El deporte y el Estado
La prensa se alaba siempre de tener como ¨²nico principio deontol¨®gico el de servir al p¨²blico, pero nunca ha sabido o querido distinguir entre lo que es estar al servicio del "inter¨¦s p¨²blico" y lo que es estar al servicio del "inter¨¦s del p¨²blico". El "inter¨¦s del p¨²blico" se mide siempre como inter¨¦s por algo, o sea como deseo de enterarse de ello, y tiene, por lo tanto, car¨¢cter subjetivo. El "inter¨¦s p¨²blico" de algo es, en cambio, de ¨ªndole objetiva, y, por lo mismo, totalmente independiente del "inter¨¦s del p¨²blico" que llegue a concitar. De modo que el inter¨¦s del p¨²blico por algo puede no coincidir en absoluto con el inter¨¦s p¨²blico que tenga.?Cu¨¢ntos son, por ejemplo, los lectores de diarios o revistas que se interesan por las informaciones sobre la agricultura o los ferrocarriles, cosas de verdadero inter¨¦s p¨²blico, frente a los que, en cambio, literalmente devoran las m¨¢s banales minucias sobre el f¨²tbol o se muestran insaciables en su af¨¢n por enterarse de la ¨²ltima insignificancia sobre unos 300 o 400 personajes, por no decir "veraneantes", ya sean "f¨ªguras" del cine, del folclore, de los toros, del deporte, de la pasarela, de la alta costura o las altas finanzas, o simplemente "famosos" por su casa? Entre tanto, como queriendo emular la gran parada a todo color de fiestas, aventuras, embarazos, partos, cambios de pareja, esc¨¢ndalos, etc¨¦tera, de las revistas del coraz¨®n, con sus enormes cifras de tirada, el universo del f¨²tbol ha venido ampliando ¨²ltimamente su campo de noticias, extendi¨¦ndose a toda suerte de relaciones, amistades, enemistades, declaraciones, agravios o querellas entre los clubs, los directivos, los entrenadores, los jugadores y hasta los masajistas, relaciones que se han multiplicado y enrevesado hasta el extremo de parecer una parodia de pol¨ªtica, si es que no se han trocado realmente en pol¨ªtica, en la misma medida en que la propia pol¨ªtica se empe?a, desde su lado, en acentuar el parecido.
El solapado equ¨ªvoco que subyace a la m¨¢s arriba se?alada falta de distinci¨®n entre "inter¨¦s p¨²blico" e "inter¨¦s del p¨²blico" por parte de la prensa, tal como afecta a las revistas del coraz¨®n, de las que, por gigantescas que sean las cifras de tirada, dudo de, que alguien piense que se ocupan de asuntos de "inter¨¦s p¨²blico", puede hacerse rigurosamente extensivo a las revistas de deporte o a la secci¨®n que a ¨¦ste se reserva, hoy ya con recurrencia cotidiana, en los diarios. Ya la innegable evidencia de la muy acentuada distribuci¨®n entre hombres y mujeres en cuanto al inter¨¦s preferencial por los avatares del llamado coraz¨®n o por los ires y venires del bal¨®n es por s¨ª misma un argumento suficiente para excluir la posibilidad de considerar de "inter¨¦s p¨²blico" la informaci¨®n sobre el deporte -y aun el deporte mismo-, al igual que no lo es el contenido de las revistas del coraz¨®n; ser¨ªa inconcebible que la mera noci¨®n de "inter¨¦s p¨²blico" no implicase la exigencia de afectar indistintamente a toda clase de personas.
Pero, adem¨¢s, hablando en general, el inter¨¦s por cualquier cosa que sirva para entretener, que tenga un puro car¨¢cter de entretenimiento, de diversi¨®n, de juego, no puede ser m¨¢s que de inter¨¦s privado. La condici¨®n del juego comporta la exigencia de ser fin en s¨ª mismo, de consumirse en s¨ª mismo, sin consecuencia exterior de clase alguna. El juego, la diversi¨®n, el ocio, rechazan, por definici¨®n, cualquier car¨¢cter de "inter¨¦s p¨²blico", supuesto que son tales justamente en su absoluta indeterminaci¨®n, o sea en no poder concretarse m¨¢s que bajo la condici¨®n de la m¨¢s plena libertad de opci¨®n privada, que es tanto como decir que el ocio dejar¨¢ de ser ocio en el instante mismo en que sea concebido desde el orden de exigencias capaces de dar car¨¢cter p¨²blico a un inter¨¦s determinado. Eso es, por ejemplo, lo que pasa cuando el ocio es degradado a la triste condici¨®n funcional de "merecido descanso" del trabajo (y n¨®tese de paso el infame car¨¢cter ideol¨®gico que hermana entre s¨ª las frases hechas "merecido descanso", "sana alegr¨ªa" y "honesto esparcimiento") o fomentado en el sentido de instrumento del consumo. La instituci¨®n fascista dedicada a organizarles diversiones dominicales a los trabajadores o llevarlos de excursi¨®n se llamaba precisamente Dopolavoro. Tales intentos de capturar al ocio y reintegrarlo, en cierto modo, al seno del inter¨¦s p¨²blico vienen a ser, en el terreno de la econom¨ªa, el correlato de lo que, en el del Estado, supone proclamar de "inter¨¦s p¨²blico" el deporte.
Ni que decir tiene que no cabe considerar como "consecuencias exteriores" -seg¨²n se exigir¨ªa para hacer de inter¨¦s p¨²blico el deporte- las enormes satisfacciones o disgustos que el f¨²tbol puede dar a la gran multitud de los aficionados, ya que es cada individuo el que ha elegido con la m¨¢s absoluta libertad -o eso es al menos lo que se supone- el equipo en cuyas manos ha puesto el poder de darle satisfacciones o disgustos, o bien sumarse, en cambio, junto a la gran mayor¨ªa de las mujeres, a aquella minor¨ªa de varones que un poder semejante no est¨¢n dispuestos a d¨¢rselo ni al Sursum corda. La cuesti¨®n se suscita, sin embargo, en el momento en que se trata de un encuentro internacional: ?asciende entonces el f¨²tbol a la categor¨ªa de "inter¨¦s p¨²blico"? El Estado, y especialmente en su moderna concepci¨®n nacionalista, condenado a la delet¨¦rea servidumbre de la necesidad de "prestigio", ha erigido las victorias deportivas internacionales en t¨ªtulos de prestigio nacional tan valiosos como otros cualesquiera. Un inter¨¦s privado, como es el del deporte, por multitudinario que sea el "inter¨¦s del p¨²blico" que llegue a concitar, jam¨¢s podr¨¢ convertirse en "inter¨¦s p¨²blico", pero s¨ª, en cambio, en "inter¨¦s de Estado". Y en este punto conviene recordar que, a ra¨ªz de la tan funesta como bienintencionada ocurrencia del bar¨®n de Coubertin de resucitar las Olimpiadas como instrumento de paz entre los pueblos -olvid¨¢ndo-se, ?ay!, de que la historia jam¨¢s ha conocido ejemplo semejante de unos pueblos o Ciudades-Estado que, teni¨¦ndose por hermanos en el grado m¨¢s estrecho que cabe imaginar, se hayan odiado y peleado m¨¢s encarnizada y m¨¢s frecuentemente entre s¨ª que los Helenos-, los primeros Estados que tuvieron la clarividencia de advertir hasta qu¨¦ punto la tradici¨®n griega y romana del patrocinio estatal de los juegos ag¨®nicos de masas les ofrec¨ªa un fil¨®n de valor incalculable para el control, la domesticaci¨®n y hasta la sumisi¨®n m¨¢s entusiasta de las poblaciones nacionales no fueron otros que los de la Italia fascista y la Alemania nazi. No se trata, as¨ª pues, de que el deporte pasara de pronto a ser de "inter¨¦s p¨²blico" sino que, cosa bien distinta, se convirti¨® directamente en "inter¨¦s de Estado".
El car¨¢cter perverso del puro inter¨¦s de Estado en cuanto tal se manifiesta algunas veces en la aberrante relaci¨®n de equivalencias que el sistema monetario del "prestigio" puede llegar a establecer: cuando, tras la r¨¢pida sucesi¨®n de las cat¨¢strofes mortales de la discoteca de la calle de Alcal¨¢, del metro y del aeropuerto de Barajas, se produjo, casi enseguida, la victoria del Equipo Nacional sobre el de la Rep¨²blica de Malta en el estadio Villamar¨ªn, con el r¨ªdiculo por abultado tanteo de 12 a 1, al entonces presidente de gobierno no se le ocurri¨® cosa mejor que poner tal victoria deportiva en directa relaci¨®n compensatoria con las desgracias inmediatamente anteriores, como una ventura capaz de consolar, siquiera fuese en m¨ªnima medida, a la Naci¨®n de los desventurados sucesos que la hab¨ªan precedido. Comp¨¢rese semejante equivalencia con la de quien dijese: "Las epidemias se han llevado por delante casi toda la caba?a nacional, pero la cosecha de trigo ha sido absolutamente extraordinaria"; aqu¨ª, si bien es cierto que una dieta de hidratos de carbono no es lo mismo que una de prote¨ªnas, la conmutabilidad cobra sentido en el metabolismo de un animal omnivoro. Por el contrario, la conmensurabilidad, bajo el sistema de equivalencias del "prestigio", de una victoria del Equipo Nacional con sucesos que comportan resultados de muerte para las personas es una aberraci¨®n que s¨®lo cabe en la ol¨ªmpica perversidad abstractiva del "inter¨¦s de Estado".,
Pero el que el deporte ag¨®nico, en la repetitiva e ilimitada sucesi¨®n de sus propios e internos avatares (como, por ejemplo, los resultados de los partidos o la superaci¨®n por mil¨¦simas de segundo de cualquier marca de velocidad y de memez), no pueda ser considerado de inter¨¦s p¨²blico en modo alguno quiere decir que no lo sea la invasora y avasallante existencia del deporte como fen¨®meno social y especialmente la hipertrofia sin precedentes alcanzada por el f¨²tbol, con su alarmante poder de monotematizante y monomaniaticante demenciador de masas, y, por a?adidura, protegido y potenciado bajo el concepto de inter¨¦s de Estado. ?No vean ustedes c¨®mo me pusieron hasta los amigos una vez que se me ocurri¨® decir -aunque escudando lo unilateral de la afirmaci¨®n tras la advertencia "por decirlo en la jerga elemental y expeditiva de los estudiantes del 68"- que el deporte ag¨®nico de masas es intr¨ªnsecamente fascista!
Es cierto que -prescindiendo de la Antig¨¹edad grecorromana- la pasi¨®n agonista ya ten¨ªa en la Era Moderna sus juegos de competici¨®n propios de cada pueblo, pero fue s¨®lo a partir de la internacionalizaci¨®n incoada por la restauraci¨®n de los Juegos Ol¨ªmpicos cuando los Estados empezaron a interesarse por sus campeones. No obstante, tras la experiencia de la Italia fascista y la Alemania nazi, que descubrieron y explotaron el deporte ag¨®nico como un formidable instrumento pedag¨®gico para el m¨¢s fervoroso encuadramiento de las masas en la hybris ultranacionalista, extra?a que los Estados democr¨¢ticos no hayan dado en mirar con nueva suspicacia y reconsiderar con m¨¢s circunspecci¨®n el torvo potencial cong¨¦nito en el origen mismo del deporte ag¨®nico, sino que se hayan entregado sin reservas y hasta con entusiasmo acrecentado a su culto y a su dedicaci¨®n. En cierta parte, puede achacarse simplemente al hecho de que un Estado, por democr¨¢tico que sea no pierde las servidumbres del prestigio, y una vez inscrita entre los "prestigios obligados" la victoria deportiva, ning¨²n Estado puede permitirse renunciar a ella, y tanto menos si, como en la guerra fr¨ªa, era "apuntarse un tanto" para la democracia frente al totalitarismo.
Con todo, creo que hay otro factor m¨¢s profundo y relevante para que los Estados democr¨¢ticos fomenten el culto y el cultivo del deporte ag¨®nico de masas: su valor pedag¨®gico para la educaci¨®n moral y para las exigencias de adaptaci¨®n social que mejor se adec¨²an al liberalismo y a la econom¨ªa de mercado. Nuevamente nos ver¨ªamos, por tanto, aunque en otra variante, ante una cuesti¨®n de pedagog¨ªa social. Si el culto y ejercicio del puro antagonismo, vac¨ªo de todo sentido o contenido que no sea la victoria como un fin en s¨ª mismo, tal como es propio del deporte ag¨®nico, hac¨ªa de ¨¦ste la educaci¨®n id¨®nea para el nacionalismo nazi, en cuanto puro impulso de dominaci¨®n, y para la concepci¨®n de la pol¨ªtica, seg¨²n Carl Schmitt, como asunto "de amigos o enemigos", por otra parte, la mentalidad agonista (el predatory temperament del viejo maestro Veblen) que el deporte ense?a y alimenta ocupa un lugar central entre las capacidades que hacen triunfar al individuo en el mercado de libre competencia. Y hubo de ser precisamente el ABC el que, en su n¨²mero del 9-VII-96, nos se?alase esta segunda y admirable ejemplaridad educativa del deporte ag¨®nico, en un zigzag sobre Indur¨¢in del que entresaco estas palabras: "Dicen que el magn¨ªfico corredor navarro nunca ha sido del agrado del felipismo, en la medida en que aquel r¨¦gimen enfermizo arremet¨ªa siempre contra la excelencia individual, por lo que pod¨ªa representar de 'mal ejemplo' para sus conciudadanos y se dedicaba a incentivar ese 'motor de la historia' que es la 'envidia igualitaria', la mejor forma de que los pueblos terminen por no ir a ninguna parte y se agosten y consuman en su propia, inm¨®vil y sesteante mediocridad". Se olvidaba el autor de estas l¨ªneas de que los reg¨ªmenes de izquierdas han cuidado el deporte ag¨®nico de masas con no menos desvelo que los reg¨ªmenes fascistas y de que ni Fidel Castro tuvo el m¨ªnimo de decencia de retirar a sus atletas de los Juegos Ol¨ªmpicos de M¨¦xico tras la infame matanza de estudiantes de izquierdas en la Plaza Mayor, ?tan valiosas consideraba para el prestigio del Estado -pr¨¢cticamente coincidente con el suyo propio- las posibles medallas que los campeones cubanos llegasen a ganar! Comoquiera que sea, no deja de ser cierto que el liberalismo. puede encarecer los alt¨ªsimos valores del deporte ag¨®nico para las sociedades d¨¦ mercado libre, ilustr¨¢ndolos con toda su consabida retahila de virtudes: la voluntad de autoafirmaci¨®n y autorrealizaci¨®n, el af¨¢n de superaci¨®n, la aspiraci¨®n a la excelencia, el ardor competitivo, el amor por el trabajo, el esp¨ªritu de sacrificio, la impavidez y resistencia ante el esfuerzo y el dolor... todas ellas, en fin, puras y simples perversiones funcionales comunes a las culturas hel¨¦nica y cristiana o tomadas de la una o de la otra.
Siempre se me ha antojado bastante veros¨ªmil que el ensayo fascistoide El origen deportivo del Estado, fechado por Ortega 25 a?os despu¨¦s de la publicaci¨®n de la Theory of the Leisure Class, de Thornstein Veblen, bien podr¨ªa haber sido escrito expresamente contra ¨¦ste. Pues bien, fue justamente en esas p¨¢ginas de Ortega donde me enter¨¦ de que el nombre de la asc¨¦tica fue recogido por el Cristianismo de la palabra griega ask¨¦sis, que designaba los duros ejercicios de entrenamiento a que se somet¨ªan los gimnastas griegos para convertir sus cuerpos en instrumentos de victoria. Habr¨ªa, pues, un parentesco entre los gimnastas de la H¨¦lade y los "atletas de Cristo" o "de la Fe", confirmado, incluso, al parecer, por ciertas pr¨¢cticas de los primeros ascetas cristianos, eremitas o especialmente estilitas, que se desafiaban en competiciones, por ejemplo a ver qui¨¦n aguantaba m¨¢s tiempo en ayunas en lo alto de la columna, sin m¨¢s que el d¨ªa y la noche por techo y por amparo. Pero estas competiciones no son m¨¢s que una an¨¦cdota; subsiste la importante diferencia de que, mientras para el gimnasta griego el cuerpo tiene que ser cuidado, fortalecido y entrenado como instrumento especializado en la funci¨®n ag¨®nica, para el asceta cristiano es, en cambio, la "bestezuela" que tiene que ser macerada, lacerada y mortificada para mayor libertad de la vida del esp¨ªritu, dedicada exclusivamente a Dios. Sin embargo, lo capital es lo que queda de com¨²n: los apetitos de la carne y las pasiones del alma, "desordenados" por definici¨®n, tienen que ser doblegados y reprimidos como una despreciable chusma amotinada, hasta ser sometidos a la voluntad y al mando del capit¨¢n, ya sea el l¨®gos hegemonik¨®s de los helenos, ya sea la f¨¦rula de la santidad cristiana.
Ciertamente, en un principio, no ser¨ªan sino los fines de la dominaci¨®n lo que estaba tras el dominio de s¨ª mismo y el menosprecio de las debilidades del alma y de la carne; en la torva autocomplacencia del dominio de s¨ª mismo y del castigo de la propia carne estaban prefigurados los furores de la dominaci¨®n, as¨ª como hoy es esa mala pasi¨®n de la victoria lo que alimenta el "esp¨ªritu de sacrificio" de los deportistas. Y si la Iglesia misma se ha adherido, con sus bendiciones, al "esp¨ªritu ol¨ªmpico" de Atlanta (Alfa Omega, hoja diocesana semanal insertada en el Abc del 13-VII-96) es porque en la tan encarecida y admirada nobleza del "esp¨ªritu de sacrificio" del deportista, que somete su cuerpo, como si fuese su propio caballo de carreras, a todo el castigo y a todo el esfuerzo necesarios para llevarlo a la victoria, siente la grata satisfacci¨®n moral de adivinar el viejo parentesco que lo une con la sucia y rencorosa complacencia del flagelante que descarga contra su propio cuerpo todo el odio que le ha sido inculcado hacia los limpios goces de la carne y los c¨¢lidos ocios del amor.
"Y el pueblo, ?qu¨¦ dice ¨²ltimamente?", preguntaba uno en un chiste de Churny; y el otro le respond¨ªa: "Sigue diciendo lo de siempre: iGOOOOL!".
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