El toro, al fin
El cuarto toro era una preciosidad; el quinto, un gal¨¢n. Toros de semejante trap¨ªo son los que complacen a los buenos aficionados. Y su comportamiento tambi¨¦n, pues ambos sacaron casta, que por a?adidura result¨® noble; pelearon con las plazas montadas y no se cayeron ni nada. Es decir: el toro. El toro al fin, en la Feria de Bilbao.?Es tan dif¨ªcil que salga el toro?
Hay un dato revelador: en cuanto se han ido las figuras ha aparecido el toro en el ruedo bilba¨ªno. Luego quiz¨¢ la soluci¨®n sea que no vengan las figuras. La verdad es que no hacen ninguna falta. La funci¨®n transcurri¨® interesante, bien distinta al desesperante aburrimiento de d¨ªas anteriores. Y hubo emoci¨®n. Y los toreros llamados segundones dieron los mismos pases o incluso mejores que las figuras.
Cebada / Tato, Liria
Toros de Jos¨¦ Cebada Gago, con trap¨ªo -tres primeros terciados-, desiguales de comportamiento aunque encastados en general; 4? y 5? excelentes.El Tato: bajonazo, rueda de peones y descabello (silencio); pinchazo, estocada ladeada y rueda de peones (pitos); estocada ca¨ªda y rueda vertiginosa de peones (oreja). Pep¨ªn Liria: dos pinchazos, media estocada baja y descabello (silencio); pinchazo y estocada (oreja); estocada ca¨ªda (oreja). Plaza de Vista Alegre, 23 de agosto. 8? corrida de feria. Tres cuartos de entrada.
El toro... Sale el toro y la fiesta renace de sus cenizas. Sin toro la fiesta no es nada; si acaso, una parodia soez, una burla. Con el toro, todo tiene importancia, cobran m¨¦rito las cuadrillas, la lidia se convierte en un espect¨¢culo de primer orden, el toreo recupera su grandeza.
No quiere decir que el toreo sea siempre perfecto y bello cuando hay un toro en plaza. La calidad del toreo es distinta cuesti¨®n. Depende de quien lo practique. Los dos diestros que despacharon mano a mano esta corrida de Cebada Gago no estuvieron finos, precisamente, en la interpretaci¨®n de las suertes. Voluntariosos, sin duda que s¨ª; inspirados para recrear con exquisitez estil¨ªstica las reglas del arte, bastante menos.
El Tato, sin ir m¨¢s lejos, dio en practicar un toreo deportivo y fren¨¦tico. El Tato hizo dos faenas crispadas, sin aguante ni reuni¨®n, en las que moli¨® a sus respectivos toros a derechazos y, de paso, moli¨® al p¨²blico. Si los derechazos fueran de producci¨®n limitada (por ejemplo como los centollos) acaba en esas dos faenas con las existencias y deja a los pegapases a dos velas.
No habr¨ªa estado mal, por cierto. Llega El Tato a esquilmar la cosecha de derechazos y la afici¨®n le invita a cenar, servidor pone el vino, en los postres se le entrega una placa conmemorativa pagada a escote, los aficionados de vocaci¨®n rapsoda le recitan poemas. Lamentablemente los derechazos son como los pimientos del piquillo; esa solan¨¢cea profusa e inagotable, que aparece en todos los platos, da igual si es de fundamento, de guarnici¨®n o de matute.
La tercera faena de muleta de El Tato remiti¨® en derechazos -?loado sea el Se?or!- en tanto ced¨ªa protagonismo a los naturales. Y si bien citaba al magn¨ªfico toro -un ejemplar de impresionante arboladura- fuera de cacho y tumbado, y embarcaba con el pico, y lo hac¨ªa sin elegancia ni arbitrio de sentires art¨ªsticos, la novedad merec¨ªa premio y lo tuvo: una oreja.
Pep¨ªn Liria ofreci¨® cuanto da de s¨ª, que no es poco. Pep¨ªn Liria, torero honrado donde los haya, atesora pundonor y lo entrega con generosidad ilimitada. Si Pep¨ªn Liria a?adiera a su ardiente coraz¨®n alma de artista, ser¨ªa un torero de ¨¦poca.
Tore¨® Liria esforzado y ce?ido sin importarle atropellar la raz¨®n. Valent¨ªsimo en el segundo, le aguant¨® las embestidas inciertas y libr¨® sin estremecerse los derrotes que le tiraba al revolverse. Al sexto le recet¨® una voluntariosa y alborotada faena, que le vali¨® una oreja. Al mejor toro de la tarde, que hizo cuarto, lo recibi¨® con tres largas cambiadas y lo mulete¨® despu¨¦s de rodillas y de pie con indudable valent¨ªa, provocando el entusiasmo sincero del p¨²blico.
Ahora bien, no siempre la voluntariosa entrega de los toreros coincide con la correcta aplicaci¨®n de las reglas del arte. El caso se dio en la lidia de ese cuarto toro, cuya casta brava probablemente habr¨ªa dado mejor juego si Pep¨ªn Liria no lo hubiera destemplado tanto.
El toro, un colorao capirote de admirable estampa y preciosa capa, largo y vareado, sin excesivo peso, remat¨® en tablas de salida y el desarrollo de su codiciosa bravura le cost¨® recibir un puyazo salvaje de mil cariocas que le propin¨® el incivil picador. Pero no se vino abajo. Antes al contrario, se recreci¨® al castigo y embisti¨® con sostenida nobleza hasta rendir la vida. Era un toro de casta, evidentemente. El toro, al fin. El verdadero, el que reclama la afici¨®n y la fiesta exige. El toro que rara vez aparece en los ruedos pues las figuras -he aqu¨ª la otra cara de la realidad- no lo quieren ver ni en pintura.
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