El viejo periodismo
Ahora resulta que algunos de los jerem¨ªas airados que pusieron sobre la mesa del p¨²blico la dignidad privada de la gente reclaman silencio y prudencia con res pecto a la vida ¨ªntima de las personas. Lo hacen, se advierte, porque a ellos debe afectarles la misma medicina que administra ron antes, sinverg¨¹enza y sin pudor, sin respeto y sin recato, acudiendo al insulto innoble y a la mentira. Es un tiempo complicado, porque en efecto el mar es sabio y devuelve sobre todo la podredumbre. El rasero que funciona es el que justifica que todo vale con tal de da?ar y de vejar al pr¨®jimo, logrando con ello, si se hace en p¨²blico, divertir y entre tener, robarle audiencias a los otros, atraerse a lo que siempre se llam¨®, para menesteres taurinos, el respetable. La impunidad es el arco por el que se cuela el desm¨¢n: en funci¨®n de la llama da libertad de expresi¨®n se ha dado paso a la calumnia risue?a, gruesa y reiterada; periodistas que pasan por ser genios de la pluma disfrazan su fariseismo en la grandilocuencia verbal del in sulto y se ganan, entre aquel res petable e incluso entre los periodistas nuevos, la leyenda de la valent¨ªa. Tachonan sus escritos de medias verdades, o de medias mentiras; y desprestigian con falsedades ya desmentidas la dignidad de las personas. Mezclan, en una combinaci¨®n falaz y mezquina lo que aparenta ser informaci¨®n con la opini¨®n propia y desv¨ªan al p¨²blico de la esencia de lo que es el periodismo, aquel viejo oficio que consiste en decirle a la gente lo que le pasa a la gente, y no lo que a uno le pasa por la cabeza. En esa opini¨®n propia con la que se lanzan contra las v¨ªctimas que han escogido en cada momento, mancomunadamente, su sindicato, trufan la inquina y el odio con el desprecio por las personas: divinos arribistas, llegan a los nuevos poderes haci¨¦ndoles las gracias que a lo mejor ni les piden ni les agradecen, pero ellos se pavonean crey¨¦ndose obligados a esta nueva pleites¨ªa, pues ya tuvieron otras. Con ese gracejo antiguo inventaron adjetivos para deshonrar la presencia f¨ªsica de personas honorables, y con los mismos lugares comunes que les da el alma mezquina llenan de insultos brillantes y verbeneros sus columnas biliosas, como si ellos nunca hubieran roto dos cucharas. Les jalean, les sacan en recuadros, son celebrados y celeb¨¦rrimos, y han llegado a cerrar el ciclo de rompe y rasga, haciendo creer a los j¨®venes, a los nuevos periodistas, que as¨ª debe ser, que as¨ª es m¨¢s f¨¢cil, que as¨ª se atraviesa el Mississippi, que as¨ª se llenan ba¨²les, y se consigue el infalible efecto F de la felicidad profesional. Esc¨¢ndalo, injuria, desasosiego, insulto. ?Y qu¨¦ dir¨¢n ma?ana? ?Qu¨¦ recoveco de la gente tratar¨¢n de sonsacar ahora? ?Qu¨¦ vida, profesional o privada, les resultar¨¢ atractiva para sus gracias, y tambi¨¦n para disimular sus desgracias? El insulto es el lugar com¨²n: lo disfrazan detr¨¢s de la santa voluntad de la llamada libertad de expresi¨®n. ?Y la libertad de expresi¨®n de los ciudadanos que son atacados? ?lvaro Rodr¨ªguez Bereijo ' el presidente del Tribunal Constitucional, dijo esta semana ante los estudiantes de periodismo de la Escuela de Periodismo EL PA?S-Universidad Aut¨®noma: "La Constituci¨®n no reconoce el pretendido derecho al insulto". No pudo ser m¨¢s sint¨¦tico el jurista, porque en nueve palabras le dio la vuelta completa al manido argumento: detr¨¢s de la denominada libertad de expresi¨®n se quiere amparar la libertad de insulto; el paraguas es muy grande, y ah¨ª cabe tambi¨¦n la libertad de decir, bajo el se?uelo de la informaci¨®n, lo que al periodista se le antoje sobre la vida de las personas: esta semana, sobre una suposici¨®n visual sin m¨¢s apoyo que la necesidad de ser notorio, una revista de ¨¢mbito nacional puso a dos familias en la tesitura de defenderse de injurias: de defenderse, es decir, como si hubiera materia de acusaci¨®n. Montanlos esc¨¢ndalos, y luego hablan de los esc¨¢ndalos porque estos ya existen, y antes que nada existieron en las intenciones de sus plumas. Insultan, suponen, y luego dicen, como los ni?os malvados del patio del colegio: "Ah, a m¨ª me lo dijeron". ?Y c¨®mo se desmiente luego lo que fue falso y que de tan reiterado la gente lo asume como probable: "Algo habr¨¢ hecho". En esa misma ocasi¨®n en que Rodr¨ªguez Bereijo se refiri¨® al insulto como la parte visible de la nueva hipocres¨ªa de los farisaicos se record¨® a Francisco Tom¨¢s y Valiente, el profesor asesinado, quien fue zaherido poco antes de morir porque su postura en la vida no coincid¨ªa con el dictado de los gritones. El grito no permite la disidencia; la furia est¨¢ sobre el sonido de la sensatez, de la espera y de la prueba. No es un problema del periodismo, ni del nuevo ni del viejo periodismo; es un problema de la vida com¨²n, de la maldita man¨ªa de seguir olvidando que lo moderno es mirar a los lados, escuchar y entenderse.
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