Veintisiete a?os
No me atrevo a decir, parodiando el tango, que 27 a?os no son nada. En t¨¦rminos hist¨®ricos es un lapso breve, pero importante a pesar de todo. En t¨¦rminos humanos, personales, es m¨¢s de la mitad de la vida. Fidel Castro, en v¨ªsperas de la visita del Papa y a petici¨®n suya, autoriz¨® de nuevo la celebraci¨®n de las fiestas navide?as en la isla. Dio a conocer esta medida y todo el mundo, desde el hombre de la calle hasta los dirigentes pol¨ªticos, la apoy¨® con entusiasmo.Pues bien, con ayuda de mi propia memoria y de la revisi¨®n de algunos textos m¨ªos, he comprobado que el comandante en jefe declar¨® que se suprim¨ªan las fiestas de Navidad en un discurso pronunciado en la noche del 7 de diciembre de 1970, fecha exacta de mi llegada a La Habana en calidad de representante diplom¨¢tico del Chile de Salvador Allende y despu¨¦s de siete a?os de ruptura plena de relaciones entre los dos pa¨ªses. Aquellos siete a?os nos parec¨ªan mucho, a chilenos y a cubanos, mientras que los 27 transcurridos desde entonces tienden a parecer poca cosa, debido quiz¨¢ a una trampa de la memoria, pero la verdad es que representan un periodo de cambio extraordinario, decisivo, profundamente revelador.
Los argumentos que justificaban la curiosa medida del gobernante cubano, que no he olvidado y que tuve la precauci¨®n, por lo dem¨¢s, de consignar por escrito, no sonaban mal en aquellos a?os. Examinadas con criterio revolucionario, las fiestas representaban "un caso t¨ªpico de dependencia cultural". Correspond¨ªan a una tradici¨®n extranjera, importada por los cubanos colonizados, ajena al clima y a las condiciones del trabajo en Cuba. Las fiestas de la vieja Europa estaban ligadas a las estaciones, a los ritmos de la producci¨®n agr¨ªcola. ?No era perfectamente natural que las fiestas cubanas tuvieran lugar despu¨¦s de la zafra del az¨²car, en lugar de interrumpir la cosecha en su momento culminante?
Comenc¨¦ a escuchar el discurso en mi habitaci¨®n del hotel Habana Riviera, frente a un enorme televisor b¨²lgaro que me hab¨ªan instalado con este objeto, y segu¨ª escuch¨¢ndolo detr¨¢s de las gruesas cortinas del teatro donde se pronunciaba. Las intervenciones p¨²blicas de Fidel daban tiempo de sobra para hacer estos recorridos, que obligaban a atravesar la mitad de la ciudad, y para continuar escuch¨¢ndolas durante un par de horas. Despu¨¦s del anuncio que pon¨ªa t¨¦rmino a las cenas de Nochebuena, a los viejos pascueros, a los ¨¢rboles con motas de algod¨®n para representar la nieve europea en medio de los calores del tr¨®pico caribe?o, la asamblea, consultada por el comandante en jefe, aplaud¨ªa en forma un¨¢nime y daba toda clase de muestras de aprobaci¨®n entusiasta. Desde mi puesto no pod¨ªa ver, pero escuchaba las exclamaciones, los gritos, los aplausos. En el teatro hab¨ªa una delegaci¨®n chilena formada por pol¨ªticos de centro-izquierda y por miembros del directorio de la Sociedad Nacional de Agricultura, representantes, estos ¨²ltimos, de los sectores m¨¢s conservadores del pa¨ªs. Todos aplaudieron y todos rodearon a Fidel despu¨¦s de su dis curso. En los d¨ªas que siguieron hicieron elogios de la ganader¨ªa y de la producci¨®ri de leche en Cuba. A nadie se le ocurri¨® decir que la idea de suprimir la Navidad era un perfecto disparate, y es probable que ni siquiera lo hayan pensado. Me acord¨¦ de inmediato del episodio cuando vi una pel¨ªcula de Woody Allen poco tiempo despu¨¦s. Woody Allen, con traje de guerrillero y barba postiza, convertido en jefe pol¨ªtico de un pa¨ªs imaginario, anunciaba desde una tribuna que el idioma oficial de dicho pa¨ªs, desde ese momento en adelante, ser¨ªa el sueco. La numerosa asamblea, naturalmente, a pesar de que no sab¨ªa una palabra de sueco, aplaud¨ªa a rabiar.
En resumidas cuentas, la orden de Fidel Castro, hace 27 a?os, fue aprobada por todo el mundo sin que se escuchara una sola voz disidente, y la contraorden, ahora, tambi¨¦n recibe el aplauso de todos. Uno se ve obligado a reflexionar sobre el esp¨ªritu del siglo que termina. Ha sido un siglo lleno de errores, lleno de intentos voluntariosos de forzar la naturaleza,. excesivamente desconfiado frente a la tradici¨®n y a la vez beato, acr¨ªtico frente a cualquier forma de innovaci¨®n.
"Entre Marx, Freud y la vanguardia est¨¦tica", me dijo un d¨ªa un amigo catal¨¢n, "nos han estropeado el siglo". Era una broma, desde luego, pero no carec¨ªa de verdad. La prohibici¨®n y luego, ?al cabo de 27 a?os!, la restauraci¨®n de las fiestas de Navidad me ha hecho pensar que siempre atribuimos los errores ideol¨®gicos y los cr¨ªmenes que han sido su consecuencia a una sola persona o a un peque?o grupo de personas: a Stalin, a Hitler, a los dirigentes del partido tal o del partido cual, a una camarilla. Lo que observ¨¦, sin embargo, durante aquel discurso del 7 de diciembre de 1970, lo que he ob servado en muchas otras oportunidades a lo largo de a?os y d¨¦cadas, son formas muy contagiosas, claramente enfermizas, de locura y de tonter¨ªa colectivas. Hemos elevado lo carism¨¢tico, lo masivo, lo movilizador, a la calidad de valor por s¨ª mismo, y lo hemos hecho con la mayor irresponsabilidad. Ocurri¨® durante el nazismo y durante el socialismo real, con las consecuencias ya conocidas, pero tambi¨¦n ocurre ahora, en el contexto de la econom¨ªa de mercado, de una manera menos cruenta pero quiz¨¢s m¨¢s insidiosa y a futuro no menos peligrosa. Vivimos en la era de los "comunicadores", de los "movilizadores" de masas. Hasta ahora no han tomado todo el poder, pero tengo la impresi¨®n de que el poder empieza a estar ofrecido, tirado en la v¨ªa p¨²blica. En las recientes elecciones parlamentarias chilenas hubo m¨¢s de un mill¨®n de j¨®venes que no se inscribieron para votar, y se registraron centenares de miles de abstenciones y de votos deliberadamente anulados. Se dijo que se trataba de un voto de castigo: al Gobierno, al Parlamento, a la clase pol¨ªtica en su conjunto. Por mi parte, no estoy tan seguro. No s¨¦ si se aplicaba un castigo, en el fondo, a la raz¨®n, a la democracia, incluso a ciertas normas elementales de la cultura. Las groser¨ªas estampadas en los votos nulos no presagian, para mi gusto, nada bueno. Sin ¨¢nimo de injuriar a nadie, con el mayor respeto por el deporte o por la animaci¨®n televisiva, me permito formular la siguiente pregunta: ?cu¨¢ntos de esos votos habr¨ªan ido sin la menor vacilaci¨®n a Zarnorano y al matador Salas, los m¨¢ximos goleadores del f¨²tbol de Chile, o a don Francisco, el animador de S¨¢bados gigantes, el programa de mayor sinton¨ªa de Am¨¦rica Latina?
En este siglo desorientado, la imagen, la m¨¢scara, el ¨ªdolo han sido todo. Fidel Castro ha sido capaz de prohibir la celebraci¨®n de la Navidad recibiendo el aplauso un¨¢nime. Habr¨ªa sido capaz de ordenar por decreto que el idioma oficial de Cuba sea el chino, y algunos plum¨ªferos que conozco lo habr¨ªan aclamado y habr¨ªan tratado de convencernos de que estaba en lo justo.
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