El odio
Como el objetivo principal, casi ¨²nico, de la pol¨ªtica espa?ola es desde 1986, si no desde antes, el de nuestra integraci¨®n en Europa, parece razonable juzgar desde ¨¦l nuestra situaci¨®n y la acci¨®n de nuestros Gobiernos. La actual es sin duda buena en lo econ¨®mico, menos buena e incluso muy mala en lo pol¨ªtico, en el que nos amenazan males, bastante m¨¢s graves que el que resultar¨ªa de nuestra no incorporaci¨®n a la moneda ¨²nica, por grande que ¨¦ste sea.Incluso en la explotaci¨®n pol¨ªtica del ¨¦xito econ¨®mico se est¨¢n introduciendo algunos elementos de confusi¨®n que son, por decir lo menos, poco europeos. El reto de Maastricht no tiene nada que ver con una competici¨®n deportiva. El proyecto de dotar a Europa de una moneda ¨²nica es un proyecto com¨²n de los 15 Estados miembros y ninguno de ellos puede considerar como un triunfo propio estar mejor que los dem¨¢s. Celebrar la favorable evoluci¨®n del d¨¦ficit, la inflaci¨®n o la deuda en Espa?a, regode¨¢ndose en la ventaja que llevamos a otros, si tal ventaja existe, es pura y simplemente una estupidez. Nadie puede imaginar, supongo, que la moneda ¨²nica sea posible sin Alemania o Francia, pero, a juzgar por lo que se lee y se oye, parecen ser muchos los que se felicitan de que estemos gan¨¢ndole el partido a Italia. Ni hay competici¨®n alguna, ni ser¨ªa bueno para nosotros, sino muy malo, que Italia quedase fuera. La unificaci¨®n monetaria no es m¨¢s que un paso m¨¢s, aunque importante, en un camino que lleva hacia la homogeneizaci¨®n de las econom¨ªas y con ella, naturalmente, de los modos de vida, y el de los italianos es, sin duda, el m¨¢s semejante al nuestro. Quedamos sin nuestros aliados naturales en las muchas batallas que a¨²n tenemos por delante es un desastre; celebrarlo, pura insensatez.
De otra parte, y con eso paso a lo que m¨¢s importa, la construcci¨®n de Europa es obra de Estados. Ellos son sus art¨ªfices y sus beneficiarios. El camino escogido para llevarla a cabo, seguramente el ¨²nico posible, ha sido el de la unificaci¨®n de las econom¨ªas y es ¨¦ste el terreno en el que la cuesti¨®n se juega. Ello no debe hacer olvidar, sin embargo, que el supuesto imprescindible de todo el proceso, su condici¨®n inexcusable, es el e que los miembros de la Uni¨®n que se construye sean Estados fuertes, que aseguren con suficiencia los fines b¨¢sicos que dan al Estado su raz¨®n de ser y que los aseguran, adem¨¢s, en una forma determinada, como Estados constitucionales, en los que el respeto al derecho y a la democracia no son meras apariencias, formas vac¨ªas de contenido. Este es el punto de vista esencial para juzgar de nuestra suficiencia europea, y desde este punto de vista hay m¨¢s razones, me temo, para la preocupaci¨®n que para el alborozo.
La finalidad b¨¢sica del Estado, su objetivo primero, es, como dec¨ªa Montesquieu, el de se maintenir, es decir, el de evitar la anarqu¨ªa, el de asegurar el monopolio en el uso de la violencia dentro de su territorio, y para ello, naturalmente, garantizar un uso de ella que es aceptado como imparcial y justo, o cuando menos puede presentarse como tal. El debilitamiento del aparato judicial o de la confianza popular en ¨¦l es funesto para el Estado y en ¨¦l parecen empe?ados algunos de sus miembros. Las extravagancias del instructor que pone en cuesti¨®n p¨²blicamente la imparcialidad o la justicia del tribunal superior que corrige sus errores y la peripecia del ministerio fiscal que acabamos de vivir y que ojal¨¢ pueda darse pronto por terminada, no tienen otra explicaci¨®n. Una peripecia esta ¨²ltima, adem¨¢s, en la que la sorprendente actitud de los fiscales inexpugnables se ha visto agravada por los errores de otras instituciones. Del Gobierno, en primer lugar, que ha mantenido una actitud titubeante, cuando no complaciente, pero en ¨²ltimo t¨¦rmino, tambi¨¦n del Consejo General del Poder Judicial, que no ha encontrado mejor medio de encubrir sus divisiones internas que el de formular por unanimidad una reserva de dudosa pertinencia y cuyo ¨²nico efecto discernible, aparte de la dicha, es la de erosionar la autoridad de alguien que la necesitar¨ªa muy entera.
A estos motivos de preocupaci¨®n se suman, por desgracia, otros de los que en alguna medida todos somos culpables, pero en los que la mayor responsabilidad incumbe a los dos grandes partidos y en especial, quiz¨¢, al Gobierno.
A lo largo de los ¨²ltimos siglos, la sociedad espa?ola no ha destacado mucho en el comercio y la industria, pero hay un ¨¢mbito de actividad social en el que ocupa un lugar sobresaliente, quiz¨¢ el primero, al menos en Occidente. Como pueblo tenemos una excepcional y desgraciada capacidad para crear odio, acumularlo y satisfacerlo en la guerra civil. Tres de ellas en el siglo pasado y una especialmente espantosa en el presente, constituyen un r¨¦cord por el que ciertamente no podemos felicitarnos. Y a esa tarea de creaci¨®n y acumulaci¨®n de odio parece que queremos volver. La llamada crispaci¨®n no es m¨¢s que una manifestaci¨®n de odio contenido, la peor amenaza para cualquier sociedad, el mayor peligro para la nuestra. No s¨¦ cu¨¢les eran las cifras de nuestro d¨¦ficit p¨²blico o nuestra inflaci¨®n en 1935, pero fueran las que fueren, quiz¨¢ no malas, no estuvo seguramente en ellas el origen de lo que despu¨¦s vino, sino en el muy cierto super¨¢vit de odio.
El intento de indagar las causas del que ahora crece entre nosotros de se?alar culpas o responsabilidades en su incremento es tarea, sobre dif¨ªcil, sumamente arriesgada, pues, como es obvio, puede contribuir a hacer mayor el mal: los contendientes interpretar¨¢n inevitablemente lo que se diga como un ataque a la propia causa y un servicio a la ajena. Pese a ello, hay que acometerla, pues Espa?a es cosa de todos.
Decir que la causa primera del odio creciente est¨¢ en el choque de intereses econ¨®micos y de ambiciones de poder es caer en la banalidad. Es posible que si no existieran los unos y las otras no hubiera conflicto, pero ¨¦ste es un componente necesario de las sociedades vivas y el motor fundamental de su progreso. Por eso la civilizaci¨®n consiste, en gran medida, en la creaci¨®n de mecanismos destinados a impedir que el conflicto se traduzca en odio y la competencia en un combate en el que se persigue el exterminio del otro. Es en la debilidad que estos mecanismos tienen entre nosotros y en la despreocupada frivolidad con la que se est¨¢ en trance de destruir los que existen, en donde est¨¢ el origen inmediato de nuestro mal y es a ellos adonde hay que acudir para remediarlos.
El primero de esos mecanismos es, por supuesto, el del respeto a las formas, dif¨ªcilmente compatible con la desgraciada tendencia a la personalizaci¨®n de que adolece nuestra vida p¨²blica. Los objetos reales del odio son siempre las personas, no las ideas o las instituciones, y por eso la primera barrera que se puede oponer al odio es la de la impersonalizaci¨®n del adversario pol¨ªtico. Los debates en el Parlamento brit¨¢nico son frecuentemente de una dureza feroz, pero sus miembros no se dirigen unos a otros como personas f¨ªsicas, sino como titulares de una funci¨®n; no por sus nombres, sino por su condici¨®n de representantes de un determinado distrito. Es claro que, en raz¨®n de nuestro sistema electoral, no podr¨ªan nuestras Cortes adoptar esta pr¨¢ctica, que por lo dem¨¢s no s¨¦ hasta qu¨¦ punto se respeta siempre en la actual C¨¢mara de los Comunes, ni quiz¨¢ aunque la adoptaran tendr¨ªa eso mucha eficacia, pues no es aqu¨ª el debate en las Cortes, a diferencia de lo que en en la Gran Breta?a sucede, el centro de la vida pol¨ªtica. La nuestra se desarrolla sobre todo en los medios de comunicaci¨®n, y es en ellos en donde esta tendencia hacia la personalizaci¨®n se muestra triunfante. El brutal hallazgo del "felipismo" (ahora, como se sabe, "felipismo-polanquismo") como t¨¦rmino habitual para la designaci¨®n del adversario pol¨ªtico est¨¢ en el polo opuesto de aquella pr¨¢ctica civilizada y abre las compuertas del odio que en s¨ª misma expresa. Ayuda a extenderlo y avivarlo, aunque no lo origine.
Las ra¨ªces profundas del odio est¨¢n desde luego m¨¢s extendidas y es dif¨ªcil seguir el camino de todas sus ramas, identificar todas las barreras ya destruidas. Una importante es, creo, la falsificaci¨®n de la democracia que se origin¨® a partir del momento en el que se intent¨® identificar la responsabilidad pol¨ªtica con la penal, en la esperanza de poder escapar de aqu¨¦lla merced a la improbabilidad de que lograra demostrarse ¨¦sta. Lo malo para todos no est¨¢ en que quienes inicialmente se beneficiaron de esa falsificaci¨®n se hayan convertido ahora en sus v¨ªctimas, sino en que para conseguir este efecto, aquellos que inicialmente la combatieron se hayan transformado en sus m¨¢s fervientes defensores y pongan en los tribunales las esperanzas que, en cierta medida, defraudaron las urnas. La falsificaci¨®n inicial se incrementa ahora con el olvido de que, culpables o no penalmente de los delitos que se les imputan, la responsabilidad pol¨ªtica de quienes gobernaron hasta el a?o pasado ha sido condonada por el voto de quienes los eligieron, y de que al negarles ahora autoridad para la cr¨ªtica por el recuerdo de sus errores, se hiere directamente a los ciudadanos a quienes representan. Es decir, al cuerpo entero de los ciudadanos, aunque sin duda m¨¢s directamente a quienes les dieron su voto.
La fe depositada en los tribunales (a veces simplemente en los jueces de instrucci¨®n) como equivalentes modernos de la olvidada instituci¨®n del ostracismo (por muchas que sean, claro est¨¢, las diferencias que existen entre Felipe Gonz¨¢lez y Alcibiades), est¨¢ adem¨¢s en trance de hacer de ¨¦stos instrumentos habituales de la lucha pol¨ªtica., Una lucha que ya no tiene lugar entre adversarios, sino entre enemigos existenciales a los que no se trata de desplazar, sino que se procura destruir, aplastando para ello, si es necesario (e incluso si no lo es, pero puede parecerlo), cuanto pudiera servirles de apoyo. Y en la que la v¨ªctima final ser¨ªa por supuesto la democracia misma, que desaparece cuando la alternancia se hace imposible porque la derrota significa la destrucci¨®n.
No es probable que en el futuro inmediato los espa?oles volvamos a enzarzamos en una guerra civil. Ni aunque quisi¨¦ramos lo permitir¨ªan, cabe esperar, los pa¨ªses con los que hoy colaboramos en el proyecto com¨²n que centra todos nuestros esfuerzos. Estos se ver¨¢n condenados al fracaso, sin embargo, sean cuales fueren las magnitudes econ¨®micas, si seguimos por donde vamos. El fin inmediato de la integraci¨®n europea es sin duda el de la prosperidad com¨²n, pero a su vez ¨¦ste no es sino un medio para lograr que Europa siga siendo lo que idealmente es, y en ese modelo ideal de lo europeo no hay desde luego sitio para una sociedad cuya paz civil est¨¢ en peligro y cuya democracia tiene como ¨¢rbitros finales a los se?ores Amedo, Dom¨ªnguez y Perote.
Francisco Rubio Llorente es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional.
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