El Papa y la Francia laica
Cuando el jefe de una religi¨®n mayoritaria en Europa se desplaza al pa¨ªs m¨¢s laico de Europa, no hay que extra?arse de que surjan problemas, ya sean reales o imaginarios. Cuando, adem¨¢s, se trata del Papa que m¨¢s interviene y el m¨¢s prestigioso; de un prelado que considera su misi¨®n apost¨®lica como algo mucho m¨¢s importante que su responsabilidad como jefe de un peque?o Estado; dicho de otro modo, desde el momento en que Juan Pablo II decide que m¨¢s que el heredero de san Pedro va a ser el heredero de san Pablo, esto se convierte en una segunda raz¨®n para no sorprenderse por la emoci¨®n suscitada.Por ¨²ltimo, este hombre, Karol Wojtyla, tiene un destino excepcional que, al menos desde hace dos a?os, parece que puede terminarse de repente en cualquier momento. Esto frena cualquier eventual violencia de las cr¨ªticas. Su pasado como miembro de la resistencia polaca, su firmeza para, sin perder un solo instante, denunciar las barbaries del materialismo capitalista (nada m¨¢s acabar la lucha contra el salvajismo bolchevique) y, por ¨²ltimo, su obstinaci¨®n para no dejar que ning¨²n lugar en el mundo ignore su presencia, su palabra, su fe: todo esto impone el amor de sus seguidores, la consideraci¨®n de sus rivales y la relativa inhibici¨®n de sus enemigos m¨¢s encarnizados.
La Francia laica tiende, en lo que a este hombre excepcional se refiere, tan pronto a la admiraci¨®n como a un respeto indulgente. Se podr¨¢ considerar extra?o en un pa¨ªs tan visceralmente laico. Pero, a todas las razones que ya he citado, hay que a?adir que en la mentalidad francesa ya hab¨ªa tenido lugar un gran cambio. Porque ya hubo otro gran jefe de la Iglesia cat¨®lica, apost¨®lica y romana.
Este otro Papa fue Juan XXIII, cuyo papel fue inmenso, sin el cual no habr¨ªa tenido lugar un Vaticano II, es decir, el concilio m¨¢s revolucionario desde aquel que, en el siglo XIX, desemboc¨® en el c¨¦lebre y funesto Syllabus. Sin Juan XXIII y el Vaticano II, la Iglesia cat¨®lica estar¨ªa marcada por el sello de la culpabilidad y la Iglesia cat¨®lica francesa constituir¨ªa un freno para la unidad nacional. Gracias a Juan XXIII ya no podemos decir a los cat¨®licos franceses que no se han retractado de la acusaci¨®n de deicidio formulada contra los jud¨ªos y que provoc¨® tantas persecuciones. Ahora bien, en una entrevista, Juan Pablo II me dijo con tanta solemnidad como insistencia que hac¨ªa suya toda la herencia de Juan XXIII, no s¨®lo como Papa, sino como simple cristiano.
?Es suficiente? Bastar¨ªa que este vicario no fuera tan mayor, tuviera menos proyecci¨®n, menos mensaje, para que la reacci¨®n laica de los franceses, siempre dispuesta a renacer y resurgir, constituyera un obst¨¢culo diplom¨¢tico y sentimental.
Por lo tanto, son estas condiciones, muy especiales, las que juegan en favor de Juan Pablo II, a pesar de la verdadera provocaci¨®n que supone el modo reiterado en que denuncia no s¨®lo, por desgracia, el aborto, sino la contracepci¨®n, incluso en los pa¨ªses donde la mortalidad infantil no parece crear a Dios, que es amor, el menor problema.
Para los franceses, ¨¦sta es la situaci¨®n de la Iglesia. ?Y c¨®mo est¨¢ el laicismo? Ahora es necesario hacer un poco de historia porque tiene su importancia. La palabra "laico" todav¨ªa tiene en la mente de los franceses un eco que es desconocido en otros pa¨ªses. La mayor¨ªa de los franceses est¨¢n convencidos de que deben esta "excepci¨®n republicana" a ?mile Combes (apodado el padrecito Combes), que fue presidente del Consejo (de Ministros) cuando ?mile Loubet era presidente de la Rep¨²blica. En efecto, fue ?mile Combes quien presidi¨® de 1902 a 1905 la separaci¨®n de la Iglesia y del Estado.
Pero las relaciones entre la Iglesia de Roma y el Estado franc¨¦s han estado jalonadas por importantes conflictos. Uno de ellos concluy¨® con el Concordato de 1516 entre Le¨®n X y Francisco I. Francia se somet¨ªa pero era proclamada "hija primog¨¦nita de la Iglesia". Luis XIV nunca accedi¨® a una limitaci¨®n de su poder. Preguntaba a Bossuet, su preceptor, c¨®mo el poder de un monarca de derecho divino pod¨ªa estar limitado por cualquiera. La respuesta fue que el monarca s¨®lo tiene una parte del Esp¨ªritu Santo mientras que el vicario de Cristo lo tiene todo.
Napole¨®n, por su. parte, impuso a P¨ªo VII un Concordato en el que el catolicismo s¨®lo era definido como la religi¨®n de la mayor¨ªa de los franceses. A partir de entonces, la vigilancia de los cultos se convirti¨® en institucional y fue confiada -todav¨ªa hoy lo sigue siendo- al Ministerio del Interior. En realidad, el laicismo, en su actual acepci¨®n, data de la Convenci¨®n Termidoriana de 1795, que estableci¨® la libertad de culto, y de la Constituci¨®n Civil del Clero, que impuso a los sacerdotes un juramento de lealtad a la Rep¨²blica.
Estas dos ideas son fundamentales y tenemos que recordarlas en nuestro debate de hoy. M¨¢s que denunciar el arca¨ªsmo del padrecito Combe, hay que acordarse del acto revolucionario de la Convenci¨®n Termidoriana. El laicismo forma parte de la Revoluci¨®n, por tanto es un elemento constitutivo de la historia de Francia. Por otro lado, la exigencia de prestar juramento subrayaba que los laicos de aquella ¨¦poca no ten¨ªan ninguna confianza en la lealtad de los prelados hacia el nuevo r¨¦gimen. Todo separaba, opon¨ªa y convert¨ªa en antagonistas a la Revoluci¨®n y a la Iglesia. Los miembros de la Iglesia, para ser fieles a s¨ª mismos, s¨®lo pod¨ªan ser unos traidores en potencia en la mente de los partidarios de la Convenci¨®n. Dicho de otro modo, entre la Iglesia, la Monarqu¨ªa de derecho divino y la nobleza, exist¨ªa una armon¨ªa que era la de la antimodernidad, tal y como fue desarrollada en el Syllabus.
Hemos visto que la Iglesia, al tener que enfrentarse a los laicos, es decir, a quienes quieren convertir la religi¨®n en un asunto privado, tuvo que vencer la resistencia de los Estados (galicanismo, anglicanismo, etc¨¦tera). Ya entonces la Iglesia era infalible; la Iglesia pero no el Papa. La Iglesia estaba "casada con Cristo". Y el jefe de la Iglesia, ?puede ser el vicario de Cristo? Algunos pr¨ªncipes de Oriente lo decretaron haci¨¦ndose llamar Pontifex maximus". Sabemos que, en relaci¨®n con la infalibilidad del Papa, la Iglesia romana se opone a todas las dem¨¢s Iglesias cristianas, ortodoxa o reformada. Pero hoy vemos claramente que el papa Juan Pablo II conserva la nostalgia de la autoridad que le hubiera permitido imponer a toda la cristiandad su concepci¨®n apasionada de la fe aunque, record¨¦moslo, la infalibilidad de la que disfruta nunca ha sido utilizada para cuestiones como la del aborto.
Hoy, ?de qu¨¦ se trata? La Iglesia ya no es el enemigo: se ha adherido a la Rep¨²blica. El laicismo ya no es el anticlericalismo, al contrario, protege la libertad de culto y la pluralidad de las religiones. Sin embargo, la separaci¨®n de la Iglesia y del Estado debe conducir a no conceder ni subvenciones ni privilegios, ni a la religi¨®n mayoritaria ni a la de las minor¨ªas que se vuelven importantes.
En cambio, es cierto que el Estado republicano tiene el derecho de preocuparse por el contenido de tal o cual mensaje, cuando es difundido por hombres con un carisma excepcional y durante reuniones que pueden traer a la memoria recuerdos de la ¨¦poca de la "violaci¨®n de las masas y del mundo del espect¨¢culo. Este mensajero y este mensaje responden a unas expectativas: la juventud necesita otros h¨¦roes diferentes los del mundo del espect¨¢culo del deporte y valores diferentes a los de la econom¨ªa de mercado. Raz¨®n de m¨¢s para per manecer vigilantes ante las posibles ambig¨¹edades insidiosas de un regreso camuflado del orden moral.
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