La televisi¨®n
La televisi¨®n ha dejado de ser un aparato; se ha convertido en un ¨®rgano dom¨¦stico y personal. Cuando las emisoras de una y otra clase combaten para conquistar telespectadores y trabajan en una supuesta operaci¨®n para ganar clientes, lo que en realidad est¨¢n haciendo es colectar pacientes.Cada vez m¨¢s la televisi¨®n, sea la que sea, tiende a disminuir su calidad y el mayor grado de salud posible proceder¨ªa de apartar de nuestra vida el aparato. No obstante, es literalmente imposible hacerlo. La televisi¨®n ha traspasado la frontera de las pantallas y se ha inscrito como un huesped fisiol¨®gico en el espectador. ?C¨®mo ser¨ªa una vida sin televisi¨®n? ?Qui¨¦n podr¨ªa concebir una mutilaci¨®n de ese alcance y a estas alturas?
Jean-Philippe Toussaint acaba de publicar en la editorial Minuit su quinta novela titulada La televisi¨®n. El narrador de la historia trata de redactar una novela a lo largo de un verano en la ciudad de Berl¨ªn y su primera determinaci¨®n es no encender el aparato mientras escribe. Considera que su sonsonete, sus im¨¢genes, sus anuncios publicitarios y sus fanfarrias le desviar¨¢n del objeto real en que desea concentrarse. A fin de cuentas, opina, la televisi¨®n es un trasunto ficticio de la realidad, un imago de las cosas y una triviliadidad que deteriorar¨¢ su pensamiento y su estilo. No puede, sin embargo, cruzar ante el televisor apagado y no sentirse arrastrado por la fascinaci¨®n que aquel ojo ciego le invita a ver. El televisor no habla, no se mueve, no balbucea, pero tras ¨¦l un tropel de sugestiones presionan en su pupila vac¨ªa. Bastar¨ªa pulsar un bot¨®n para que su brillo inm¨®vil se convirtiera en un caudal de im¨¢genes y de voces, de noticias peregrinas, de zarabandas y sucesos. ?C¨®mo dejar sin vida esa ocasi¨®n de conocer? ?C¨®mo seguir sinti¨¦ndose libre tras haber amordazado una muchedumbre, de sentidos y sinsentidos?
El telespectador es m¨¢s que un espectador. No s¨®lo se encuentra a la expectativa, ha depositado su expectativa en la voluntad del aparato. Y no, dadas como est¨¢n hoy las cosas, para deleitarse con ¨¦l, sino para soportarlo como una perversa rutina. No, por tanto, para sentir un placer puro, como en los a?os siguientes a su novedad, sino para recibir un placer enrarecido. Un placer compuesto por un 10% de entretenimiento y un 90% de malestar.
El televisor sigue encendido y cada vez m¨¢s tiempo en cada casa. Se le enchufa y no importa cu¨¢nta atenci¨®n se le conceda. Funciona aut¨®nomamente a despecho de su desinter¨¦s, de la salacidad de sus programas, de la vanidad de sus mensajes, de la necedad de sus concursos o la verborrea del presentador. O, presisamente, por todo ello. Su papel ha dejado de ser recreativo para pasar a ser muy sustantivo. Ha pasado de ser ¨²til para ser vital. Tan inexcusable como una v¨ªscera y tan inseparable de la patolog¨ªa cotidiana como un t¨®xico.
No se tiene un televisor; se posee una fisiolog¨ªa televisiva que impide -sin detrimento del buen comportamiento org¨¢nico- neutralizar el aparato. Su ceguera afecta a nuestro sosiego, su mutismo se proyecta sobre nuestro o¨ªdo, su ausencia ataca a nuestro equilibrio.
El televisor fue como un electrodom¨¦stico con la apariencia de tener vida. Ahora, la vida dom¨¦stica lo incluye como una dolencia primordial. Gracias a su monoton¨ªa la fe en la la monoton¨ªa est¨¢ asegurada, gracias a la indiferencia con la que se le trata crece una autoestima confortable y superior.
El televisor sirve ya para cualquier cosa m¨¢s importante que la simple cosa de hacerse ver. Basta, ante todo, que se haga notar en su forma obediente, inagotable, propicia, insulsa. En el sistema de la casa act¨²a como una c¨¢mara que trasforma en meros programas la amenaza exterior. Y, en el sistema del organismo, su tabarra se comporta como una molestia cr¨®nica y conocida cuya perdurabilidad es el signo m¨¢s directo de seguir, todav¨ªa, aqu¨ª.
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