Una paliza austriaca y un 'conradicidio'
La suerte cinematogr¨¢fica de la literatura de Joseph Conrad tiene un lado parad¨®jico casi pintoresco: ¨²nicamente los dos cineastas que se han atrevido a traicionar sin miramientos la composici¨®n de sus relatos han sido realmente fieles a su literatura.Cuando Richard Brooks y Andrejz Wajda filmaron sus adaptaciones a la pantalla de Lord Jim y La l¨ªnea de sombra, quisieron conservar meticulosamente los rasgos esenciales del orden, el tempo y la armaz¨®n de estas singulares cumbres de la narrativa literaria moderna, y el resultado fueron dos cad¨¢veres cinematogr¨¢ficos. Perfumados, vistosos, pero cad¨¢veres. No hay mejores ilustraciones que estas dos pel¨ªculas al viejo dicho de que hay amores que matan, porque intentar ser fiel en una pantalla a la elocuencia de una p¨¢gina de Conrad equivale a dejarle mudo.
Por el contrario, Alfred Hitchcock en Enviado especial y Francis Coppola en Apocalypse now hicieron -respectivamente, con el relato de igual t¨ªtulo y con El coraz¨®n de las tinieblas- exactamente lo contrario: reordenaron, cambiaron, alteraron, quitaron y pusieron, y el genio de Conrad no s¨®lo se mantuvo intacto sino que dio alas a ¨¦stas sus infieles recreaciones en im¨¢genes.
La cosa que Mark Peploe -guionista brit¨¢nico que se ha pasado hace unos a?os a la direcci¨®n- acaba de hacer con otra de las maravillas sint¨¦ticas de este formidable escritor, Victoria, no s¨®lo reanuda aquel tiro por la culata, el de los cineastas traidores por fidelidad, sino que lo multiplica y da lugar a un conradicidio en toda la regla.
Intraducible
A grandes rasgos, el esquema del relato es conservado en esta pel¨ªcula tal como lo compuso Conrad, pero la voz apesadumbrada de ¨¦ste, lo que hay de intraducible e inimitable en el susurro hondo y libre de su narraci¨®n, ha sido expulsado a patadas de la pantalla, que as¨ª queda desierta o, peor a¨²n, poblada por el espectro de una escritura hu¨¦rfana de escritor.
Un mal d¨ªa el de ayer en San Sebasti¨¢n. Sobre la sed de leer a Conrad que dej¨® la imposibilidad de verlo en Victoria, se agolparon las mareantes vueltas y revueltas que el austriaco Andreas Gruber nos hizo dar en el itinerario de la desdichada protagonista de Die Schuld der Liebe en busca del lado oscuro de la identidad de su padre muerto y, por consiguiente, de una luz para la oscuridad de la suya propia, ciertamente muy escasa. Las ganas de huir del cine, atracar una librer¨ªa, llevarse de ella un libro de Conrad, el que sea, y escapar de una vez de aquella paliza de cine quieto e in¨²til, se convirtieron en una urgencia cl¨ªnica colectiva, en la que las ¨²nicas v¨ªctimas con nombre propio fueron las maravillosas actrices francesas Irene Jacob y Sandrine Bonnaire, las encargadas de hacer a pie esos dos intransitables caminos a ninguna parte.
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