Una de aceite, ?venga!
Como la fatalidad de la analog¨ªa tiende a acrecentarse en los puentes, fui yo este ¨²ltimo a dar a Altea. Y, una vez all¨ª, anduve en compa?¨ªa del matrimonio Barranqu¨ª, que mal cabe en este resumen huracanado: edici¨®n cuidada de libros, restauraci¨®n cabal en chiringuito playero, tienda de cer¨¢micas, castillo de fuegos artificiales y, por encima de todo, el sentido certero de la amistad. Pues bueno, no sabiendo ahora mismo a lo que aqu¨ª se iba -que el lector me perdone, una vez m¨¢s-, resulta que acabamos all¨ª, en Altea, en La Posada de san Miguel, restaurante de toda la vida, o de la vida. en tanto que paella arcang¨¦l¨ªca, ante un plato de melva en salaz¨®n, buceando ¨¦sta, cachito a cachito, en generoso aceite d¨¦ oliva, tan amarillo oscuro, el muy pu?etero, que tiraba a verduzco militar, a un pelo de dejar de ser l¨ªquido, mas todav¨ªa en la euforia de lo untuoso. Horas antes, lo confieso, no habr¨ªa reparado "con tanto encono" (Olga Guillot) en ese aceite all¨ª expandido, aun acaso pudi¨¦ndolo apreciar medio de reojo. Pero lo cierto es que yo llegaba de J¨¢vea, todav¨ªa embebido con la lectura de uno de esos libros de verdad inclasificables (y ojal¨¢ que todos lo fuesen), instructivos y apasionantes: La aceituna, de Mort Rosenblum, en traducci¨®n de Manuel Talens, publicado por Tusquets dentro de la colecci¨®n Los 5 sentidos.
Aquel aceite indolente, si bien harto empe?ado en desalar con su virginidad al bicho, adquir¨ªa, en lo oscuro del comedor del fondo, al lado de la cocina, una tonalidad imantada de mercurio ba?ado en cobre (Por mezclarlo todo, contar¨¦ que tengo una amiga, llamada Carmen, que,en cuanto le presentan el plato que ha pedido, exclama "?Qu¨¦ barbaridad!". Pues eso.) El sabor de aquel aceite, hijo de s¨ª mismo y de la mar salada, te daba el subid¨®n por la sien derecha, la nalgada en la nuca, y luego, a pesar de lo uno y de la otra, casi igual que en un trance masoc¨®n de alcoba (por lo que dicen), algo bramaba en t¨ª que se lo agradec¨ªa, ?venga!, reclamaba otra dosis y otra, hasta acabar, de gusto y paladeo, convenciendo de lleno al todo, que mojaba pan sin desmayo en ello para incluso chuparse varios dedos. Pero a ver qui¨¦n vende estas burras, sensaciones sabrosamente rudas, como neosentimientos a galope en auxilio de alguna noble causa en la boca, hecha agua, que es sobre lo que aqu¨ª tanto se escribe, a Dios gracias, en lugar de atender a los leprosos. No hay modo, no, por mucho que se crea en el humanismo.A menos, claro, que se haga lo que ha hecho, en La aceituna, Mort Rosenblum: contemplar, palpar y probar; y, a la ahora de describirlo, empaparse,la vida humana, estampa pl¨¢stica que sobrecoge, brasa duradera, modos de trato al fruto sagrado (orde?ar, varear), religi¨®n y pol¨ªtica, econom¨ªa y mafia, cosm¨¦tica y lujuria, al tiempo que delicia para los paladares viciosos y, en fin, r¨ªo de oro en la triunfante dieta mediterr¨¢nea, que fluye entre las matas de tomillo y zumaque.
Rosenblum, en la actualidad reportero de la agencia Associated Press y antes redactor en el International Herald Tribune, se compr¨®, en 1986, un terreno, con 200 olivos, en la Provenza francesa. Hasta entonces, ¨¦l era uno de esos universitarios que creen que las aceitunas verdes proceden de un ¨¢rbol y las negras de otro. Total, que hace s¨®lo 10 a?os que empez¨® a enrollarse con las extra?as formas de' los troncos y de las ramas, los adobos frutales, los molinos, el color y el picor de cada aceite... En busca de 800 millones de olivos, hizo el peregrinaje de un fan¨¢tico: Andaluc¨ªa., Palestina, Lesbos, Kalamata, Marraquech, T¨²nez, California y hasta una Bosnia olivarera en armas. Despu¨¦s se puso a escribir ese estupendo libro, La aceituna, aun sabiendo que no debi¨® de ser casualidad que don Vito Corleone fuese tiroteado, precisamente, a la entrada de un negocio familiar de aceite de oliva, en Manhattan.
Brusco final, con lo que empiezo a sospechar que el viernes pr¨®ximo pediremos otra de aceite, m¨¢s suave, y, en efecto, se nos dara.
Babelia
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