Primavera
Hoy empieza la primavera. Otra vez. Y nosotros, como el vaiv¨¦n de la naturaleza, nacemos y morimos varias veces en nuestras vidas. Lanzamos un vistazo a nuestra fotograf¨ªa de hace a?os y nos vemos acabados. O nos contemplamos ahora en el espejo, mientras las ramas se ceban de yemas y nos vemos, parad¨®jicamente, desfallecidos. Nunca hay m¨¢s suicidios que en primavera, dicen las estad¨ªsticas; ni depresiones, ni desganas. De una parte, porque una excesiva euforia por la vida convierte en intratables a los semejantes, tal como ocurre en el carnaval y, de otra, porque el borbot¨®n de la sangre pide paso hacia las afueras para sumarse, sin cuerpo, a la juerga del color total. No es soportable vivir en un medio donde todo reluzca vivazmente, borracho de inocencia y despreocupadamente jovial. No hay humano que lo resista sin dolor. Es preciso un m¨ªnimo relente de miedo o un plisado de muerte cerca para ser realmente feliz en este mundo. Para tomar conciencia de que esa flor que lucha por lucirse lo hace apremiada por el saber terrible de no poder hacerlo siempre. La mayor grandeza de la vida humana, como de las plantas o de los insectos, radica en la singular belleza de su l¨ªmite. Lo eterno carece de emoci¨®n est¨¦tica porque, sobre todo, desconoce el fulgor radical de lo instant¨¢neo. Toda belleza requiere finitud, la brillante amenaza de un final y el genuino resplandor del tr¨¢nsito. De esa manera la primavera viene a representarnos bien: como efusi¨®n y como brevedad perfecta. Ef¨ªmeros y fr¨¢giles, estos d¨ªas tiern¨ªsimos reavivan el singular fen¨®meno de vivir. O, simplemente: la extra?a facultad de sentirnos respirar y latir, porque nuestro estado natural, aquel en el que consumimos la pr¨¢ctica totalidad de nuestra historia, es el de estar quietos, ausentes, cerrados, inodoros, s¨®lo muertos.
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