Esa mirada que escucha
A Emilio Lled¨®,en su 70? cumplea?os
Hay un miedo que todo aquel que escribe (sobre lo que sea) no tiene forma de eludir. No le queda m¨¢s remedio que tenerlo porque es un miedo constituyente: es la forma en que se le aparece a la propia conciencia la voluntad de ser lenguaje, la condici¨®n de posibilidad de la propia escritura. Me refiero al miedo a que la reci¨¦n escrita sea la ¨²ltima palabra, a que enmudezca definitivamente la voz oculta y generosa que nos animaba a proseguir por los sendros del texto, nos marcaba el ritmo de lo por decir, nos se?alaba la deriva para el discurso. El miedo, si se prefiere formularlo as¨ª, a ser ocupados por el silencio, a quedar de pronto, como la m¨ªtica ciudad de Palmira, fuera de todas las rutas, convertidos en ruinas los textos que nacieron del entusiasmo, amarilleando las ideas que en el instante de emerger nos hicieron sentir completamente nuevos, reblandecidas las intuiciones que pose¨ªan la tersura y la tensi¨®n de lo reci¨¦n descubierto.
Contra este miedo no hay m¨¢s que un ant¨ªdoto: la esperanza en la palabra ajena. Por que al final de la propia palabra, en su desembocadura, no est¨¢ el silencio, sino la palabra del otro, un otro que es instituido como tal otro por nuestra atenci¨®n. De ah¨ª que s¨®lo escuche bien aquel que sabe, y que sea esa permanente capacidad de escuchar la que le convierte en m¨¢s sabio. No se considere esto como doctrina, sino como pura descripci¨®n. La descripci¨®n de una experiencia que habr¨¢ de resultar familiar, por identificable, para muchos. Para todos aquellos que en alg¨²n momento de su vida han coincidido, en las aulas o fuera de ellas, con Emilio Lled¨®. Y ya que nuestra sociedad tiene la costumbre -o la man¨ªa- de convertir los n¨²meros en ocasi¨®n para la celebraci¨®n y el recuento, con m¨¢s raz¨®n nos habr¨¢ de ser permitida una evocaci¨®n con otro acento, una consideraci¨®n definitivamente vencida del lado de la memoria.
La importancia de Lled¨® en el panorama del pensamiento espa?ol de las ¨²ltimas d¨¦cadas podr¨ªa sin dificultad cifrarse en sus textos, en los textos a los que ha dado lugar, en las m¨²ltiples l¨ªneas de investigaci¨®n que ha propiciado o en las estimulantes iniciativas que ha emprendido en todos los lugares por los que ha pasado, pero una relaci¨®n as¨ª, siendo v¨¢lida, omitir¨ªa algo sustancial, pasar¨ªa de largo ante el rasgo que se impone con m¨¢s intensidad a quien lo ha conocido, a quien ha podido contemplar de cerca la manera en que desarrollaba su quehacer filos¨®fico.
Si aceptamos, como a menudo se dice, que lo que define a la filosof¨ªa es el hecho de que da que pensar, habremos de acordar a continuaci¨®n que filos¨®fo s¨®lo puede ser quien nos da que pensar, esto es, quien reabre una y otra vez, con amorosa y complaciente crueldad, la herida nunca del todo cerrada de la curiosidad, del asombro ante cuanto ocurre. Frente a la autosatisfecha e inane erudici¨®n (de ordinario un fin en s¨ª misma), igual que frente a la inconsistente pirotecnia de tantos ensayismos (con frecuencia mero medio para un fin desechable), el pensador cabal, el fil¨®sofo de verdad, persevera en la inagotable tarea de interrogar al mundo, renueva el encargo, recibido de sus mayores, de intentar elaborar las nuevas preguntas -aquellas cuya respuesta libera sentido, va tornando en inteligible lo que hay y lo que pasa-.
A esta tarea, tan dif¨ªcil como necesaria, se ha aplicado siempre con singular entusiasmo Emilio Lled¨®. Nada m¨¢s f¨¢cil en estos tiempos que el desencanto, el abandono o la renuncia: desde casi todas partes parece invit¨¢rsenos a ello. Ha triunfado el reseco. resabio del calculador, de quien es incapaz de interpretar cuanto sucede bajo otra clave que la de la concepci¨®n conspirativa de las cosas. Lled¨® nos ha regalado con su trayectoria una ense?anza que muchos se resisten a aceptar por una simple raz¨®n: porque no la pueden comprender. Con su actividad permanente Lled¨® ha testimoniado algo que con demasiada frecuencia se olvida, a saber, que sin el nervio de la ilusi¨®n, sin la necesaria dosis de amor por las ideas y de generosidad hacia las personas, el pensamiento, y tras ¨¦l cualquier otra intensidad genuina,se agostan.
Pero la tarea, hemos dicho, es tambi¨¦n necesaria. El rechazo a que la herencia recibida quede en manos de realistas astutos o desenga?ados no se basa en motivaciones ¨¦ticas o est¨¦ticas, sino que apunta al coraz¨®n del conocimiento. Aquel que s¨®lo sabe de s¨ª - termina desconoci¨¦ndose, de la misma manera que aquel que todo lo subordina a su inter¨¦s acaba atrapado en la pegajosa red de sus estrategias (cuando no perdido en el laberinto de sus ambiciones). Acomodarse al mundo, plegarse a sus designios, es el peor camino para conocerlo. Por eso, apelar al amor o a la amistad, proponerlos como condici¨®n de posibilidad para el discurso filos¨®fico no son consideraciones ret¨®ricas o grandilocuentes, apelaciones -en ¨¦pocas de dureza- a un discurso humanista blando. S¨®lo puede pensar eso el que no ha conocido, en un sentido un poco fuerte, la experiencia del otro, el que ha sido fagocitado por su propio c¨¢lculo.
No se trata, desde luego, de sugerir o propiciar una imagen t¨®pica de la figura de Lled¨®, de deslizarse hacia el clich¨¦, tan eficaz por reiterado, de una bonhom¨ªa vacua, de una disponibilidad sin criterio. Siempre he recelado de quienes presumen de ser amigos de todo el mundo y, desde luego, he preferido no creerlo cuando era un amigo el que alardeaba de ello. He tendido a pensar que bajo esa forma de hablar, de autodescribirse, lo que se ocultaba en realidad, era una estrategia, un modo de relacionarse con los otros, en el que se primaba lo oblicuo sobre lo vertical, en el que se rehu¨ªa -por la raz¨®n que fuera- el topetazo frontal. Es ¨¦sta una interpretaci¨®n discutible, sin duda, pero intuyo que preferible a otras. Porque no s¨®lo es que, no se pueda ser amigo de todo el mundo, sino que probablemente no se debe ser amigo de seg¨²n qui¨¦n.
De otra manera es como se debe entender el rastro de afectos y de reconocimientos que ha ido dejando Emilio Lled¨® por todos los lugares por los que ha pasado: como el efecto necesario, casi inevitable, de su modo de hacer filosof¨ªa. El pensamiento de los fil¨®sofos griegos, el futuro de la Universidad, la naturaleza del lenguaje o las texturas de lo hist¨®rico han sido para ¨¦l mucho m¨¢s que objetos te¨®ricos que despertaran su inter¨¦s. 'Han sido los espacios imaginarios en los que encontrarse con otros hombres -con sus contempor¨¢neos y con quienes le precedieron en el uso de la palabra y de la vida- A ese di¨¢logo Lled¨® ha acudido aportando un profundo -y doble-convencimiento. De una parte, el de que la lectura, o el encuentro con la palabra ajena en general, no es una opci¨®n, sino un destino. El conocimiento no es un refugio en el que esconderse, ni la verdad un arma para silenciar al interlocutor. No podemos hacer caso a quien comienza a hablar dici¨¦ndonos "mira, no te llames a enga?o... ": o nos est¨¢ proponiendo alguna complicidad inconfesable o est¨¢ intentando justificar su incapacidad para aceptar cualquier raz¨®n distinta a la suya. El conocimiento es un afluyente de la vida, y para enriquecer su caudal fue creado. Si alg¨²n deber le cumple al fil¨®sofo es el de ser capaz de reconocer, para atesorarlas, esas raras situaciones en las que la certeza lo ilumina todo, en las que la verdad aparece como un sentimiento, como una evidencia m¨¢s intensa que el propio mundo,
Y de otra parte est¨¢ el convencimiento de que la palabra est¨¦ril no es palabra aut¨¦ntica. Hay pruebas: la memoria de otras voces es el signo inequ¨ªvoco de que fuimos fecundados -por ellas. A menudo se dice de un superviviente (por ejemplo, de una cat¨¢strofe a¨¦rea) que "se salv¨® para contarlo". Contiene la expresi¨®n una ambig¨¹edad reveladora: tanto se puede entender -lo m¨¢s habitual- en el sentido de que s¨®lo por el hecho de haber escapado puede contarlo, como en el de que la motivaci¨®n que hizo al superviviente salir de all¨ª fue la voluntad de contar lo que hab¨ªa visto. Pues bien, acaso en esto se deje resumir la lecci¨®n mayor de Emilio Lled¨®. Tal vez sea que no hay otra forma de salvaci¨®n que la que pasa a trav¨¦s de la palabra. 0 quiz¨¢ sea que el relato y la escucha de la experiencia humana constituyen el ¨²nico lugar en el que vale la pena vivir.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.