El retorno del Kaiser
Un alem¨¢n p¨¢lido y desencajado, el alem¨¢n de turno, hinch¨® la musculatura para anticiparse a la jugada. No le vali¨® de mucho: Redondo escondi¨® la pelota en un control curvo, la toc¨® de primera hacia Seedorf, la recogi¨® con freno a la salida de la pared, y se la llev¨® puesta a la banda izquierda para apoyar la subida de Roberto Carlos. El alem¨¢n, un tal Ricken fornido como un pelotari, o quiz¨¢ fuera un tal Kree harto de codillo, o incluso el venerable M?ller, hastiado de barro y linimento, descarril¨® en la l¨ªnea media y termin¨® volcando sobre los andenes del Westfalenstadion. Enga?ado por tanto viraje, se inclin¨® hacia un lado, mir¨® hacia el otro, y se desplom¨® en una absurda pirueta mientras agitaba las bielas en el aire como una vieja y destartalada locomotora de vapor. - "Ah¨ª est¨¢ Redondo: es el due?o de la pelota, del partido y de la eliminatoria", dijo Michel en televisi¨®n para resumir el incidente.
Y all¨ª estaba Redondo gobernando la maniobra desde el minuto veinte del partido de ida. Hasta entonces, aquello hab¨ªa sido un charco de ranas: el Madrid jugaba a tientas y, muy crecidos en su papel, los alemanes se propagaban como la fiebre amarilla. Le encend¨ªan la mecha a Chapuisat, el cohete suizo, y pegados a su estela llegaban hasta Bodo Illgner entre bufidos y pelotazos.
Pero en eso apareci¨® Fernando Redondo peinado con raya al medio, pidi¨® pista y puso a bailar el tango a los veinti¨²n compa?eros de funci¨®n: en dos noches les inyect¨® en vena a Gardel, a Piazzola, a Bochini, al Beto Alonso y a Adolfo Pedernera; un siglo argentino de m¨²sica y f¨²tbol. Dos semanas despu¨¦s, en Dortmund, segu¨ªa marcando el mismo comp¨¢s, y aquel alemanazo, que Nevio Scala hab¨ªa templado para la ocasi¨®n en su taller de forja italiana, sinti¨® una descarga en los gemelos y se pregunt¨® c¨®mo demonios habr¨ªa conseguido el tipo de la varita y la chistera que ¨¦l diese dos ¨®rdenes contradictorias a sus propias piernas.
Algunos a?os antes, no muy lejos del lugar, con el apodo de Emperador Francisco, hab¨ªa pasado a la posteridad un chico llamado Beckenbauer que se mov¨ªa por el campo como el p¨¦ndulo del metr¨®nomo. Sin abandonar la vertical m¨¢s de lo estrictamente necesario jugaba al f¨²tbol con una suficiencia rayana en el desd¨¦n. Recib¨ªa la pelota con un gesto contenido de perdonavidas, la hac¨ªa rodar hacia adelante con la suela y, sin mostrar emoci¨®n alguna, tic-tac, tic-tac, le daba un cachete entre compasivo y despectivo. Aquel deportista que parec¨ªa jugar sobre hielo consigui¨® erigirse en jefe supremo de Hoeness, Maier, Uwe Sheeler, Netzer, M¨¹ller y Overath. M¨¢s tarde proclam¨® "yo soy el f¨²tbol" y se meti¨® en su estatua de bronce para siempre.
Desde ese instante, los hinchas nost¨¢lgicos se quedaron esperando el retorno del modelo. Ni los enredos t¨¢cticos ni los defensores del f¨²tbol sint¨¦tico hab¨ªan hecho olvidar aquella figura en la que se confund¨ªan prodigiosamente el punto de apoyo y el centro de gravedad. Un d¨ªa, el Cholo Simeone intuy¨® el regreso cuando dijo, "no s¨¦ si alguna vez coincidir¨¦ con Redondo en un equipo, pero disfruto con la idea de verle de cerca, plantado de ese modo tan especial frente a la corona del ¨¢rea". Hace dos semanas, Franz Beckenbauer lleg¨® al palco del Bemab¨¦u, mir¨® y sentenci¨®: "He visto un f¨²tbol de calidad extra".
Dicen que luego se qued¨® perplejo. Sin duda pens¨® que aquel m¨²sico argentino que tocaba de memoria ten¨ªa un aire inequ¨ªvocamente familiar.
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