Temple y coraz¨®n valiente
Decenas de hombres garantizan con su valor la tranquilidad de los madrile?os frente al fuego
"El riesgo crea en todos nosotros un estr¨¦s tan fuerte que, hasta que no atacamos el fuego, no comenzamos a calmarnos". Mientras muchos ciudadanos consumen la noche veraniega al calor de una cerveza helada en cualquiera de las mil terrazas 'que la ciudad abre al entrar la Luna, ellos, los bomberos de Madrid, la pasan instalados en la tensi¨®n, a la espera del rugido traicionero del fuego, del humo sofocante que asfixia, del calor bestial que mata.Estamos en el parque de bomberos de la calle Imperial, 8, a un paso de la plaza Mayor. Es el cuartel general operativo de los doce parques que la ciudad alberga. Una angosta puerta fianqueada por dos bancadas permite descubrir la reluciente chapa roja y las sirenas amarillas de las autobombas all¨ª estacionadas. Siempre a punto.
Afuera, un grupo de bomberos sentados en los bancos de piedra aguarda bien despierto el timbrazo que se?ala una salida, con sus trajes oscuros y sus botas fuertes que pisan un suelo acharolado por los cubos de agua con, los que, incesantemente, se procuran el frescor en la noche.
Musculosos y viriles, los bomberos intentan enhebrar una conversaci¨®n; - ensayan bromas, buscan distraerse del drama que, con certeza, les aguarda otra vez esta noche de mil formas disfrazado. La velada m¨¢s tranquila les har¨¢ saltar al menos diez veces hacia sus veh¨ªculos, las sirenas desplegadas, con el coraz¨®n latiendo apresuradamente. "Cada salida te llena de preocupaci¨®n y de angustia, sobre todo si sabes que hay personas en peligro, quiz¨¢ ni?os o ancianos". Habla Miguel Castro, de 45 a?os, casado y padre de dos ni?as, hoy oficial de guardia. Es el responsable de asignar recursos humanos, 180 hombres y t¨¦cnicos, 120 veh¨ªculos, dispuestos en los parques de bomberos de Madrid para combatir el fuego y los desastres que puedan sobrevenir en la ciudad.?l canaliza todas las llamadas que se reciben en el tel¨¦fono 080. Tambi¨¦n se desplaza al lugar del fuego si lo considera necesario. "No s¨®lo directrices, tambi¨¦n hay que dar ¨¢nimo. Yo tambi¨¦n lo busco y lo encuentro en mis hombres, sobre todo en Rufino, un veterano con muchos centenares de horas de fuego a sus espaldas. Cuando viene conmigo, su presencia me tranquiliza", reconoce.
"Miedo, lo que se dice miedo ' al fuego, no; yo dir¨ªa m¨¢s bien respeto, pero no s¨®lo por el fuego; tambi¨¦n por el calor, hasta 400 grados, por el humo que silenciosamente te ahoga; por la oscuridad y el p¨¢nico que en la poblaci¨®n los incendios desatan". Aplomo es la receta. Su herramienta, el coraje, bien sazonado por mil conocimientos de ingenier¨ªa, arquitectura t¨¦cnica, soldadura, fontaner¨ªa, alba?iler¨ªa, canter¨ªa... que su profesi¨®n les exige y que, laboriosamente, aplican con disciplina y m¨¦todo.
A la espalda de Miguel Castro, en su despacho de la primera planta, tres tel¨¦fonos: uno rojo, conectado con la central de bomberos de la M-30, en Conde de Casal, y dos blancos, uno del propio parque y otro exterior. Los timbrazos se suceden sin tregua. Se desenvuelve con br¨ªo: "Mandad una autobomba del parque nueve al fuego de Fuencarral", exige con firmeza. Tres timbrazos m¨¢s. "Os enviamos un veh¨ªculo a la calle de San Marcos".
Es inmediato. Suena una se?al de. alarma dentro del parque de Imperial. El juego inocente de los bomberos de los bancos de la puerta se ve desbaratado al instante. Ocho hombres cruzan la puerta a bordo de un coche. Su sirena se pierde aullando entre las calles.
Tardan en regresar.
Quince minutos despu¨¦s, jadeante, comparece Rosendo, cabo fornido, aspecto combatiente, que acaba de regresar de aquel foco. Dibuja una sonrisa e informa: "Hemos llegado a tiempo. Todos a salvo. Tarea cumplida, oficial".
Cuando los madrile?os disfrutan m¨¢s apaciblemente, de la noche estival, bajo la Luna de agosto, ellos, los bomberos de Madrid y de la Comunidad, suelen hallarse en completa oscuridad, dentro de un un edificio reci¨¦n incendiado tentando los paramentos con la parte anterior de las manos, para ver el calor acumulado. A veces tambi¨¦n cunde entre ellos el desconcierto; su consuelo suele ser entonces otra mano, la de un compa?ero, que les apoya y les gu¨ªa. "Es maravilloso saber que entre todos somos capaces de asegurar la tranquilidad de los dem¨¢s... Y abrazar a los hijos cuando la guardia acaba".
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