Dicha de dise?o
Una de las paradojas m¨¢s contradictorias de la sociedad moderna es que cuanto mayores y mejores son las oportunidades vitales que les podemos proporcionar a nuestros hijos, m¨¢s frustraci¨®n parece causarnos tenerlos. Les podemos dar todo de casi todo: cari?o, dinero, educaci¨®n, ropas, amigos y estudios. Sin embargo, nos sentimos defraudados, como si educarlos ya no pudiera hacernos felices. ?sta es, quiz¨¢, una de las razones de la ca¨ªda de la natalidad. Para entenderlo culpamos a nuestros propios hijos, creyendo que son unos desagradecidos, o a la sociedad, que los rechaza por el desempleo y les pervierte con su hedonismo. Pero en el fondo adivinamos que el dilema de este quiero y no puedo anida en nosotros mismos, a causa de un exceso de voluntarismo: cuanto m¨¢s felices queremos hacerlos, y que nos hagan ellos a nosotros, menos lo conseguimos.Anta?o, cuando los hijos se ten¨ªan obligatoriamente, forzados por la necesidad o la coacci¨®n, no suced¨ªa as¨ª. Entonces no se esperaba que los hijos nos hicieran felices y, por lo tanto, tampoco nos causaba frustraci¨®n. Cuando nac¨ªa un hijo defectuoso, el azar se acog¨ªa resignadamente, tom¨¢ndolo como un designio divino. Pero hoy, en cambio, rechazamos cualquier posible malformaci¨®n, o incluso el simple fracaso escolar, que nos hacen sentirnos igualmente estafados. Y esto no tanto porque nos creamos responsables, sino porque contemplamos a los hijos con la mentalidad del consumidor que reclama la devoluci¨®n del precio cuando advierte defectos en lo adquirido. Pero no hay aqu¨ª consumismo alguno, pues no esperamos lucrarnos de nuestros hijos, sino s¨®lo fracaso electivo: lo que nos duele por injusto es no poder obtener aquello a lo que cre¨ªamos tener derecho por haberlo personalmente elegido de acuerdo. a nuestro libre albedr¨ªo.
Una reciente pol¨¦mica entre Savater y Espada, a prop¨®sito de la elecci¨®n del sexo, ilustra lo parad¨®jico de la cuesti¨®n. ?Se puede elegir a voluntad el dise?o vital de nuestros hijos? Respecto al objeto concreto de la discusi¨®n, cabe se?alar que la humanidad premoderna, mediante el infanticidio femenino selectivo, siempre ha practicado la elecci¨®n del sexo. En la India y China se hac¨ªa de forma expl¨ªcita y masiva, pero tambi¨¦n en Occidente se practicaba de manera solapada, limit¨¢ndose generalmente al maltrato de las ni?as: por ejemplo, neg¨¢ndoles prote¨ªnas en beneficio de los ni?os. El resultado era la sistem¨¢tica escasez de mujeres, como estrategia que encarec¨ªa su precio en el mercado matrimonial para blindar el patrimonio familiar.
S¨®lo la modernidad, al sustituir la propiedad de la tierra por el mercado de trabajo como criterio de selecci¨®n social, ha permitido erradicar el infanticidio femenino. Lo que no obsta para que se mantenga como inercia la preferencia ideol¨®gica por los hijos, supuestamente m¨¢s viables en una sociedad meritocr¨¢tica como la nuestra, en detrimento de las hijas, menos competitivas. De ah¨ª que se proponga prohibir la elecci¨®n del sexo para evitar el desequilibrio demogr¨¢fico y en defensa de los derechos femeninos. Aunque bien pudiera ser una medida contraproducente, pues se devaluar¨ªan las mujeres excedentes y quedar¨ªan sacralizados los varones prohibidos.
Pero la pol¨¦mica entre Savater y Espada se refiere a otra cosa muy distinta. ?Se debe sustituir el imprevisible azar por la libre elecci¨®n voluntaria en lo tocante al destino de nuestros hijos? Espada sostiene que nuestra vocaci¨®n prometeica exige domar la suerte (como reza un t¨ªtulo de Elster), ampliando en todo lo posible nuestros m¨¢rgenes de elecci¨®n deliberada para emanciparnos as¨ª del determinismo ambiental. Y Savater mantiene el derecho al azar tratando de proteger las fuentes de libertad que s¨®lo manan de la propia espontaneidad. Pues bien, creo que las razones de ambos son afines y complementarias.
Y es que hay dos clases muy distintas de azar: aquel que se nos impone desde el exterior, como algo independiente de nuestra voluntad, al que anta?o se llamaba destino, y el que surge como subproducto imprevisto de nuestros propios actos voluntarios, a lo que llamamos espontaneidad. Pues bien, la libertad humana consiste tanto en luchar contra el destino fat¨ªdico, dom¨¢ndolo para que obedezca a nuestros designios, seg¨²n quiere Espada, como en cultivar nuestra espontaneidad para que nos haga m¨¢s felices, seg¨²n apunta Savater. Y hay que subrayar, de acuerdo a Elster, que esta ¨²ltima libertad positiva o creadora es de mejor calidad que la otra anterior, meramente negativa (ya que s¨®lo sirve para negar las fuentes externas de infelicidad o desgracia, pero no para hacernos efectivamente dichosos).
El problema es que, as¨ª como la primera clase de libertad (negativa) puede elegirse deliberadamente y programarse a voluntad, de acuerdo a un c¨¢lculo racional (que depende, por supuesto, del estado de las artes y las t¨¦cnicas), la segunda clase de libertad (positiva), por su propia naturaleza, no se puede prevenir, encargar ni dise?ar, ya que en tal caso dejar¨ªa de ser espont¨¢nea. Esto es lo que expresa el viejo refr¨¢n de que el dinero (o la ciencia o el comercio) no da la felicidad. La riqueza s¨®lo proporciona recursos materiales o medios de elecci¨®n (libertad negativa), pero no crea ese estado de felicidad que s¨®lo puede surtir por generaci¨®n espont¨¢nea (libertad positiva).
Como dice Elster, hay estados que s¨®lo pueden alcanzarse como subproductos imprevistos, por lo que no pueden producirse premeditadamente. Por ejemplo, el sue?o o la erecci¨®n: cuanto m¨¢s esfuerzo voluntario se invierte para obtenerlos, menos se consigue, pues son hallazgos que s¨®lo se encuentran sin querer, suspendiendo toda voluntad de lograrlo. Y lo mismo sucede con el amor, el compromiso y la fe: emociones que, para ser sinceras, s¨®lo pueden emerger espont¨¢neamente. No puedes enamorarte del mejor partido que te convenga, igual que tampoco puedes convertirte al socialismo por mucha voluntad que pongas en ello. Aunque s¨ª puedes fingir que lo haces si quieres medrar: pero para que te convenzas debes creer en ello. Y la creencia, como la creatividad o la felicidad, son subproductos espont¨¢neos que ni siquiera pueden fingirse. Por eso apuntaba Ortega (seg¨²n Paz y Savater) que tener una buena idea es como tener una erecci¨®n.
Y si la propia felicidad s¨®lo puede lograrse sin querer, con la felicidad ajena sucede lo mismo, pero por partida doble (dado que son dos al menos las espontaneidades que deben ponerse rec¨ªprocamente en juego): s¨®lo se puede hacer felices a los dem¨¢s sin querer, pero nunca queriendo. Es lo que sucede con el amor a las parejas o a los amigos y con el amor a los hijos. Se puede querer a los hijos y se puede querer tenerlos. Pero no se puede hacerles felices (ni serlo nosotros) queriendo, pues educar a los hijos, en condiciones de modernidad, es una interacci¨®n rec¨ªproca que exige como conditio sine qua non la m¨¢s libre espontaneidad por ambas partes.
Por eso parece in¨²til, y hasta supersticioso, todo intento de encargar hijos felices o perfectos. As¨ª s¨®lo se consigue dotarlos de un sexo, un pedigr¨ª o un curr¨ªculo de dise?o. Pero la espontaneidad de tenerlos y quererlos, tratando de t¨² a t¨² con ellos, no puede encargarse a ning¨²n laboratorio. Tener buenos hijos es como tener buenas ideas y, para ello, no por mucho madrugar amanece m¨¢s temprano. Para que salga bien tener hijos hace falta no encargarlos en el m¨¢s perfecto dise?o (como si la cig¨¹e?a los trajese de Par¨ªs ya hechos y derechos), sino entregarse sin prejuicios al libre juego de relaci¨®n con ellos, arrostrando la incertidumbre de participar en el proceso de antemano imprevisible por el que se ir¨¢n haciendo espont¨¢neamente a s¨ª mismos.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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