Emoci¨®n compartida
Empieza a resultar aburrido repetirlo de nuevo, pero parece que es inevitable. Las naciones no son realidades naturales, sino creaciones hist¨®rico-culturales. Y su existencia no se basa en factores "objetivos", como la raza o la lengua, sino en algo subjetivo, en el sentimiento compartido por p arte de un conjunto de individuos de proclamar una identidad com¨²n y en el deseo subsiguiente de constituirse en entidad pol¨ªtica aut¨®noma y de controlar de forma exclusiva el territorio en que viven. Dicho de manera m¨¢s simple: las naciones lo son en la medida en que una parte de la humanidad se cree "naci¨®n", desea serlo y proclama serlo. Y como las creencias, los deseos y los sentimientos evolucionan, las naciones -en contra de lo que creen los nacionalistas, por supuesto- no son "eternas": por el contrario, se hacen y deshacen constantemente.En este hacerse y deshacerse, podr¨ªan se?alarse muchas fechas cruciales (todas ellas, eso s¨ª, relativamente recientes). En el caso franc¨¦s, por poner un ejemplo, fue aquel invierno de 1792-1793, cuando el joven r¨¦gimen revolucionario se encontraba asediado por la guerra civil interna, promovida por los defensores del antiguo r¨¦gimen, y por la invasi¨®n de una decena de ej¨¦rcitos enviados por los d¨¦spotas vecinos. Se recurri¨® entonces a un nuevo tipo de ret¨®rica para movilizar a la poblaci¨®n: una mezcla del discurso racionalista ilustrado -el progreso contra la "reacci¨®n feudal"-, del romanticismo que por entonces apuntaba -recu¨¦rdese La Marsellesa- y de viejo lenguaje religioso -la consagraci¨®n del "Pueblo" como entidad poco menos que divina en su omnipotencia e infalibilidad pol¨ªticas. El invento pro, pagado por los enviados de la Convenci¨®n tuvo ¨¦xito. A corto plazo, moviliz¨® a la "naci¨®n en armas", de tan enorme eficacia militar y pol¨ªtica. A la larga, reforz¨® con la nueva legitimidad revolucionaria el sentimiento de pertenecer a una colectividad llamada "Francia", alimentado hasta entonces por creencias tales como el privilegio de ser la "hija mayor de la Iglesia" o las supuestas virtudes taumat¨²rgicas, de sus monarcas ungidos por el Esp¨ªritu Santo. Y se inici¨® as¨ª el proceso que acabar¨ªa por desmontar y fundir las viejas culturas y unidades pol¨ªticas procedentes del mundo medieval -Breta?a, Gascu?a, Borgo?a...- en una creaci¨®n nueva, aunque mantuviera el viejo nombre de Francia. Millones de individuos se han sentido a partir de entonces "franceses", orgullosos de participar en una cultura respetada universalmente (que hayan le¨ªdo o no a Moli¨¨re importa poco) y convencidos de cargar con la misi¨®n redentora de liberar a otros pueblos de sus cadenas. Con el transcurso del tiempo, tales creencias y emociones ha tenido, evidentemente, que renovarse y lo hicieron en algunos momentos de manera dolorosa y autocr¨ªtica, como en 1870, al verse derrotados por la Prusia de Bismarck, lo que dio origen a tantas cavilaciones sobre la inferioridad de las razas latinas. Otras, de manera triunfal, aunque tambi¨¦n dolorosa,como en 1918, cuando se volvieron las tomas contra los alemanes y se llenaron las calles y plazas con largas listas de nombres de los muertos por la patria, esta vez victoriosa. O en 1945, cuando otra confrontaci¨®n muy compleja se simplific¨® en t¨¦rminos nacionalistas como una nueva invasi¨®n del vecino teut¨®n contra la ue Francia, personificada por De Gaulle y la resistencia interna, se hab¨ªa levantado heroica y un¨¢nimemente. No era as¨ª. Entre 939 y 1945 en Francia hab¨ªa pasado de todo, desde la vergonzosa colaboraci¨®n de los comunistas con los nazis durante los dos primeros anos de la guerra hasta el sincero apoyo de buena parte de la opini¨®n conservadora a P¨¦tain, versi¨®n francesa del nacional-catolicismo. Pero no es la "realidad" hist¨®rica lo que importa en este terreno, sino las versiones de la misma que los individuos interiorizan y con la que se identifican y emocionan. Y la emoci¨®n y el sentimiento de identidad se renovaron y reforzaron espectacularmente en las m¨²sicas y los abrazos enfebrecidos de aquel Par¨ªs primaveral del que hu¨ªan los nazis.
No muy distintas hab¨ªan sido las emociones que sirvieron de base a la identidad alemana, ya desde la invasi¨®n napole¨®nica, fecha en la que puede datarse el inicio del proceso de unificaci¨®n de lo que nunca hab¨ªa sido un Estado. Ni las de "Italia", otra realidad pol¨ªtica creada en el siglo XIX, a partir de mitos inspirados en algo tan remoto como el pasado imperial romano, fundidos con modernos impulsos progresistas y anticlericales. E incluso las de la Gran Breta?a, donde se mezcl¨® el orgullo de los viejos privilegios ingleses contra el absolutismo real con los nuevos laureles imperiales consolidados tras la derrota de Napole¨®n en el siglo XIX y reavivados en el XX con las dos victorias sobre Alemania (s¨®lo posibles gracias al apoyo norteamericano). En definitiva, a partir de momentos de alta emocionalidad se crearon entes pol¨ªticos que siempre ten¨ªan mucho de nuevo, incluso aquellos que perpetuaban el nombre de monarqu¨ªas existentes desde finales de la Edad Media. En todos fue necesario refundar lo recibido del paso pormedio de procesos traum¨¢ticos,en los que la emoci¨®n compartida hizo sentirse a los individuos fundidos en colectividades que es trascend¨ªan.
Espa?a, otra monarqu¨ªa cuya estabilidad de fronteras era comparable a las m¨¢s antiguas y cuya heterogeneidad interna tampoco era sustancialmente distinta a las dem¨¢s (todas, en definitiva, formadas por la acumulaci¨®n, gracias a guerras y alianzas matrimoniales, de reinos con costumbres y privilegios diferentes), pareci¨® iniciar el proceso de la modernidad con otra emoci¨®n colectiva semejante a la alemana o a la inglesa: la resistencia contra la invasi¨®n napole¨®nica. Se acept¨® entonces una versi¨®n de aquellos hechos seg¨²n la cual la reacci¨®n hab¨ªa sido un¨¢nime -salvo unos cuantos "afrancesados" y que era el "pueblo espa?ol" el que la hab¨ªa protagonizado. La naci¨®n, por tanto, exist¨ªa. La mayor¨ªa, incluso, se atrevi¨® a remontar su existencia hasta Numancia y Sagunto, lo que equival¨ªa a proclamarla "eterna". Era un error, desde luego. Exist¨ªa el Estado, el marco pol¨ªtico, e incluso en ese terreno podr¨ªa discutirse mucho la profundidad de su incidencia en la vida social interna y su eficacia como actor internacional. Pero era dudoso que existiese una naci¨®n, un conjunto de sentimientos compartidos colectivamente. Y, sobre todo, los lazos de las uniones pol¨ªticas, como los de las amorosas, no pueden darse por supuesto: han de ser renovados con alguna efusi¨®n de cuando en cuando. Y en Espa?a no ha vuelto a haber emociones semejantes a la de 1808-1814 en los casi 200 a?os transcurridos desde entonces: en lo internacional, se ha vivido en el aislamiento, un aislamiento no basado en la voluntad de paz y abstenci¨®n, como el suizo, sino en un sentimiento de impotencia. Y en lo interno, donde sin duda han sobrado las explosiones de pasi¨®n colectiva, no han sido en forma de confrontaciones, de di visi¨®n ante la irrupci¨®n de la modernidad: guerras civiles que de jaban secuelas de odios y venganzas, revoluciones y cambios de r¨¦gimen cuya legitimidad no re conoc¨ªa buena parte de la opini¨®n. En 1898, una guerra colonial perdida provoc¨® al fin una intensa emoci¨®n colectiva, pero tan autocr¨ªtica y conmiserativa ("somos un desastre") que s¨®lo pod¨ªa generar reacciones modernizadoras, complicadas y resentidas, del estilo de las que surgieron en Alemania tras la Primera Guerra Mundial. En 1936, de
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nuevo, terribles emociones sacudieron hasta el ¨²ltimo rinc¨®n del, pa¨ªs, pero una vez m¨¢s se orientaron hacia la aniquilaci¨®n del. adversario pol¨ªtico en vez de hacia la fusi¨®n colectiva. Y, dijera, lo que dijera la propaganda oficial, ¨¦sa ser¨ªa la actitud mantenida por la dictadura subsiguiente a lo largo de casi 40 a?os.
Muerto el dictador, todo parec¨ªa inesperadamente sencillo. Eran tan grandes la frustraci¨®n y, las ganas de acceder a la "normalidad" de una Europa idealizada, que se derroch¨® buena voluntad por parte de todos para superar cualquier tentaci¨®n de recaer en las divisiones y la inestabilidad. Se ha creado as¨ª un r¨¦gimen basado en un cierto vac¨ªo de creencias y valores colectivos, en un considerable grado de confusi¨®n.Todo el mundo autoritario que se hundi¨® con la dictadura no ha sido reemplazado s¨®lidamente todav¨ªa hoy, y el "todo vale" ocupa m¨¢s espacio del que debe r¨ªa (un vac¨ªo moral, que explica algo de las escandalosas conductas de los ¨²ltimos a?os). Por el momento, sin embargo, y salvo sobresaltos espor¨¢dicos, el artilugio funciona, y vamos creando poco a poco normas de convivencia a la vez que nos habituamos -y eso es lo mejor- a la negociaci¨®n en vez de a la con frontaci¨®n. Queda, as¨ª, el fur¨²nculo de ETA. ETA y el radicalismo abertzale han seguido provocando, hasta ayer mismo, hasta conseguir estas manifestaciones masivas simult¨¢neas en pr¨¢cticamente todas las ciudades del pa¨ªs. En pocos d¨ªas, han salido a la calle varios millones, bastantes millones, de personas, en orden, emocionados, levantando manos desarmadas en silencio o coreando consignas nada agresivas: paz, libertad, aceptaci¨®n expresa de la diversidad cultural, repulsa del terror... Es, sencillamente, un fen¨®meno nunca visto en la historia de Espa?a, y de particular importancia por la juventud de muchos de los participantes. Es sobre ese tipo de emociones compartidas como se construyen las naciones. Ser¨ªa curioso que ETA hubiera impulsado un reforzamiento del sentimiento de uni¨®n entre los espa?oles duradero para una o dos generaciones.
Hay un n¨²mero creciente de gente a quienes no nos gustan, en general, los nacionalismos. Preferir¨ªamos que los individuos -¨²nica "realidad", si tan peligroso t¨¦rmino tuviera alg¨²n sentido en estas cuestiones- fueran capaces de enfrentarse con la vida a pecho descubierto, asumiendo su finitud, sin necesidad de c¨®modos anclajes en entes trascendentales y su complejidad cultural (buscando, incluso, complicarla m¨¢s a trav¨¦s del contacto con otras culturas, en vez de defender obsesivamente la m¨¢s peque?a y cercana). Pero si ha de haber elementos emocionales en la base de la legitimidad pol¨ªtica, mejor ser¨¢ que sean como los que hemos visto aflorar estos d¨ªas: sentimientos no basados ya en cruzadas xen¨®fobas, ni religiosas, ni en limpiezas de sangre o superioridades raciales, ni en folclorismos taurinos u orientalistas, ni en esos heroicos gudaris tan dispuestos a derramar su sangre -l¨¦ase: dispuestos a matar- como aquel engendro "mitad monje, mitad soldado" de la Falange. La emoci¨®n colectiva se basa ahora nada menos que en el pacifismo y el respeto a los derechos constitucionales. Ir¨®nicamente, a lo mejor habr¨¢ que agradecerle a ETA y su entorno este importante paso adelante en la construcci¨®n de un nacionalismo espa?ol c¨ªvico y democr¨¢tico.
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