El carb¨®n y el aceite, la soberan¨ªa y la democracia
Seg¨²n opiniones autorizadas, Espa?a va bien. Como nada humano es perfecto, nuestra paz y nuestro bienestar se ven turbados, sin embargo, de manera continua por los cr¨ªmenes de una banda asesina con la que es imposible acabar y otros reveses menos insoportables. Entre ellos, y aparte los que se originan en la campa?a de agitaci¨®n permanente en la que est¨¢n empe?ados algunos jueces y bastantes fiscales, o en la sempiterna insatisfacci¨®n de los nacionalistas y sus consejos presbiteriales, sobresalen los que nos causa la Comunidad Europea. Apenas terminada la agitada huelga de los mineros asturianos para conseguir condiciones m¨¢s ventajosas en el desmantelamiento progresivo de las minas de carb¨®n que la Comunidad nos impone, nuestro Gobierno, impulsado y seguido por los olivareros, a quienes incluso sugiere la conveniencia de adoptar medidas de presi¨®n (es decir, antes o despu¨¦s, probablemente, cortes de carretera), ha de ponerse en campa?a para atajar el da?o que la Comunidad quiere hacernos, priv¨¢ndonos del bien que hasta ahora nos dispens¨®. Junto a los males que resultan de la imperfecci¨®n del aparato del Estado y de la defectuosa integraci¨®n de nuestra sociedad, aparecen as¨ª los que nacen de nuestra integraci¨®n en Europa. Males, por as¨ª decir, estructurales, porque los ¨®rganos de la Comunidad, como ¨®rganos pol¨ªticos que son, incluso cuando act¨²an bien y no al servicio de nuestros competidores comerciales, como ahora se insin¨²a, han de decidir de acuerdo con su visi¨®n de los intereses generales de Europa, no con la visi¨®n que los espa?oles tenemos de ellos, y desde luego no con la que nosotros tenemos de nuestro propio inter¨¦s. Que se trata de ¨®rganos pol¨ªticos y no puramente t¨¦cnicos es cosa sobre la que no cabe desde luego duda alguna, ni las tienen, como es evidente, los Gobiernos, que en el reciente Consejo de Luxemburgo han creado con notable desenvoltura un irregular "Consejo del euro", destinado a controlar pol¨ªticamente el Banco Central Europeo, la instituci¨®n "t¨¦cnica" por antonomasia.Que los males sean o no ciertos es cosa secundaria; basta con que sean sentidos como tales. Lo que importa es que vienen de decisiones adoptadas en el exterior y que como el Estado est¨¢, entre otras cosas, para protegernos de nuestros enemigos exteriores, quienes se sienten perjudicados por ellas act¨²an l¨®gicamente al pedir que los ¨®rganos del Estado espa?ol se esfuercen por impedirlas, modificar su sentido o aminorar sus efectos. Tan l¨®gicamente como las instituciones comunitarias al exigir que los Estados que forman la Comunidad utilicen su poder leg¨ªtimo y la fuerza de la que merced a esa legitimidad disponen para imponer dentro de sus respectivos territorios las decisiones de ¨¦sta; para que sus jueces apliquen el derecho europeo de preferencia al propio y sus polic¨ªas aseguren, en ¨²ltimo t¨¦rmino mediante el empleo de la fuerza, el respeto a esas normas.
Vivimos, pues, los europeos en una situaci¨®n confusa y contradictoria, en la que los ciudadanos piden el amparo del Estado para evitar los da?os que les causar¨¢ un ente del que el Estado mismo forma parte, al utilizar los poderes que el Estado le cedi¨®, al mismo tiempo que ese tal ente exige que el Estado emplee los que le quedan para asegurar la eficacia de esas mismas decisiones da?osas. Y todo eso, por supuesto, sin que sepamos con exactitud, y ni siquiera sin ella, qu¨¦ es ese ente al que los Estados deben al mismo tiempo combatir y servir. Hay muchas descripciones pormenorizadas y muchas explicaciones pragm¨¢ticas de esta confusa estructura, pero nadie ha sido capaz de definirla de acuerdo con categor¨ªas conocidas, ni de construir una teor¨ªa que explique y justifique, a partir de unos principios claros esta nueva forma de organizar el poder que es la Comunidad. Pero si carecemos de una teor¨ªa de la comunidad, s¨ª tenemos una poderosa ideolog¨ªa de la integraci¨®n, cuyos dos elementos b¨¢sicos (pilares, dir¨ªamos, en la terminolog¨ªa comunitaria) son, en primer lugar, el de que los europeos, sin dejar de ser lo que ahora somos (alemanes, franceses, espa?oles, etc¨¦tera), puesto que la Comunidad respeta nuestras "identidades nacionales", seremos al mismo tiempo, por obra de ella, mucho m¨¢s ricos y poderosos, y, en segundo t¨¦rmino, el de que, aunque se trata de una comunidad de Estados, no de una federaci¨®n o un gran superestado de nuevo tipo, su existencia es incompatible con la soberan¨ªa de los Estados que la forman. De lo que se sigue naturalmente que toda teor¨ªa jur¨ªdica o pol¨ªtica que no abandone la idea de soberan¨ªa es regresiva, anticomunitaria y, en resumen, perversa y condenable, y perversas tambi¨¦n, en consecuencia, las reformas constitucionales inspiradas por esas teor¨ªas.
Aunque se trata de pecados de los que la mayor¨ªa de los espa?oles estamos muy libres, puesto que nuestros pol¨ªticos no han pensado jamas que hubiera que introducir en Espa?a reformas constitucionales como las de Alemania y Francia y nuestros juristas, en general, son portadores destacados de esa misma ideolog¨ªa, vale la pena quizas detenerse un poco en el an¨¢lisis de ese pensamiento que, como toda verdadera ideolog¨ªa, parte de una descripci¨®n adecuada de la realidad para encubrir su parte inconfesable y vergonzosa.
La soberan¨ªa no es una categor¨ªa sociol¨®gica o hist¨®rica, no tiene nada que ver con la capacidad real de un poder para imponerse a los dem¨¢s mediante el uso de la fuerza militar o econ¨®mica. Naturalmente, las diferencias de poder real entre los distintos Estados, que siempre han existido y han sido grandes, son ahora enormes, por que los Estados mas fuertes pueden hacer sentir su fuerza militar o econ¨®mica en todos los rincones del planeta, pero eso nada tiene que ver con la soberania, que no es categor¨ªa descriptiva sino normativa, puramente formal aplicable por igual a los Estados Unidos de Am¨¦rica y al mas peque?o y d¨¦bil de los estados miembros de la ONU. Aunque hay, por as¨ª decir, una prehistoria del concepto, ¨¦ste y el t¨¦rmino con el que hoy conocemos surgen en la Europa del siglo XVI, en el curso de las guerras de religi¨®n. Originariamente ,para designar una voluntad suprema, ideal o real, individual o colectiva, cuya ac-
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ci¨®n se despliega a trav¨¦s de un complejo sistema institucional: la voluntad del monarca en el Antiguo R¨¦gimen y la del pueblo despu¨¦s. M¨¢s tarde, por diversas razones, y muy especialmente por la conveniencia de salvar as¨ª, eludi¨¦ndolo, el problema que plantea la contradicci¨®n entre el principio mon¨¢rquico y el democr¨¢tico, como caracter¨ªstica propia del poder de ese mismo sistema institucional objetivado como atributo del Estado. Esta objetivaci¨®n o traslaci¨®n de la soberan¨ªa, ideol¨®gica en su origen, contin¨²a desempe?ando una funci¨®n ideol¨®gica tambi¨¦n ahora. Para intentar desvelarla es necesario, sin embargo, comenzar por recordar qu¨¦ es lo que se entiende por soberan¨ªa del Estado.
Un prop¨®sito dif¨ªcil de llevar a cabo e incluso presuntuoso. La soberan¨ªa ha sido objeto de muchas teor¨ªas distintas que de ning¨²n modo podr¨ªan resumirse aqu¨ª, ni yo ser¨ªa capaz de hacerlo aunque materialmente fuera ello posible. Con todo, creo que se puede afirmar, y eso basta para el razonamiento, que, en t¨¦rminos muy elementales, por soberan¨ªa del Estado se entiende en general la capacidad originaria de ¨¦ste para establecer el derecho vigente dentro de su territorio y definir y ejecutar por s¨ª mismo las obligaciones que le impone el derecho internacional; una capacidad que se tiene, por as¨ª decir, como derecho propio, no por concesi¨®n u otorgamiento de nadie. Como atributo del Estado suelen distinguirse en ella dos vertientes: la exterior, en virtud de la cual cada Estado no tiene para con los dem¨¢s otras obligaciones que las que nacen del derecho internacional com¨²n o las que ¨¦l mismo ha aceptado mediante un tratado, y la interior, en raz¨®n de la cual el Estado monopoliza tanto la creaci¨®n del derecho aplicable dentro de su territorio como el uso de la fuerza que asegura su vigencia. Soberan¨ªa estatal y monopolio de la fuerza f¨ªsica leg¨ªtima no son (KeIsen dixit) sino dos modos de expresar la misma idea.
La Comunidad Europea, cuya verdadera raz¨®n de ser est¨¢ para muchos en el deseo de los Estados de incrementar, mediante la acci¨®n com¨²n, el poder real, pol¨ªtico y econ¨®mico de cada uno de ellos, limita seguramente la capacidad de ¨¦stos para decidir por s¨ª mismos el derecho vigente en su territorio y sus obligaciones hacia el exterior, y en esa medida cabe afirmar que modifica el modo de ejercer su soberan¨ªa. No puede decirse sin embargo sin exageraci¨®n que los prive de ella, pues, de una parte, tampoco hace posible la creaci¨®n de normas jur¨ªdicas o la adquisici¨®n de obligaciones en contra de su voluntad y de la otra, no afecta a la libre disposici¨®n que los Estados tienen sobre el uso de la fuerza dentro de su propio territorio. La ejecuci¨®n del derecho comunitario queda en manos de los Estados, y este derecho nace o de los tratados o de un consejo integrado por representantes de los Estados y en el que de hecho, y al margen de las reglas formales, se opera por consenso. En la pr¨¢ctica, a ning¨²n Estado se le imponen obligaciones que ¨¦l considere tan contrarias a sus intereses que no le compensen de ellas los beneficios que por otro lado obtiene.
La caracterizaci¨®n que la Constituci¨®n francesa hace de la Uni¨®n Europea como "uni¨®n de Estados que han decidido libremente ejercer en com¨²n algunas de sus competencias" describe con bastante exactitud esta estructura, cuyo funcionamiento crea problemas te¨®ricos y pr¨¢cticos considerables, da lugar a un derecho de incierta efectividad y puede contribuir a erosionar la confianza de los ciudadanos en el valor y la fuerza normativa de la propia Constituci¨®n, pero que no cuestiona la soberan¨ªa de los Estados e incluso la da por supuesta. ?ste es, en definitiva, el meollo del famoso m¨¦todo Monnet.
Este ejercicio en com¨²n de la soberan¨ªa de los Estados incide sin embargo, y muy poderosamente, sobre otra soberan¨ªa, la de los pueblos. Reunidos en el Consejo de Ministros de la Comunidad, los ministros de los Estados miembros deliberan en secreto y adoptan decisiones que, a diferencia de lo que en el orden puramente internacional suele suceder, no necesitan la ratificaci¨®n de sus respectivos Parlamentos y se imponen incluso por encima de las leyes aprobadas por ¨¦stos. Al tratarse de un ¨®rgano com¨²n, su actuaci¨®n no est¨¢ sujeta al control pol¨ªtico de Parlamento nacional alguno, ni al del Parlamento Europeo, al que los tratados no le dan este poder. Esta es realmente la cuesti¨®n que la ideolog¨ªa de la integraci¨®n encubre.
La soberan¨ªa es, en efecto, como antes se ha dicho, una cualidad que se atribuye no s¨®lo al Estado, sino tambi¨¦n, dentro de ¨¦l, a aquel poder que sirve de base y fundamento a todos los dem¨¢s. En esta aplicaci¨®n, que es la originaria y que nuestras Constituciones siguen consagrando, la idea de soberan¨ªa se identifica con la de legitimidad. Hablar de soberan¨ªa popular y afirmar que todos los poderes emanan del pueblo son dos modos de decir lo mismo. Para hacer realidad la soberan¨ªa popular, es decir, la democracia, la regulaci¨®n constitucional del poder impone a ¨¦ste los l¨ªmites que el pueblo ha querido establecer para asegurar su propia libertad, lo organiza de modo que quienes de verdad lo ejercen hayan de responder ante el pueblo peri¨®dicamente y dispone queja creaci¨®n y aplicaci¨®n del derecho se lleve a cabo seg¨²n unas reglas claras. Todo esto es lo que la acci¨®n en com¨²n de los Estados pone en peligro o hace dif¨ªcil. La Comunidad no priva a los Estados de su soberan¨ªa, pero pone en cuesti¨®n la de los pueblos, es decir, la democracia tal como hasta ahora se ha entendido. Quiz¨¢s debi¨¦ramos entenderla de otro modo, o buscar caminos nuevos para impulsar el sentimiento de solidaridad de los europeos, para hacer de ellos un pueblo capaz de soportar instituciones democr¨¢ticas supranacionales. ?stos deber¨ªan ser los temas de un debate que quisiera ocuparse de la realidad. La ideolog¨ªa de la integraci¨®n oculta su necesidad y al mimo tiempo estorba las reformas con las que se quiere remediar el "d¨¦ficit democr¨¢tico" de la Comunidad. Necesariamente ahora, seguramente durante mucho tiempo y probablemente siempre, la ¨²nica manera de combatirlo es tratar de que el funcionamiento de la Comunidad se acomode al sistema constitucional de los Estados miembros.
La facilidad y mansedumbre con la que los ide¨®logos de la integraci¨®n soportan el nacionalismo palmario en las disputas sobre el reparto de los dineros comunitarios (es decir, en sustancia, del dinero de los alemanes), alienta la sospecha de que lo que les hace rebelarse contra ese empe?o de "constitucionalizar" la Comunidad no es tanto el deseo de superar el nacionalismo como su ceguera para las exigencias de la democracia, si no su antipat¨ªa hacia ellas.
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