Triunfadores contra ganadores
El problema se plante¨® directamente cuando, al t¨¦rmino de? partido, los seguidores (le un equipo comprobaron con asombro que los del otro no s¨®lo no asum¨ªan su papel de derrotados sino que daban alaridos y enarbolaban gallardetes y pendones de victoria. Exactamente igual suced¨ªa con los del otro equipo: al mirar enfrente no encontraban el negativo de su imagen sino un espejo, y as¨ª el entusiasmo natural por la victoria deriv¨® en unos minutos en una alegr¨ªa indignada, no s¨¦ si me explico, por la falta de deportividad de los de enfrente, que claramente no, sab¨ªan perder.Los jugadores tardaron en darse cuenta. Borrachos por el tit¨¢nico esfuerzo y la ¨¦pica victoria (que as¨ª hab¨ªan de hablar los cronistas), aturdidos a¨²n por los rugidos de la multitud a cuyos lomos cabalgaron hasta la victoria, con un regusto amargo pese a todo por la hiel de las injusticias arb¨ªtrales, que a punto hab¨ªa estado de robarles el partido una vez m¨¢s, se encontraban inmersos en el ritual de intercambiarse camisetas, exhibir publicidad prohibida y tartamudear ante los micr¨®fonos cuando cierta variaci¨®n del fragor ambiente les indic¨® que algo estaba raro.
Parece que no pero incluso los rugidos de un estadio respetan ciertas leyes de armon¨ªa: y lo que estaba raro era que el rugido de un sector del estadio no iba balanceado por su correspondiente silencio debidamente compungido y salpicado de peque?as blasfemias contra el ¨¢rbitro, el entrenador y la pol¨ªtica de fichajes del presidente, todos ellos potenciales virus de derrota: al rugido de un sector correspond¨ªa otro, igualmente victorioso, soberbio y embanderado. Fue entonces, y s¨®lo entonces, cuando un jugador triunfante que estaba consolando a otro d¨¢ndole su camiseta en plan perdonavidas se dio cuenta -se le ve¨ªa en los ojos, que es donde reside el alma de las victorias, de que era el otro el que le estaba perdonando la vida al ofrecerle su camiseta ganadora.Dejemos congelado ah¨ª ese trueque de camisetas ambas olorosas a victoria y remontemos hacia el palco desde el cual los estados mayores de ambos ej¨¦rcitos hab¨ªan estado vigilando con catalejos de bronce el campo de batalla. Pues bien, tambi¨¦n ah¨ª, sobre todo ah¨ª se andaban perdonando la vida con el adem¨¢n elegante, el gesto marcial y la mirada rapaz que identifican a los grandes generales. Unos y otros andaban intentando que fuera el otro el que aceptase un puro (puros de 10.000 pesetas pues cuanto m¨¢s caro sea el puro m¨¢s aplastante es la victoria que celebra), pero no lo consegu¨ªan.
Es posible -y seguramente lecturas interesadas as¨ª lo creer¨¢n- que todos esos generales, gerentes, infIabalones y alabarderos de los estados mayores hubiesen dejado de fumar, intimidados por esa nueva beater¨ªa que exige pureza de pulmones, origen, ideas e idioma a todos aquellos que tengan que ver con el del porte, pero no es probable: ?por qu¨¦ unos y otros iban a cargar con puros (y de 10.000 cada uno) si hab¨ªan dejado de furmar? Baile pues en las alturas, esgrima de fumadores victoriosos, amagos, fintas, molinetes, floreos y rechazos sin que nadie consiguiera dar la estocada- y el otro aceptase humildemente el puro ritual de la derrota (del que por cierto viene el calificativo pesmista un puro en el sentido de tragarse un sapo; el sapo de la derrota).
El asunto no hubiese pasado a mayores de haber quedado ah¨ª: ambos ej¨¦rcitos reclam¨¢ndose una victoria en un estadio convertido en frenop¨¢tico por unas horas, con la inevitable retirada por cansancio y porque al d¨ªa siguiente hay que trabajar. El problema fue que, en la tribuna de prensa, los especialistas en victorias invitados sacaron su m¨¢s reluciente arsenal de met¨¢foras victoriosas, voces tajantes y an¨¢lisis indiscutibles para sentenciar, sin apelaci¨®n, que ambos equipos hab¨ªan ganado. Visto que no hay lugar m¨¢s p¨²blico que un estadio, esa peligrosa especie se extendi¨® en segundos por el planeta.
As¨ª comenz¨® el asunto, y por eso, aunque algo no termina de encajar, ahora somos todos guapos, listos y ganamos siempre.
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