La vista desde S.8.
?Ser¨¢ ¨¦sta realmente la ¨²ltima vez que me siente en este sill¨®n de cuero azul, elegante, amplio y lleno de encanto, equipado para ordenador port¨¢til, delante de una mesa de un azul de parecida delicadeza, con su atrilito de hierro a la derecha y el peque?o estante para libros a¨²n sin leer a la izquierda y, por encima de m¨ª, la gran b¨®veda turquesa, con sus franjas doradas? As¨ª parece ser. La mayor parte de los libros de las estanter¨ªas de la gran Sala Redonda de Lectura del Museo Brit¨¢nico, como siempre sol¨ªamos llamarla, ya han sido retirados, y los que quedan han sido amontonados apresuradamente, con poco cuidado y a¨²n menos cari?o, en nuevas estanter¨ªas provisionales en las que no caben muchos de ellos. Sin embargo, los grandes cat¨¢logos encolados siguen, todav¨ªa hoy, en los estantes que rodean la mesa central, aunque corre el rumor de que no estar¨¢n en la nueva bibli¨®polis de Saint Pancras, y que ser¨¢n sustituidos por cat¨¢logos inform¨¢ticos que, a juzgar por los que ya existen en la sala de lectura para libros modernos, ser¨¢n demasiado pocos y demasiado lentos.Ya es de noche, hace tiempo que ha pasado la hora de entrega de los libros, y las personas que permanecen en su sitio son los lectores serios que disfrutan y aprovechan el que este lugar de estudio permanezca abierto hasta las nueve de la noche. Reina una profunda calma combinada con un sentido t¨¢cito de dedicaci¨®n, como si estuvi¨¦ramos a bordo de una gran goleta en una serena bah¨ªa, con las velas desplegadas, sin ruido ni alboroto. La espl¨¦ndida b¨®veda absorbe cualquier ruido inesperado. Puede que al otro extremo de la sala arrastren una silla, que unos cuantos lectores devuelven sus libros o algunos ayudantes charlen en voz baja, pero ninguno de los sonidos as¨ª causados molestan lo m¨¢s m¨ªnimo en la S.8.
?sta es -ahora tengo que aprender a decir era- la biblioteca de trabajo m¨¢s bonita de Europa. La Biblioteca Lorenzana de Florencia es, sin duda, una joya mayor, pero es peque?a y ya no se puede trabajar en ella. Lo mismo se puede decir de la maravillosa Biblioteca Nacional de Viena, una de las obras maestras de Fischer von EhrIach. La admirable Biblioteca Nacional de Par¨ªs se acerca mucho a la Sala Redonda de Lectura, ya que fue construida en la misma ¨¦poca, en la edad de oro de la lectura, durante el segundo imperio, y sus ayudantes tienen una formaci¨®n mejor que los de Bloomsbury, pero tambi¨¦n est¨¢ condenada a ser trasladada a un monstruoso hangar que hay detr¨¢s de la estaci¨®n de Austerlitz, algunas de cuyas salas ya est¨¢n abiertas. La Biblioteca Nacional de Madrid es otro hermoso palacio decimon¨®nico y, al estar en el centro de la ciudad, podr¨ªa ocupar ahora el lugar de la Biblioteca Brit¨¢nica como mejor biblioteca de estudio en funcionamiento de Europa, pero su gesti¨®n es m¨¢s bien burocr¨¢tica y, qui¨¦n sabe, puede que alg¨²n reformista considere que ya es hora de trasladarla a otro s¨®rdido barrio. ?La biblioteca vaticana? Un lugar informal de inter¨¦s para el especialista y abierta durante poco tiempo. He trabajado en la Sala Redonda de Lectura de Londres desde 1956 m¨¢s o menos, cuando empec¨¦ a documentarme para un libro sobre la guerra civil espa?ola. En aquella ¨¦poca no hab¨ªa guardia de seguridad en la puerta. Una vez, por equivocaci¨®n, sal¨ª con el diccionario de espa?ol de Vel¨¢zquez, que estaba en las estanter¨ªas de libre acceso. Qued¨¦ horrorizado cuando lo descubr¨ª en mi cartera al regresar al hotel en el que viv¨ªa entonces, y lo primero que hice a la ma?ana siguiente fue devolverlo antes de ir a la oficina. Todav¨ªa recuerdo la sensaci¨®n de sentirme como un delincuente cuando atraves¨¦ con ¨¦l el Soho a las ocho y media de la ma?ana. Cuando se lanz¨® el proyecto de ampliaci¨®n del edificio de la biblioteca y del museo, con la construcci¨®n de un dep¨®sito y una nueva sala de lectura al sur de la calle de Great Russell, me sent¨ª rid¨ªculamente disgustado, ya que me gustaba aquel barrio de tiendas victorianas. Pero el fracaso de aquella idea, en circunstancias que todav¨ªa podr¨ªa investigar provechosamente alg¨²n historiador insistente, llev¨® a la elaboraci¨®n del plan de crear una biblioteca completamente separada. Este proyecto cont¨® con el firme y triunfal apoyo del elocuente ministro de las Artes de Edward Heath, lord Eccles, un pol¨ªtico famoso en Espa?a por su gesti¨®n de una de las peque?as l¨ªneas ferroviarias del Pa¨ªs Vasco antes de 1939, y por el tiempo que estuvo trabajando despu¨¦s en la Embajada brit¨¢nica en Madrid.
Sin embargo, la decisi¨®n definitiva de seguir adelante con la nueva biblioteca no se tom¨® hasta que Shirley Williams ocup¨® la cartera de Educaci¨®n a finales de los a?os setenta. En 1979 escrib¨ª una carta a The Times en la que se?alaba la belleza de la sala de lectura, Insist¨ªa en que el lugar funcionaba bien y recordaba las espl¨¦ndidas asociaciones (que parec¨ªan importar tanto a realistas como a rom¨¢nticos) y el hecho de que muchos lectores se beneficiaban de poder ir de la biblioteca a las colecciones del museo que estaban al lado. Desde entonces me convert¨ª en el centro de oposici¨®n a la nueva biblioteca y reun¨ª un importante apoyo de los acad¨¦micos m¨¢s distinguidos del reino, seg¨²n cre¨ªa yo. Da la casualidad de que esta lista ofendi¨® a muchos de aquellos a quienes olvid¨¦ consultar. "?Por qu¨¦ Hugh no me ha pedido que firme?", pregunt¨® una vez un famoso bot¨¢nico a un amigo com¨²n. La respuesta fue que me hab¨ªa olvidado de ¨¦l.
Los arquitectos de los cambios previstos, capitaneados por Eccles, que se hab¨ªa convertido en primer presidente de la nueva biblioteca, su sucesor, lord Dainton, un genetista, y sus partidarios, nos tacharon de sentimentales poco realistas. Nos dijeron que los empleados no pod¨ªan respirar en las condiciones en que ten¨ªan que trabajar (no estoy seguro de que se haya puesto remedio al mal en el nuevo edificio). Nos aseguraron que la sala de lectura era demasiado peque?a (ese argumento empez¨® a hacer aguas cuando los pr¨¦stamos entre bibliotecas hicieron que el pedir libros prestados fuera infinitamente m¨¢s f¨¢cil que en los a?os sesenta). Entonces lanzaron un nuevo ataque contra nuestro firme reducto: los libros deb¨ªan conservarse a temperatura constante. Viaj¨¦ a Cambridge, Eton, e incluso a Harvard, para comprobar que, al parecer, se utilizaban alegremente muchas condiciones diferentes y que muchos libros viv¨ªan felices all¨ª. Otra embestida que cre¨ªmos haber repelido con el mayor ¨¦xito fue el argumento de que las bibliotecas nacionales ten¨ªan muchas funciones aparte de la de meramente (sic) proporcionar libros a los lectores. Hab¨ªa que poner las bases de datos a disposici¨®n del p¨²blico en general. No ten¨ªamos ni idea, le dijo lord Eccles o lord Dainton, de la cantidad de gente que necesitaba consultar las colecciones de la Biblioteca Brit¨¢nica y que jam¨¢s hab¨ªa puesto un pie en la sala de lectura. A medida que avanzaba la discusi¨®n, que yo sepa, los que dirig¨ªan el museo empezaron a desarrollar ideas sobre c¨®mo organizar¨ªan el espacio ocupado por la biblioteca cuando se hubiera trasladado. Ahora me doy cuenta de que ¨¦ste fue el momento m¨¢s peligroso, y el hecho de que empez¨¢semos a incluir a los administradores del museo en la lista que pusimos en circulaci¨®n no nos ayud¨®. Lady Hartwell me cont¨® amablemente el esc¨¢ndalo que esta correspondencia hab¨ªa causado.
Nuestra campa?a tuvo su ¨¦xito. Uno de nuestros m¨¢s preciados firmantes fue lord Quinton. De repente le pidieron que fuese el nuevo presidente de la biblioteca. Esto era sin duda una verdadera oportunidad para nuestra campa?a. Optimistas, pensamos que quiz¨¢ fuera ¨¦sa la intenci¨®n del Gobierno al hacer el nombramiento. Lord Quinton empez¨® con una cr¨ªtica de lo m¨¢s gratificante contra el -nuevo edificio propuesto, que, seg¨²n recuerdo, dijo que no iba a resultar en absoluto bonito. Pero eso fue lo ¨²ltimo bueno que hizo, en lo que a nosotros respecta. (Aunque puede que por entonces la fuerza irresistible de los intereses que defend¨ªa la biblioteca fuera imposible de parar, salvo por decisi¨®n ministerial). Entonces, el, pr¨ªncipe Carlos hizo un comentario maravillosamente ¨²til y de naturaleza mucho m¨¢s radical cuando dijo que la nueva sala de lectura propuesta para humanidades promet¨ªa parecerse al lugar de entrenamiento de la academia de una nueva polic¨ªa secreta. Ese comentario bast¨® para volverme un carlista convencido en todos los debates internos de la familia real brit¨¢nica.
Tampoco ¨¦ramos unos simples obstruccionistas negativos. Por ejemplo, una vez intent¨¦ revivir el proyecto de John PopeHennessy para trasladar el museo a otro emplazamiento y permitir que la biblioteca se quedase en Bloomsbury. Imaginen la risa burlona de lord Trend, el entonces presidente del consejo de administraci¨®n del museo, en aquel momento, ante lo que ¨¦l consideraba una frivolidad t¨ªpica. Tambi¨¦n elaboramos un proyecto seg¨²n el cual la Sala de Lectura Redonda, la Biblioteca del Norte y la Biblioteca del Rey se quedar¨ªan donde estaban, mientras que los libros se almacenar¨ªan en un nuevo dep¨®sito en Saint Pancras y ser¨ªan enviados por ferrocarril subterr¨¢neo hasta Bloomsbury.Calculamos las posibilidades y encontramos l¨ªneas subterr¨¢neas en desuso (?cloacas?) que podr¨ªan haber servido.
Por supuesto, intentamos convencer a los ministros a lo largo de los a?os. Escribimos a la primera ministra, pero creo que pens¨® que era un tema que, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, deb¨ªa ser resuelto por el ministro para las Artes. Intentamos consultar al primer ocupante de este cargo despu¨¦s de 1979, John Stevas, que, a pesar de ser amante de lo victoriano, no estaba interesado lo m¨¢s m¨ªnimo. Nunca descubr¨ª por qu¨¦. Gowrie fue positivo. Channon fue ¨²til. Luce quiso ayudar, pero no lo hizo. Al final convencieron a lord Jenkins de Hillhead, Roy Jenkins, el bi¨®grafo pol¨ªtico, para que presidiera un comit¨¦ multipartidista que recomendase lo que se deb¨ªa hacer. Lord Jenkins escribi¨® un informe admirable. Nadie le hizo caso.
Este art¨ªculo es la cr¨®nica de una tragedia. La Biblioteca Brit¨¢nica situada en el. coraz¨®n del Museo Brit¨¢nico era una gran biblioteca. Formaba parte de Gran Breta?a en la misma medida que sus contempor¨¢neos arquitect¨®nicos, la casa consistorial del alcalde de Londres, el palacio de Buckingham. y el Parlamento. Su clausura pone fin a una ¨¦poca maravillosa en la historia de las letras brit¨¢nicas. Si el Gobierno hubiera intentado alcanzar un compromiso, siguiendo las l¨ªneas generales que nuestro comit¨¦ sugiri¨®, habr¨ªa servido a la naci¨®n mucho mejor de lo que lo hizo y habr¨ªa ahorrado dinero al pa¨ªs. Me reprocho el no haber dedicado mucha m¨¢s atenci¨®n a intentar evitar lo que ha ocurrido.
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