Una edad de oro
Hay que imaginar a esa mujer, Josefina Carabias, una muchacha todav¨ªa, con veintid¨®s a?os o veintitr¨¦s reci¨¦n cumplidos, menuda y r¨¢pida, con el pelo corto, la falda a la altura de las rodillas, la boca peque?a y pintada de rojo y la cara empolvada, hay que imaginarla atravesando en taxi el Madrid de 1931, en busca de un personaje c¨¦lebre o de una noticia, con su figura fr¨¢gil y veloz, como de cine mudo, con su dinamismo de mujer reportera en un mundo cerrado de varones.,Mirando sus fotograf¨ªas, yo la imagino con la. menudencia vivaz de Charlot y al mismo tiempo con la energ¨ªa un tanto descarada de las mujeres periodistas en el cine americano de los a?os treinta, una Rosalind Russell igual de atrevida, pero mucho m¨¢s dulce, una entre la multitud espl¨¦ndida de mujeres que en ese tiempo se lanzaban a una intemperie masculina y laboral para trabajar en despachos, en aulas, en peri¨®dicos, para vindicar su derecho al voto, a la igualdad jur¨ªdica con los hombres. En 1933, Josefina Carabias es la cronista entusiasta de la primera campa?a electoral en la que las mujeres pueden votar y ser candidatas: habla de las estiradas damas tradicionalistas, con las mujeres del nacionalismo vasco, con la imponente Dolores Ib¨¢rruri, con las tenderas y las campesinas con las que se cruza en sus viajes. Quiere saberlo todo, escuchar a todo el mundo, estar en todas partes.
Lo mismo sube a una camioneta de guardias de Asalto que cruza Madrid a toda velocidad que se cuela una ma?ana en el despacho de don Fernando de. los R¨ªos, flamante ministro de Justicia de la nueva Rep¨²blica. Josefina Carabias tiene una prisa de automovilismo y reportaje moderno en revista gr¨¢fica, pero tambi¨¦n tiene una especie de candidez que le permite observarlo todo e interesarse por todo, y un arte supremo para escribir y contar, para lograr el tono nervioso de un di¨¢logo. Le mandan en su peri¨®dico que vaya a hacerle unas preguntas a don Ram¨®n del Valle-Incl¨¢n, y el reportaje no consiste s¨®lo en el di¨¢logo con el viejo escritor,. sino que empieza, con magn¨ªfico instinto, en el momento mismo en que a Carabias le hacen ese encargo, y contin¨²a con la narraci¨®n de la b¨²squeda de don Ram¨®n por los caf¨¦s de Madrid en los que habitualmente se le encuentra, y en los que ese d¨ªa no est¨¢: hay una excitaci¨®n de viajes de un lado a otro de la ciudad, un suspense de puerta cerrada en el rellano de una casa que imaginamos honda y oscura, con pelda?os de madera ¨¢spera, mientras la joven periodista aguarda a que alguien responda a su llamada y tal vez prepara el bloc y el l¨¢piz, y se toca nerviosamente el pelo, porque al fin y al cabo es muy joven y est¨¢ llamando a la puerta de un escritor viejo y mitol¨®gico, de lo que entonces se llamaba una gloria nacional.
Unos a?os m¨¢s tarde, en 1935, Josefina Carabias se presenta en casa de P¨ªo Baroja al d¨ªa siguiente de su primera sesi¨®n como acad¨¦mico. La casa, desde luego, es todav¨ªa la, de la calle Mendiz¨¢bal, que tan familiar nos resulta a los lectores de las memorias de Julio Caro Baroja, la casa del barrio de Arg¨¹elles que ser¨ªa destruida por los desastres y los bombardeos de la guerra. Carabias le pregunta a don P¨ªo si se sinti¨® c¨®modo con el frac que debi¨® ponerse para tomar posesi¨®n como acad¨¦mico. Baroja se echa a re¨ªr y le dice: "Pero si es que no dejan entrar de otra manera. Qu¨¦ m¨¢s hubiera querido yo que poder ir con esta boina que tengo puesta...".
Pero Josefina Carabias no s¨®lo escribe sobre gente c¨¦lebre. Cuenta lo que habla con cualquiera, lo que oye decir en la antesala de un ministro, tiene la audacia de hacerse contratar como camarera en el hotel Palace durante ocho d¨ªas para saber de primera mano c¨®mo es la vida de los que trabajan en los reinos oscuros de las escaleras de servicio: lleva ahora, en las fotograf¨ªas, uniforme negro, mandil blanco con bordados, una cofia, escucha lo mismo a los criados que a los hu¨¦spedes opulentos del hotel, adivinando la infinita complicaci¨®n del mundo que se encierra en ese edificio, la intensidad de experiencias que pueden encontrarse en cualquier lugar a condici¨®n de que se tengan los ojos muy abiertos, de que uno se decida a escuchar.
Hay muchos retratos memorables en las p¨¢ginas de ese libro, Cr¨®nicas de la Rep¨²blica, que es una antolog¨ªa de los reportajes que public¨® Josefina Carabias entre 1931 y 1936, pero de todos ellos a m¨ª casi el que m¨¢s me gusta es el de la propia autora. Me gusta mucho y a la vez me da una sensaci¨®n muy fuerte de melancol¨ªa, porque ese entusiasmo y esa claridad que ella revela en su escritura y en su actitud hacia las cosas no merecieron el ep¨ªlogo horrendo de una guerra civil, y menos a¨²n la eternidad est¨¦ril de una dictadura que s¨®lo termin¨® cuando a aquella muchacha de pelo corto y labios de carm¨ªn le quedaban apenas unos a?os de vida.
Su juventud y sus reportajes pertenecen a otra Espa?a: esa misma expresi¨®n, con toda su tristeza de esperanzas nunca cumplidas, la encuentro en el pr¨®logo de otro libro de periodismo excelente, La Edad de Oro, de Vicente Molina Foix, una serie de conversaciones y retratos de trece hombres y cinco mujeres que vienen aproximadamente del mismo mundo de libertad y renovaci¨®n al que perteneci¨® Josefina Carabias. Se me ocurre que, si hubiera vivido, Vicente Molina tambi¨¦n habr¨ªa conversado con ella, y habr¨ªa sabido retratar su presencia y el tono de sus palabras con la misma respetuosa atenci¨®n con que ha recogido los testimonios de esos dieciocho espa?oles que tienen una grandeza solitaria de supervivientes, unas vidas hechas en igual medida de talento y de infortunio, de coraje y fracaso.
Otra Espa?a, y tambi¨¦n otro periodismo, el de Josefina Carabias en el Madrid de los a?os treinta y el de Vicente Molina Foix en los finales del siglo, un periodismo transparente y preciso, hecho sin vanidad, sin rutina ni chapuza, en el que se escuchan voces y se cuentan vidas, en el que la instantaneidad no cede nunca a la confusi¨®n, en el que las palabras fluyen sin el veneno y la ro?a que algunos desalmados quieren hacer pasar ahora mismo por agudeza, incluso por genialidad. Leyendo a Josefina Carabias y a Vicente Molina Foix le queda a uno una melancol¨ªa id¨¦ntica y una misma convicci¨®n: que toda vida bien contada es memorable, que el mejor periodismo es una de las formas mejores de la literatura.
Babelia
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