El jard¨ªn rojo de Severo Sarduy
En P¨¢jaros de la playa, el adi¨®s novelado del cubano Severo Sarduy, la desolaci¨®n y el decoro de quien con eso se despide y se escribe, arrojado del s¨ª y al borde del abismo de lo incoloro, han confinado el mal, el suyo propio y el de sus personajes contagiados de sida, en la m¨®vil orilla del mar, que resulta que s¨ª ser¨¢ el morir. Para que all¨ª disponga del lugar ideal, "?menos mal!", del ¨²nico lugar a la altura, el postrero, donde no hay forma ya de no fijarse, con enfermizo esmero, en todo y en tan poco, y de tan diferente manera: sin choteo o disfraz que no sea eco, con la melancol¨ªa de observarlo todo para retenerlo por ¨²ltima vez. La mirada, reconoci¨¦ndose en su t¨¦rmino, aisl¨¢ndose en la idea de dejar de ser, sue?a con una isla de ensue?o -Lanzarote, jam¨¢s nombrada-, donde le es dado ver, como por vez primera, lo que nunca quisiera dejar de ver. Lo inasible: el color de las cosas.Para seguir so?ando en color, en el color colorado, en el m¨¢s restallante. Nada del otro mundo, en suma. Todo a lo que agarrarse como a un clavo ardiendo. Unas huellas de pies desnudos sobre la arena rojiza. Las crestas rojas de los camaleones. Los chisporroteos purp¨²reos de los atardeceres. Los humores densos, las manzanas sanas, los co¨¢gulos, una boca fucsia, las s¨¢banas manchadas de sangre y de yodo. El seseo del mal, del nuevo mal: sangre, semen, sudor, saliva.
Sabe el agonizante ver el paisaje en franjas yuxtapuestas: beige rojizo, una; otra, ocre rugoso. Clava los ojos en las bombillas rojas de encima de las puertas de las habitaciones, d¨ªa y noche encendidas, de un hospital-hospicio-circo. Y se compadece de la bata, roja y ra¨ªda, de una ni?a. Y, puesto que el exceso no puede figurarse muy fuera de lugar en este caso, incluso lo simpl¨®n o lo normal se funde con lo c¨®mico: el cosmos es un pa?uelo; y las ambulancieras, por supuesto, son de la Cruz Roja. Las migraciones, anaranjadas. Los arrecifes, rojos.Intensamente rojos. Lo mismo que un abrigo de piel, las cuatro mechas de un blando sombrero art nouveau, los bonetes de un grupo de enanitos (color ladrillo, que la proximidad de Blanca Nieves realza), un manto tejido de flores de flamboy¨¢n y las innumerables cuentas de un collar (rojo bord¨®/Bordeaux) alternadas con otras de blanco mate. Una excursionista viste traje sastre salm¨®n. Los arabescos del refugio lucen ocres y ensangrentados. Una se?ora trenza emite unos reflejos rojizos. Un Cristo sevillano es evocado con su aspecto sanguinolento. Y hasta una cacat¨²a exhibe su pupila anaranjada. (La de Bo Juyi, si mal no recuerdo, era rosada como la flor del melocotonero.)
El mal, que ya no ignora que la moda es de muerte, repara, sobre todo, en Siempreviva, la L¨¢zaro aterrada de un cuento que ha dejado de serlo en carne y hueso: enferma imaginaria, loca desatada. Que saca del ba¨²l y desempolvado pasado de moda, aunque est¨¦ a punto de volver a estarlo: guantes salm¨®n, sombreros con sus cerezas barnizadas, pelo te?ido con zanahorias y alhe?a... Un cromo al rojo vivo, pero que se beneficia al doctor, un m¨¦dico con cara de caballo, desesperado o nada escrupuloso, que calza unos deformes zapatones de cuero rojo. Mientras tanto, Auxilio y Socorro -"aunque piadosas, eficaces"- recogen los despojos de dos ensangrentados peleones y ven que el rojo pasa "del escarlata fresco y fluido al co¨¢gulo rupestre". Hay quien devora suculentas frutillas, "entre la frambuesa y el ateje", de color rojo granate. Hay plantas de ra¨ªces amoratadas, objetos oxidados, jeringuillas ensangrentadas. Pasean las enfermeras una ba?era en forma de concha, rosada y n¨¢car, que casi rueda sola. Hay una mesa roja de baquelita, en la que se alinean naranjas y jugos de naranja en botellas. Una prerrafaelita se encasqueta una boina de pana roja. Los crep¨²sculos son un derroche rampl¨®n de rosados p¨¢lidos y filamentos de oro. Y el maquillaje m¨¢s propicio es ese " rosa fresco con ramalazos nacarados que los pintores de retratos municipales obtienen con el tubo de ¨®leo denominado oportunamente carnaci¨®n".
Y el espanto es del mismo color: "Cortarse las u?as, y a¨²n m¨¢s afeitarse, se convierten aqu¨ª en una verdadera haza?a de exactitud, a tal punto es grande el miedo a herirse, a derramar el veneno de la sangre sobre un objeto, sobre un trapo cualquiera que pueda entrar en contacto con otra piel". Y, para colmo, el cuerpo lo moldea Giacometti: filiforme, inclinado hacia adelante, ausente. Como cumplimiento de una profec¨ªa, de una previsi¨®n del arte. El cortante sanseacab¨®. El punto rojo.
En la exposici¨®n de pinturas reci¨¦n inaugurada en el Museo Reina Sof¨ªa, Sarduy deposit¨®, literalmente, m¨¢s de una gota de su propia sangre. En s¨ªmbolos, sudarios, escrituras, mensajes, espejos. En mitigar el alarido. En s¨²plica a Chang¨®. En ese salmonete que apresa un hombre gris con su mano. Y en la vegetaci¨®n de un jard¨ªn, libro abierto, que se titula igual que lo que pudo ser: Jardin rouge (1991). Exploraci¨®n de todos los rojos: Rothko, Breughel, Ucello, Fra Ang¨¦lico, el escarlata, el carm¨ªn, el cobre de las hojas oto?ales, el lacre de los sellos, el granate, el japon¨¦s claro, el naphtol, el Oriente, el de las amapolas que cortaba Marina Tsviet¨¢ieva, el de los coloretes, el de las heridas -rojeces-, el del apocal¨ªptico alaz¨¢n, el de la chinchilla, el de la sand¨ªa, el de la pasi¨®n, el de la ira y el de la llama. El capaz de latir y derramarse sobre el afecto y el vac¨ªo.
El rojo que redime. Y el que no nos salva de nada, pues lo suyo es saber morir, explotar o secarse, encarnecerse en dejar de ser la sangre de su sangre, escritura o pintura, al perder su color verdadero. El del jard¨ªn. El del rojo jard¨ªn. Entre el escenario de lo alcanzado (manchas, signos) y el de haberlo recorrido con tanta rapidez. Con femenina o solidaria prisa, la ¨²nica ajustada a desde?ar el azaroso lado de dada caso (ella ve su destino en todas) y con mayor sobriedad de la imaginable en un principio. Una sobriedad, a fin de cuentas, hecha de tachaduras rojas contra ese desprop¨®sito de tener que decir algo acerca de no se sabe qu¨¦, tan nuestro. Tachaduras que a¨²n vibran, ya muertas, desde los muros de un antiguo hospital y ante nuestros titubeantes ojos.
Babelia
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.