tal templo de la gastronom¨ªa.
El mendigo, nuestro mendigo, la ejerce ahora unos metros, m¨¢s all¨¢. Ahora la ejercen ¨¦l y otros dos o tres. Esperan ver salir a alguien y se ponen a su lado, y de manera machacona, sin desalentarse, solicitan una limosna relatando l¨¢stimas tan reales como inveros¨ªmiles. La gente, en esa esquina del barrio de Salamanca, como en todas las esquinas de los barrios de Salamanca del mundo, anda despavorida, y no ser¨ªa raro que organizaran en breve un Ricos del mundo, ricos sin fronteras para, mediante una cuota m¨ªnima, librarse de esas molestias cotidianas, tanto como de la conciencia que es saber que, de manera irremediable, vamos a un mundo donde los pobres ser¨¢n cada vez m¨¢s y m¨¢s pobres y los ricos cada vez menos y m¨¢s ricos. A veces los mendigos se descuidan y se aproximan un poco m¨¢s de la cuenta a la puerta del establecimiento de v¨ªveres de lujo. Entonces el guarda, que tampoco parece mala persona, propina una patadita en el suelo, como la que se da para asustar a los chuchos, les dice, venga, iros de una vez, no me fastidi¨¦is, y los pedig¨¹e?os se alejan jurando entre dientes. Entonces, el guarda, que es un mocet¨®n pac¨ªfico, se sonr¨ªe de haber interpretado bien ese papel que le ha tocado hacer en la vida, feliz a su manera de ver c¨®mo sus problemas de cada d¨ªa tambi¨¦n se van solucionando.
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