Lillo, a solas con su librillo
Lleg¨® Lillo y tir¨® su jerogl¨ªfico sobre la mesa.- No arriesgar es lo m¨¢s arriesgado, as¨ª que, para evitar riesgos, arriesgar¨¦.
Aunque esa forma de hablar revela que en su cabeza de entrenador el f¨²tbol es m¨¢s una pasi¨®n que una profesi¨®n, este hombre vuelve a correr el riesgo que siempre persigue a quienes se atreven a salir del cat¨¢logo de t¨®picos, simplezas y chascarrillos; o sea, del viejo y aburrido soniquete chicos bien, moral alta, enemigo dif¨ªcil.
Para su desdicha, si los buenos resultados no le acompa?an, Lillo volver¨¢ a ser juzgado no, tanto por lo que haga como por lo que diga. Probablemente nadie se interesar¨¢ gran cosa por el fundamento o la sinraz¨®n de su trabajo cotidiano, ni por la diligencia con que consiga incorporar a su equipo los secretos del juego en zona. En suma, nadie le medir¨¢ por el uso de ciertos recursos de indiscutible utilidad, pero de indudable complejidad, tales como el achique de espacios o la coordinaci¨®n de relevos o la fluidez del toque o la exactitud en los desdoblamientos o las modernas f¨®rmulas de presi¨®n para recuperar la pelota: todo lo que en definitiva distingue a un profesional avanzado de un sargento chusquero. Si los arbitrajes no le son propicios, si los partidos se escapan en jugadas casuales, si tiene la mala fortuna de perder de carambola, inmediatamente ser¨¢ tildado de farsante, palabrero y cuentista. Por desgracia, nunca tuvieron tal problema los tipos que se limitan a repartir el trabajo sucio, a gesticular para las c¨¢maras, a gru?ir para los micr¨®fonos o incluso a usar el m¨¢s innoble de los recursos del jefe: culpar en p¨²blico a sus subordinados.
- Creo que a estos chavales se les han subido los zumos a la cabeza -dijo de sus jugadores, casi todos ellos padres de familia, uno de esos apreciados entrenadores de formaci¨®n rural que nunca consiguieron distinguir los humos de los zumos ni las hermanas de las hormonas.
Frente a ese modelo de capataz convencido de que el poder del equipo reside exclusivamente en el tama?o de la bragueta, Lillo cree, ni m¨¢s ni menos, en el buen juego y en los buenos jugadores. ?Qui¨¦n puede demostrar que la calidad entra en conflicto con la eficacia? Quienes digan que la rapidez, la clarividencia, la habilidad, el buen toque y el juego arm¨®nico no sirven para nada est¨¢n en el camino de reducir el f¨²tbol a una reyerta entre veintid¨®s individuos que persiguen un pellejo en pa?os menores; si se les deja solos, acabar¨¢n conduci¨¦ndolo a las caballerizas.
La visi¨®n est¨¦tica del juego, de la que tanto se habla en la escuela de Lillo, no est¨¢ re?ida con la energ¨ªa en la disputa del bal¨®n, que es un valor obligatorio, ni con la exigencia del esfuerzo continuado, que no es una opci¨®n, sino un imperativo profesional. Y, por supuesto, garantiza el ¨¦xito tanto como cualquier otra.
Frente al f¨²tbol esterilizado que nos venden los italianos, Juan Manuel Lillo cree en la precisi¨®n quir¨²rgica del toque; frente a quienes pretenden reducir a Ronaldo y Zidane a un par de balones por partido, frente a quienes despidieron a Laudrup con veintitr¨¦s a?os y han acabado con la paciencia de Edmundo en tres semanas, ¨¦l pide a sus muchachos que sean atrevidos y jueguen con alegr¨ªa. Que se diviertan para divertirnos.
Frente a quienes defienden la necesidad de morir matando, Lillo dice que prefiere morir jugando. Morir con las botas puestas.
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