Un brote de buena comedia
Para quien no ande al tanto de la letra peque?a del mundillo del cine, el nombre de Griffin Dunne le sonara a m¨²sica celestial, a no ser que haga memoria y lo identifique como el rostro del protagonista de aquella loca, inquietante, divertida y negr¨ªsima madrugada neoyorquina que Martin Scorsese titul¨® After hours y aqu¨ª no se sabe qu¨¦ eminencia tradujo ?Jo, qu¨¦ noche!Medio desaparecido durante a?os del escaparate, Dunne renace en Adictos al amor, y lo hace como director de una comedia que no va a borrar la memoria de La fiera de mi ni?a pero que, aunque no atraviesa la l¨ªnea de sombra y alcanza la plenitud, es un trabajo la comedia requiere m¨¢s dominio de la exactitud detr¨¢s de una c¨¢mara que ning¨²n otro g¨¦nero- que crea esperanza, pues hay en ¨¦l eso tan f¨¢cil de ver y tan dif¨ªcil de decir que llamamos olfato, preludio de talento que hace moverse a esta pel¨ªcula, junto a cojeras, en vivas r¨¢fagas de acierto.
Adictos al amor
Direcci¨®n: Griffin Dunne. Gui¨®n: Robert Gordon. Estados Unidos, 1997. Int¨¦rpretes: Meg Ryan, Matthew Broderick. Madrid: P. de la M¨²sica, Acte¨®n, Cartago, Cid Campeador, Aluche, Novedades, Amaya, Minicine, Albufera y Luna (en V. 0. S.).
El primer acierto est¨¢ en la astucia de su idea argumental, que es de la estirpe del huevo de Col¨®n: tiene aspecto de obvia, pero esto suele pasar ante toda buena ocurrencia c¨®mica, una vez que se ha visto. El h¨¢bil encarrilamiento del -m¨¢s que aceptable, pero sin embargo inferior a la viv¨ªsima idea motora: representaci¨®n dentro de una representaci¨®n y combinaci¨®n entre sexo ejercido y sexo mirado- gui¨®n, del tambi¨¦n novato Robert Gordon, es el segundo acierto.
Los novatos Dunne y Gordon no se comportan siempre (aunque a ratos s¨ª) como tales en el desarrollo de la estupenda ocurrencia. Muestran esquinas de buena malicia y dominio no ingenuo de la ingenuidad. Y tambi¨¦n de sentido de la gradualidad -una buena comedia debe ofrecer dos o tres giros en su desarrollo, que sepan a comienzos o recomienzos del tinglado- en el crescendo imprescindible para que el juego funcione y tire del hilo de atenci¨®n del espectador at¨¢ndole a la butaca.
A veces este hilo adelgaza y, para no romperse, Dunne y Gordon lo destensan con cuquer¨ªa. Pero hay que ser Preston Sturges, Billy Wilder, Mitchel Leisen o Woody Allen para que tal flaqueza no ocurra. Dunne y Gordon est¨¢n dotados para alcanzar lo impecable, y aqu¨ª lo rozan. Y les ayuda mucho Meg Ryan, gran actriz de personajes peque?os, que suele optar por lo f¨¢cil y por lo que se sabe al dedillo, pero que aqu¨ª se asoma a algunas dificultades y escapa de ellas con la misma soltura que de las simploner¨ªas.
Mueve Meg Ryan las superficies (casi no tiene otra cosa, salvo algunos quiebros hacia el fondo) de su juego con much¨ªsima destreza y encanto. Por desgracia, esta admirable actriz (que suele actuar por debajo de sus enormes posibilidades) no tiene la r¨¦plica que necesita -lo que desequilibra la composici¨®n- en la indefinici¨®n de Matthew Broderick, que parece algo acoquinado y subordinado en exceso a la iniciativa gestual de su espejo femenino, de modo que acaba, sin buscarlo, aceptando la funci¨®n de muleta de su rencorosa chica c¨®mplice, luego airada chica oponente y, finalmente, dulce chica enamoradora, como mandan los c¨¢nones.
Babelia
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