A oriente del Oriente
Cada dos o tres a?os, m¨¢s o menos, Juan Vida viaja a Madrid desde nuestra provincia com¨²n y presenta en la galer¨ªa Afinsa, en la calle del Almirante, una exposici¨®n no demasiado nutrida de lo que ha pintado en ese tiempo. Juan Vida, que vive enmedio del campo, en las afueras de Grana da, ha ido haci¨¦ndose a s¨ª mismo en una especie de robinsonismo de la pintura, m¨¢s solo, est¨¦ticamente, que la una, dej¨¢ndose llevar por un instinto que al mismo tiempo le permite indagar en lo m¨¢s ¨ªntimo de su memoria y en los trances m¨¢s apasionados del viejo oficio de pintar, de la historia de la pintura y los episodios de rebeld¨ªa y ruptura que la han estremecido a lo largo del ¨²ltimo siglo.Su b¨²squeda,_ su aislamiento, han llevado stendhalianamente a Juan Vida a no parecerse a nadie por el simple recurso de dedicarse a ser nada m¨¢s que ¨¦l mismo. Tambi¨¦n le llevan a una insularidad dolorosa, llena de incertidumbres, de persistentes sospechas, de postergaci¨®n. Juan Vida expone sus cuadros lo mismo en Madrid que en Par¨ªs o Lisboa, y los vende todos la misma tarde de la inauguraci¨®n, pero las damas apost¨®licas que rigen la Feria de Arco le negaron este a?o, a ¨¦l y a la galer¨ªa que lo representa, el acceso a este certamen que cada vez tiene menos que ver con el arte moderno y m¨¢s con las pasarelas de modas.
Tales desdenes, a los que no es posible acostumbrarse por mucho que se repitan, afectan al estado de ¨¢nimo de Juan Vida, pero no a su trabajo. Se siente solo, a contracorriente, en los m¨¢rgenes del tiempo que le ha tocado vivir como pintor, se deja de vez en cuando remorder, supongo, por el miedo a que las unanimidades que ¨¦l no comparte correspondan a un camino m¨¢s acertado que el suyo, pero mirando sus cuadros da la impresi¨®n de que cuando se pone a pintar todo el desaliento y la inseguridad desaparecen, que la mirada, la inteligencia, la memoria, el brazo y la mano se conjuran para trabajar en la anchura del lienzo con tanto arrojo como felicidad, atrevi¨¦ndose cada vez a mayores suntuosidades de dibujo y materia con un ¨ªmpetu y una abundancia casi venecianos, con resplandores sombr¨ªos y tempestuosidades y tinieblas, con pormenores repentinos de bodeg¨®n ilusionista, de mancha de cielo azul reflejada en el agua, de luz naranja de atardecer en un muro.
Hace tres a?os, en la pen¨²ltima de sus visitas de viajante de su propia pintura, Juan Vida trajo a Madrid una serie de paisajes rurales y periferias urbanas, de retratos fantasmales de lugares en los que a veces surg¨ªa la presencia de un animal o de una figura humana, la foto en blanco y negro de una infancia de los a?os sesenta. Juan Vida, en el fondo, es siempre un a artista confesional y hasta ensimismado, en la misma medida pudorosa en que pueden serlo escritores como Stendhal, Pla o Baroja. La hondura de sus cuadros, detr¨¢s de la solvencia t¨¦cnica de la pintura y el dibujo, est¨¢ hecha de rememoraci¨®n y de una iron¨ªa que suele tener mucho de sarcasmo. Quien se tome el trabajo de repasar su obra de los ¨²ltimos diez a?os descubrir¨¢ en ella la coherencia de un largo proyecto memorial, de una secreta arqueolog¨ªa cifrada.
Este a?o, en su timo viaje, parece e Juan Vida ha quebrado o ha interrumpido provisionalmente ese prop¨®sito, y que a la vez ha dado un aso m¨¢s en su audacia solitaria, en u diatriba personal consigo mismo con el arte del pasado y del presente. Al entrar en la galer¨ªa, lo que uno encuentra de pronto a lo largo de sus paredes son visiones de Granada, y sobre todo de la Alhambra, es decir, de los lugares de la ciudad m¨¢s familiares para la mirada del turista, m¨¢s frecuentados por los fabricantes de postales de ahora mismo y los ilustradores y pintores rom¨¢nticos de hace siglo y medio, los inventores del mito de Granada como escenograf¨ªa- de orientalismo y de sue?o. Hasta ahora, en su pintura, Juan Vida hab¨ªa retratado -de manera velada y cifrada, ya digo, con resabios de sarcasmo y nostalgia- los lugares de su memoria m¨¢s personal, las im¨¢genes ¨ªntimas y desoladas' de la infancia. Lo que ha hecho esta vez ha sido abandonar su reino secreto y volverse de golpe a lo que en apariencia es m¨¢s p¨²blico, m¨¢s conocido por todos, tan obvio que casi parece destinado a la invisibilidad y al desd¨¦n: ?a qui¨¦n se le ocurre pintar de nuevo la Carrera del Darro, los murallones rojizos de la Alcazaba, la sobrehumana torre de Comares, el Partal, el patio de los Arrayanes? Docenas, cientos de pintores de domingo, de acuarelistas sentimentales, de turistas, japoneses o no, armados de c¨¢maras fotogr¨¢ficas y c¨¢maras de v¨ªdeo, millares de grabados y postales han asediado esos lugares, los han multiplicado y trivializado en todas partes, volvi¨¦ndolos tan comunes, tan imposibles, como la torre Eiffel o la torre de Pisa, como esas fotos en colores de monumentos, en el interior de bolas de cristal, a los que les d¨¢bamos la vuelta para ver caer la nieve sobre ellos, una nieve ¨ªnfima y m¨¢s bien melanc¨®lica que seguramente estar¨¢ en la memoria infantil de Juan Vida igual que est¨¢ en la m¨ªa.
Pero en los cuadros de Juan Vida parece incre¨ªblemente que la ciudad y la Alhambra est¨¢n siendo miradas por primera vez, con el asombro y el sobrecogimiento de quien las descubriera en la edad anterior a los grabados, a las fotograf¨ªas y al turismo. La ciudad vulgarizada, profanada por concejales ineptos y constructores desalmados, la Alhambra de todas las postales y todas las acuarelas, recobran un hermetismo de arquitecturas entrevistas por primera vez en una noche de niebla, al llegar el viajero a las cercan¨ªas de una fortaleza inaccesible y prohibida. Al pintar esos lugares Juan Vida tambi¨¦n pinta la mejor pintura que se hizo sobre ellos, la de L¨®pez-Mezquita,y Rusi?ol, la de Rodr¨ªguez-Acosta, y le a?ade una intensidad de colores de ladrillo rojo y arena de desierto, de visiones de ruinas asi¨¢ticas y precipicios tibetanos. En un libro de viajes de Pla encuentro esta cita de Her¨¢clito: "La naturaleza permanece oculta a nuestros ojos". Pr¨¢cticamente sin salir de casa, sin variar los itinerarios de. todos los d¨ªas, Juan Vida, viajante desalentado y sedentario de su propio talento, ha ido a lo que llamaba Fernando Pessoa el oriente del Oriente, que estaba justo all¨ª, en su misma ciudad encerrada y maltratada, invisible y delante de los ojos de todos, esperando que alguien se atreviera o se decidiera a mirarlo.
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