Un contempor¨¢neo
Cruz¨® el siglo como un contempor¨¢neo, un adelantado, un hombre moderno que sab¨ªa que el instante en que viv¨ªa iba a ser luego un lugar relativo en la historia. Era un posibilista, un diplom¨¢tico; su aspecto f¨ªsico, un poco adusto e incluso estirado, porque parec¨ªa m¨¢s alto que su propia estatura, ocultaba una personalidad cordial y fresca, juguetona, interesad¨ªsima en las cosas cotidianas de igual modo que en los espect¨¢culos de la historia. Conoci¨® a todos los que fueron alguien a lo largo de una carrera diplom¨¢tica y pol¨ªtica enjundiosa y viajera y hablaba de ellos no s¨®lo como un estadista sino como un narrador pendiente incluso del modo humano de abrocharse los zapatos. Hablaba as¨ª, como si los viera en zapatillas, de Franco y de Eva Per¨®n, de De Gaulle y de Margaret Thatcher, de las actrices y de los escritores, de sus contempor¨¢neos, amigos y enemigos; ten¨ªa una memoria privilegiada, que le serv¨ªa para convertirse en un conversador ameno capaz tambi¨¦n de re¨ªrse de su propia historia.Viaj¨® con el franquismo, pero fue un descre¨ªdo en ese trayecto, y convirti¨® su afiliaci¨®n a los modos de aquel tiempo en un trabajo profesional del que hablaba como un notario; del dictador ten¨ªa una opini¨®n corrosiva que desgranaba con an¨¦cdotas en las que aparec¨ªa como rasgo principal de su car¨¢cter la mezquindad con que Franco asum¨ªa la vida cotidiana, y toda la vida, como si nada nunca tuviera grandeza.
Trabaj¨® en el desbloqueo de la herencia franquista y lo hizo con gusto, con pasi¨®n y con la aceptaci¨®n de sus propios fracasos, el principal de los cuales debi¨® ser no haber llegado al puesto que fue de Su¨¢rez; de eso hablaba con distancia, e incluso con desd¨¦n, porque a pesar de las apariencias siempre afirmaba que era un servidor, no un ambicioso. Le gustaba influir, eso s¨ª, y contaba los meandros de la pol¨ªtica con la pasi¨®n narrativa que parece alentar detr¨¢s de los relatos de John Le Carr¨¦. De algo hablaba con una seriedad muy profunda, del terrorismo; negociar era para ¨¦l un verbo clave, y secreto, y para afirmarlo narraba an¨¦cdotas secretas del general De Gaulle. Los hombres de Estado, dec¨ªa, tienen que hacer cosas discretas que jam¨¢s ha de conocer la historia, para que la historia siga marchando. En el primer ejemplar de EL PA?S, el 4 de mayo de 1976, apareci¨® su rostro como ¨²nico elemento gr¨¢fico de su portada: iba a ver a Hassan II en Marruecos como ministro de Exteriores del Gobierno de Arias Navarro. Para ¨¦l aqu¨¦lla era una misi¨®n m¨¢s; en el primer peri¨®dico moderno de la Espa?a que sucedi¨® al franquismo ese retrato era tambi¨¦n un rasgo contempor¨¢neo.
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