Psicoan¨¢lisis global
Los brit¨¢nicos, fascinados y confundidos, elevan a Diana a un altar tecnicolor desde una fe que mezcla amor, dolor, cinismo y voluptuosidad
Ante el palacio real de Buckingham, ante el de Kensington donde resid¨ªa Diana o ante los muros de Saint James Palace, donde ahora yace su cuerpo, los ciudadanos o feligreses no s¨®lo depositan ramos de rosas, lirios y crisantemos, sino tambi¨¦n osos de peluche, estampas de la dorada princesa, globos de colores y much¨ªsimas cartas de amor. "Ain't no woman alive can take your place" ("Ninguna mujer viva puede ocupar tu lugar"), dice, entre el barullo de flores, una cartulina azul que firma Efisabeth.La muerte engrandece y singulariza a todos pero no parece, en la monumental densidad del luto que domina a la ciudad de Londres, que nadie hubiera concentrado mayor legi¨®n de embobados y devotos como esta mujer que empez¨® pareciendo t¨ªmida, desgalichada y aburrida; y sin nada, por tanto, que hacer por aqu¨ª. Ahora, no obstante, se tiene la impresi¨®n contemplando al gent¨ªo contrito, de que pocos podr¨ªan haber hecho nada mejor y de manera tan encantadora. Lo que para los descre¨ªdos pasar¨ªa por una banalidad, para los feligreses, fascinados por su sensibilidad hacia los pobres y los vulgares, roza la santidad misma.
En los medios de comunicaci¨®n brit¨¢nicos se ha empezado a hablar, entre bromas, tropos y creencias, de una Santa Diana y, probablemente, nada se parece m¨¢s al aroma que rodea este culto que la atufante influencia postmortem de la santidad. En la noche del domingo, a la noticia de que el cuerpo de Diana estaba en Londres, las calles respondieron con una marea de coches y peatones que pugnaban en un s¨®lido silencio por acercarse al palacio de Kensington. A esas horas, los grandes hoteles de la ciudad ten¨ªan sus habitaciones ocupadas de ricos y fervorosos forasteros atra¨ªdos a un centro sagrado, y todas las radios y las emisoras de televisi¨®n levantaban a la vez un espacio chapado de la figura, el rostro, la voz y la memoria de Lady Di del que ser¨ªa imposible escapar.
Este ahogo, entre el da?o y la voluptuosidad del dolor, ha continuado ayer cuaj¨¢ndose de ramos y esquelas, espont¨¢neos y locutores de luto, toneladas de informaci¨®n desdichada, lamentos de magnitud internacional. Con este cargamento de extraodinaria infelicidad se inaugura una semana incomparable; una semana magn¨ªfica de la historia gr¨¢fica de la humanidad. Y todo por una mujer que empez¨® sin saber ponerse derecha en las recepciones, sin acertar a sonre¨ªr sin torcer el tronco y que, vista de cerca o escuchada en directo, no sobrepasaba la categor¨ªa de una muchacha de perfil vulgar.
?Vulgar? El vestido, los collares, los peinados Lady Di. Casi cualquier cosa de la princesa Di, desde hace unos diez a?os, pas¨® a convertirse en una referencia de alto grado. Y en progresi¨®n creciente. De hecho, no pocas j¨®venes y mujeres del planeta hab¨ªan trascendido su modelo en paradigma y su porte en estandarte, antes incluso de que el martirio en coche le mejorara la naturaleza.
Una maestra norteamericana, a la que le ha sorprendido el acontecimiento en sus vacaciones londinenses, explicaba que en su pa¨ªs, Estados Unidos de Am¨¦rica, la princesa muerta era un vivo ejemplo de lo que significa, en realidad, la vida. Su historia p¨²blica empez¨® -seg¨²n Florence, la maestra- como un perfecto cuento de hadas donde su boda con un pr¨ªncipe colmaba los sue?os rom¨¢nticos de cualquier chica. Los hechos democr¨¢ticos, sin embargo, vinieron a proclamar que la felicidad en el amor, en la familia o en el sexo, no se garantiza con los sellos de la realeza. Todo lo contrario. Lady Di ser¨ªa una v¨ªctima inconfundible del anacronismo de la corona.
Hac¨ªa estos comentarios Florence frente a la alta puerta principal del palacio de Kensington a cuyo pie se distingu¨ªa, echado sobre las ofrendas, un libro de Lucy Butler titulado The fairy tale princess donde, con un rotulador negro, hab¨ªan garabateado "Why did it end as a horror story?" ("?Por qu¨¦ -aquel cuento de hadas- ha terminado como una historia de terror?") ?Por qu¨¦? Para los ingleses ¨¦stas son jornadas de horror aut¨¦ntico, de primera clase. Los ingleses sienten en esta tragedia algo mucho m¨¢s importante que el resto del mundo y asisten a su teatralizaci¨®n con una incomparable consternaci¨®n individual. Diana era, dentro de la larga infelicidad del temperamento ingl¨¦s -el pueblo fisiol¨®gicamente m¨¢s amargado de Europa-, lo que procuraba una cucharada de luz. Un tecnicolor que ayud¨® en los ¨²ltimos a?os a mejorar la pintura interior y exterior del Reino Unido. Con la muerte de Lady Di ahora, y una vez explotadas las exequias, no s¨®lo van a perder clientes las revistas del coraz¨®n, va a perder curiosos Gran Breta?a. Al lado de las andanzas de Diana, de sus desventuras, sus joyas, sus mechas, sus pamelas, sus "joggins", el resto de la casa real es par¨¢lisis y niebla. Hasta el tercer mundo, Bosnia, los desamparados, los enfermos y los mutilados a los que visitaba van a perder oportunidades de ser filmados para la televisi¨®n. Y la televisi¨®n lo es todo. La muerte de Lady Di elevada hasta el cielo por los media discurre, como su vida, en los ¨¢mbitos del universo medi¨¢tico. En ese cosmos se ha comportado como una estrella y como una estrella ha sido tambi¨¦n absorbida en un agujero negro. "The light have gone out in Paris, the City of Lights... and we are all left in darkness", ("La luz se fue en Par¨ªs, la Ciudad de las Luces... y nos hemos quedado a oscuras) se le¨ªa en un pasqu¨ªn de la corriente popular. Pero queda adem¨¢s, aparte de esa corriente amorosa, la corriente pol¨ªtica que descarga esta muerte, tan cargada de electricidad que el funeral ser¨¢ dise?ado en un alarde de compromisos como nunca antes se ha conocido en la historia brit¨¢nica del protocolo.
Y no faltan razones patentes para que la casa real junto al Gobierno procuren comportarse con tino. En las calles, en los gestos de los transe¨²ntes, en los trazos que dibuja el desplazamiento de las masas, desde un palacio a otro, se lee el mensaje de la poblaci¨®n.
A Diana se la trataba ben¨¦volamente como la "Princesa de los Corazones", un apelativo para la vida fr¨ªvola o ef¨ªmera. Pero ahora una vez muerta y venerada multitudinariamente se la invoca como "la Princesa del Pueblo", un apelativo para la trascendencia y la literatura de la eternidad.
Como en el Romeo y Julieta de Shakespeare los dos amantes mueren juntos en el fondo de una cripta, confundidos y casi simult¨¢neamente. Pero tambi¨¦n, como en Macbeth, una ondeante oscuridad de multitudes se mueve fantasmal y amenazante alrededor del castillo. En paralelo, hoy, alrededor del palacio de Buckingham, donde reside la corona, las gentes dejan sus flores reivindicando la condici¨®n superior de Diana. Pero, adem¨¢s, en Saint James Palace o en Kensington se acumula una fuerza popular que ense?a su adhesi¨®n a Diana. En una parte porque Diana es de consumo popular, ha sido guisada y condimentada al gusto del pueblo, y en otra parte, decisiva, porque a partir de sus sufrimientos, sus desmayos, sus conatos de suicidio, sus depresiones o su bulimia, se fue haciendo casi real viniendo, como ven¨ªa, desde la realeza.
La figura impalpable, propia de los papeles, las fotos o los videos que fue Lady Di ha cobrado mucho peso con la esencia de la muerte. Ahora, en Londres, a pesar de. la serena y emp¨ªrica cultura anglosajona, a pesar incluso del cinismo bru?ido a lo largo de mil decepciones a trav¨¦s del siglo, la gente tiende a ver una Evita en una mujer rubia.
Los medios de comunicaci¨®n mundiales hacen resonar la muerte de la princesa de Gales con el caracter¨ªstico estruendo que acompa?a al mito. En Inglaterra el sonido es, sin embargo, distinto. Lo que en el planeta fue, ante todo, un patrimonio de las revistas del coraz¨®n es en Gran Breta?a, para muchos (para muchas) un patrimonio del coraz¨®n. Sin calibrar de qu¨¦ honda manera el personaje de Diana ha ingresado en las emociones de las mujeres brit¨¢nicas (y de muchos hombres) no se entender¨ªa el largo conflicto psicoanal¨ªtico de este pa¨ªs. Pero, a la vez, constatada desde Atenas a San Francisco, desde Tokio a Madrid, la conmoci¨®n en torno a la mujer rubia, el mundo entero har¨ªa bien en aceptar una terapia de grupo para ingresar con otra cordura en el siglo por venir.
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