Tres culturas
Una iglesia, un estadio, un par de sucursales bancarias y un esquinado y pol¨¦mico centro comercial. Esta plaza de los Sagrados Corazones, de una modernidad antigua, podr¨ªa ser sin desdoro plaza mayor de cualquier n¨²cleo urbano de cierta prestancia, y, desde luego, se convierte en primer¨ªsima plaza con motivo de las grandes solemnidades futbol¨ªsticas que en el Santiago Bernab¨¦u se dan cita frecuente. Miles de forasteros, nacionales y for¨¢neos, aficionados al noble deporte del patad¨®n y tentetieso, juzgan a la capital de Espa?a en base a esta zona que conocen de sus correr¨ªas domingueras. Los d¨ªas de fiesta balomp¨¦dica, el barrio cambia su fisonom¨ªa burguesa, se posan en sus aceras multitud de tenderetes donde se expone toda la parafernalia deportiva: bufandas, banderas, gorras y camisetas con los colores de los equipos en litigio; abundan los puestos de tabaco y pipas de girasol, kikos, panchitos, chicles, caramelos y otras golosinas con las que entretener el hambre de goles y pasar el trago amargo de los tantos en contra. Esquivando con arte a los maderos y acechando a sus posibles clientes pululan los reventas de escandalosa oferta, y los carteristas aprovechan las apreturas para ejercer su denostado y secular oficio. ?Se colar¨¢ alguien todav¨ªa en este recinto amurallado? Ya no se ven como anta?o ¨¢giles escaladores adolescentes trepando los muros, jug¨¢ndose el tipo para ver a sus ¨ªdolos impulsar la pelota mientras ruge la marabunta de las gradas en c¨¢nticos triunfales o exabruptos sin gloria. El antih¨¦roe de aquellos p¨ªcaros que ideaban los m¨¢s ingeniosos trucos para no pagar la entrada era un Tony Leblanc en blanco y negro, un casta que, tras probar con todos los sistemas, terminaba convertido en ejemplar camillero de la Cruz Roja, benem¨¦rito cuerpo cuyo uniforme hab¨ªa vestido por primera vez para pasar, sin retratarse ni pringarse, por las puertas guardadas por celosos cancerberos.En las v¨ªsperas de los grandes acontecimientos, en las aceras que bordean el estadio se instalan improvisados campamentos, aduares provisionales en los que pernoctan los forofos que montan guardia ante las taquillas, un ej¨¦rcito de hombres dispuestos a sacrificarse para tener una buena perspectiva de un derby entre merengues y colchoneros. Tanta promiscuidad y ajetreo balomp¨¦dicos perturban la burguesa textura de un barrio que ya no es lo que era. En la plaza de los Sa grados Corazones confluyen la editorial colonia del Viso y los onfortables edificios del paseo de La Habana. ?ste era el l¨ªmite ur en los a?os esenta del barrio de Corea, de la Costa Fleming, como la bautiz¨® el periodista Ra¨²l del Pozo, del Madrid golfo colonizado por yanquis de Torrej¨®n y prostitutas llegadas de todas las geograf¨ªas de la pobreza, camareros alcahuetes y se?oritos sinverg¨¹enzas. El elemento nativo hac¨ªa milagros por ha bituarse al peculiar sabor del whisky (sabe a chinches, comentaban por lo bajo). En las barras americanas, ellas mascaban chicle americano y ellas y ellos fumaban rubio americano, con preferencia Chesterfield.
Descolonizada Corea, este barrio de apartamentos y picaderos sigui¨® siendo refugio de gente de paso, transe¨²ntes y reci¨¦n llegados a la ciudad, barrio de hoteles y restaurantes de lujo, de top less y puticlubs selectos, de l¨ªneas calientes y se?oritas de alquiler velando sus tel¨¦fonos. La iglesia de los Sagrados Corazones, con su campanario escueto y exento como un minarete, llama a la oraci¨®n y a la penitencia junto al estadio pagano y los cien lugares dedicados al culto de Baco y Afrodita. La iglesia de los Sagrados Corazones es un edificio singular, ejemplo de la irreductible y geom¨¦trica vanguardia de ayer mismo que no se resigna a integrarse ni a someterse al ostentoso imperio del estadio consagrado a don Santiago Bernab¨¦u, ni mucho menos al que representan las chatas pir¨¢mides del centro comercial que ha brotado en su esquina como un hongo. La esquina del Bernab¨¦u ya no pertenece a Corea, sino a Kansas City, es un centro comercial a la americana, un desaf¨ªo a la claustrofobia, un espacio cerrado para comprar, comer, beber y relacionarse a cubierto. Una retah¨ªla de peque?os y selectos comercios, un supermercado, cafeter¨ªas y restaurantes. Una arrocer¨ªa mediterr¨¢nea compitiendo con los sandwiches de Friday's y las hamburguesas del Big Boy con su exhaustiva carta genuinamente americana, compuesta, como es de rigor, por especialidades italianas, las pizzas y la ternera a la parmiggiana, y mexicanas, como el chile y los jalape?os.
Van desapareciendo de la zona las antiguas cafeter¨ªas modernas y los restaurantes con pretensiones. Con f¨²tbol o sin f¨²tbol, el barrio ha sido colonizado por las nuevas generaciones, y a ellas sirven preferentemente los establecimientos de comida r¨¢pida, en los que triunfan las baguettes, estilizadas redentoras del bocata en versi¨®n light. Las cafeter¨ªas caen ante los bares de copas, y con las cafeter¨ªas desaparecen los camareros profesionales y los clientes profesionales, a los que hubo que retirar con los muebles en el momento f¨²nebre de echar el cierre al establecimiento.
Parsifal se llamaba una de las ¨²ltimas cafeter¨ªas en rendirse a la evidencia de los nuevos tiempos. En este espacio recoleto de luces discretas y resonancias wagnerianas se reun¨ªan a mediados de los a?os sesenta algunos cachorros universitarios de la extrema derecha, arropados y mimados por las autoridades y por sus progenitores (que a veces eran tambi¨¦n autoridades), clientes habituales de la casa, que pagaban las consumiciones ingeridas por sus v¨¢stagos durante sus patri¨®ticas reuniones, innecesariamente rodeadas de un ritual clandestino. Cuando Guti¨¦rrez .Arag¨®n realiz¨® su filme Camada negra, que retrataba a estos j¨®venes chacales, aparec¨ªa la iglesia de los Sagrados Corazones. Bajo su atrio protector, a salvo de agresiones, pasan ahora las m¨¢s crudas noches del invierno algunos mendigos inmigrantes, envueltos en mantas, recostados contra las puertas del templo como ap¨®stoles que hubieran llegado despu¨¦s de la hora y a los que un inflexible san Pedro hubiese condenado a dormir a la intemperie.
Tiempos de mudanza, en Concha Espina y el paseo de La Habana cambian de manos de dedicaci¨®n los locales comerciales, abren y cierran franquicias de ropa casual y aire juvenil. Todos los d¨ªas, una legi¨®n de j¨®venes empleados que han pasado las horas de su encierro laboral en las altivas torres y bloques comerciales de la Castellana se dejan caer, hambrientos y sedientos, sobre esta zona y se desparraman por bares, restaurantes y comercios a la busca de una satisfacci¨®n aplazada durante toda la jornada.
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