Simones y taxis
A¨²n alcanza la memoria infantil -con las ansias de la nostalgia, Se?or, ese tiempo de la ni?ez que nunca analizamos- el coche de caballos, como derrotada alternativa de los primeros taxis madrile?os, negros, feos, petardeantes, de dos tarifas, seg¨²n la gente que cupiera, y algo as¨ª como 25 y 40 c¨¦ntimos la bajada de bandera.En aquel caos que era la circulaci¨®n, hacia 1925, cuando quiz¨¢ los veh¨ªculos circulaban a la inglesa, por la izquierda, o por donde les daba la real gana, s¨®lo manten¨ªan el forzoso rumbo los tranv¨ªas, alarmando las calles la campana que accionaba el conductor con el pie; para frenar, en las cuestas abajo, dosificaba con maestr¨ªa el pu?ado de arena h¨²meda, lanzado por un tubo sobre los ra¨ªles y las ruedas de hierro. Como cabe suponer, el ni?o que fui no disfrutaba de autonom¨ªa y los viajes en sim¨®n fueron acompa?ando a gente mayor. Lo de "y al caballo, una torrija", no alcanc¨¦ a escucharlo.
Sin embargo, sobrevivieron a la guerra civil y lo recuerdo bien, porque uno de los ¨²ltimos pernoctaba en las proximidades de mi domicilio chamberilero, entre las calles de Jord¨¢n y Cardenal Cisneros, cerca de una vaquer¨ªa que perfumaba la esquina con el vaho de las vacas estabuladas y el olor de la paja mezclada con residuos amoniacales. ?Llegaron los cocheros a convertirse en taxistas? Lo dudo, pues aquel fue antiguo oficio, donde el hijo heredaba el jamelgo al que tener cari?o, acongojarse con sus fiebres y tambi¨¦n arrimarse a su calor en las madrugadas heladoras. Hoy son reliquia para cortos recorridos tur¨ªsticos por las ciudades mediterr¨¢neas y andaluzas.
Llegamos al taxi de hoy. Si los antecesores filosofaban encaramados en el pescante, ¨¦stos se han echado la vida a la espalda, por donde les llega la voz que indica el destino, el palique del cliente charlat¨¢n y, demasiado a menudo, el fr¨ªo de la navaja o la pistola, para llevarse 10 horas de esfuerzo, la bolsa o la vida.
Cada ciudad tiene el taxista de su talla. Muchos neoyorquinos no conocen ni el idioma ni el callejero, africanos y asi¨¢ticos perdidos en la Gran Manzana. El parisiense tiene pobre fama entre nosotros, en general malhumorado, como si sospechara o temiera, sin fundamento, que no le vamos a dar propina. El romano, desde que cerramos la portezuela se dispone a enga?arnos, eso s¨ª, con gran donaire. En Barcelona suelen ser, como en Madrid, zamoranos o de Almer¨ªa, no me pregunten por qu¨¦, igual que los serenos eran de Mondo?edo o Cangas de On¨ªs.
Dicen que alguno alterna el volante con la gorra del guardia municipal; nunca encontr¨¦ quien defendiese la sufrida y poco afortunada instituci¨®n, ni aprobase la cr¨®nica ausencia de agentes ordenando el tr¨¢fico.
Debe ser la suya tarea sumamente vocacional, pues rar¨ªsima vez parecen satisfechos de la ecuaci¨®n esfuerzo-ganancia. Son, en nuestra ciudad, varios miles, englobados entre dos extremos: el denostado, que embauca al forastero con un innecesario y costoso circuito tur¨ªstico, hasta el abnegado que se improvisa comadrona o resuelve la urgencia tan bien como, la m¨¢s experta y veloz de las ambulancias.
Puede responderse de la honradez de todos (salvo la ¨ªnfima cuota que confirma la regla) y tengo la impresi¨®n de que el secreto deseo de cualquier taxista es encontrar, en el asiento trasero, un portafolios con siete millones de pesetas. No para guard¨¢rselos, no, todo lo contrario: indagar, sin reparar esfuerzos en la pesquisa y devolver el tesoro, rechazando -hasta cierto punto, no somos de piedra- cualquier recompensa, cuando la haya, que abunda el desmemoriado r¨¢cano suelto. Imagino que es un momento de gloria, pues son francamente escasas las oportunidades de poder demostrar, p¨²blicamente, que somos honestos.
La plegaria cotidiana del taxista contempor¨¢neo va dirigida, en primer lugar, a librarse del ataque del sujeto dominado por el mono y, en segundo t¨¦rmino, eludir la mala suerte de sentarle la mano, en defensa propia. Esto podr¨ªa resultar m¨¢s oneroso que si se hubiera dejado atracar mansamente. Detr¨¢s del malhechor puede agazaparse un juez sorprendentemente severo. Ocurre.
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