Que veinte a?os es mucho
Unos meses despu¨¦s de la muerte de Franco, no pocos observadores compart¨ªan el temor de que Espa?a, como escrib¨ªa Giovanni Sartori, pudiera volver a la senda por la que hab¨ªa entrado en los a?os treinta: un pluripartidismo extremo y polarizado que repitiera una ca¨®tica y breve experiencia de vida democr¨¢tica. En general, estos analistas segu¨ªan bajo el poderoso influjo del mito de las dos Espa?as, destinadas a la violencia y al exterminio del adversario: la guerra civil hab¨ªa fijado una imagen de atraso, falta de cultura c¨ªvica, extremismo, pasi¨®n y crueldad. Gerald Brenan pensaba en 1950 que Espa?a necesitaba vivir durante un largo tiempo bajo un r¨¦gimen autoritario y juzgaba como una ilusi¨®n muy peligrosa creer que la alternativa a Franco podr¨ªa ser una democracia parlamentaria. En 1975, nadie estaba seguro del comportamiento de los espa?oles una vez muerto Franco y muchos tem¨ªan sencillamente que volvieran a las andadas.No volvieron. En muy poco tiempo, y sin posibilidad de aprender la lecci¨®n de otras transiciones a la democracia desde reg¨ªmenes autoritarios, los espa?oles desmontaron pacif¨ªcamente los vetustos armatostes de la dictadura y pusieron en su lugar unas instituciones democr¨¢ticas en un proceso que provoc¨® gran sorpresa, primero, y multitud de an¨¢lisis, despu¨¦s. Entre ellos no han faltado los de quienes por no haber asistido a una revoluci¨®n en toda regla y a un ajuste de cuentas con el pasado, han tenido la democracia espa?ola como una democracia otorgada, como si presas del miedo, los espa?oles hubieran aceptado la continuidad pura y simple del r¨¦gimen franquista con un revoco de fachada y vivieran todav¨ªa hoy, m¨¢s que en una Espa?a democr¨¢tica, en una Espa?a post-franquista.
Ninguna de estas dos visiones -estallido de violencia, miedo a la libertad- hab¨ªa tomado en cuenta la profunda transformaci¨®n experimentada en la cultura pol¨ªtica de los espa?oles desde que en 1956 sali¨® a la calle la primera generaci¨®n de universitarios que no hab¨ªa tomado parte en la guerra civil y desde que en 1962 comenz¨® la movilizaci¨®n de una nueva clase obrera industrial reci¨¦n llegada a las ciudades. Aunque nadie supiera muy bien c¨®mo habr¨ªa de conducirse el proceso, al culminar el cambio social y moral iniciado en esos a?os, la mayor¨ªa de los espa?oles daba por descontado que el futuro pol¨ªtico de su pa¨ªs habr¨ªa de ser como era el presente de Europa.
Las primeras elecciones libres celebradas desde 1936 constituyeron la prueba irrefutable de ese supuesto. La convicci¨®n de que la historia de Espa?a deb¨ªa entenderse, como quer¨ªa Ortega, como la historia de una enfermedad se esfum¨® corro un mal sue?o desde aquel d¨ªa de junio de 1977. Y no porque las urnas dieran el triunfo a los dos partidos m¨¢s cercanos al centro y aventaran la sopa de siglas que a muchos hizo temer lo peor; sino porque triunfaron pol¨ªticos j¨®venes y porque los votos obtenidos por sus respectivos partidos les forzaron a entenderse. Adolfo Su¨¢rez y Felipe Gonz¨¢lez simbolizaban, con su atuendo y con su piel sin marcas del pasado, la muerte del gran padre que hab¨ªa cultivado durante cuarenta a?os eI mito de la diferencia espa?ola; pero su triunfo, indiscutible aunque insuficiente, les exig¨ªa abrir un proceso constituyente en el que por la fuerza de las cosas deb¨ªa acondicionarse un lugar para todos.
Muri¨® el padre, pero los hermanos, que no se conoc¨ªan, se vieron obligados a entenderse: ah¨ª radica la fuerza del acontecimiento fundacional de la nueva democracia espe?ola. Cada cual habr¨¢ realizado de aquella experiencia el balance que sus intereses y emociones le aconsejen. Pero una cosa es clara: veinte a?os han pasado desde entonces y una generaci¨®n entera de espa?oles puede mirar hacia atr¨¢s sin ira y andar por Europa como quien no sale de casa. Y eso, tenida en cuenta toda nuestra historia, es bastante m¨¢s que nada; es mucho.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.