El ad¨²ltero
El ad¨²ltero se despidi¨® con un beso de su mujer, baj¨® en el ascensor hasta el portal y, tras subir de nuevo cautelosamente por las escaleras, golpe¨® con los nudillos la puerta de la vivienda pegada a la suya. Le abri¨® la ad¨²ltera, conteniendo la risa. El ad¨²ltero dej¨® el malet¨ªn en el suelo y se afloj¨® la corbata. - -Es incre¨ªble -dijo dej¨¢ndose caer en el sof¨¢- estar tan lejos y tan cerca de casa al mismo tiempo. Recu¨¦rdarne dentro de un rato que llame a mi mujer desde Barcelona. Te¨®ricamente ten¨ªa que coger el puente a¨¦reo de las 8.30. ?Y tu marido?
-Se ha ido a Barcelona tambi¨¦n. A lo mejor os encontr¨¢is en el avi¨®n, je, je. Hab¨ªa en aquella coincidencia algo excitante. El ad¨²ltero era un cazador de simetr¨ªas y valoraba mucho la relaci¨®n especular que manten¨ªa el piso de su amante con el suyo. Lo que m¨¢s le gustaba de aquella aventura extraconyugal era el hecho de que las cosas que en su vivienda quedaban a la derecha estuvieran a la izquierda en ¨¦sta. Equival¨ªa casi a pasar unas horas dentro del espejo. Cuando se lavaba la cara en el lavabo del cuarto de ba?o, se imaginaba a s¨ª mismo al otro lado repitiendo con la mano derecha los mismos gestos que en este piso hac¨ªa con la izquierda. Incluso entre su mujer y su amante hab¨ªa descubierto una curiosa relaci¨®n reflexiva, pues las dos ten¨ªan un pez¨®n retr¨¢ctil, aunque en distinto pecho.
Hab¨ªa desayunado antes de abandonar su casa, pero volvi¨® a hacerlo con la ad¨²ltera, pues a los dos les gustaba este rito matinal con el que forjaban la ilusi¨®n de haber dormido juntos. Luego ella li¨® un canuto que se fueron pasando parsimoniosamente mientras met¨ªan los cacharros en el lavavajillas. El ad¨²ltero compuso una sonrisa.
No s¨¦ qui¨¦n soy -dijo besando a la ad¨²ltera en el cuello-, si yo mismo o tu marido.
-Si fueras mi marido, yo no ser¨ªa tu mujer, compr¨¦ndelo. Detesto la endogamia. -En el caso de ser tu marido,, por otra parte, deber¨ªa llamar a la oficina para tomar una decisi¨®n. He o¨ªdo decir que tu marido toma muchas decisiones.
-A quien tienes que llamar es a tu mujer para decirle que has llegado bien a Barcelona, a ver si podemos meternos en la cama de una vez.
-La telefonear¨¦ desde el m¨®vil para que parezca todo m¨¢s veros¨ªmil, je, je.
-Te r¨ªes como yo, je, je.
-S¨ª, je, je.
Mientras el ad¨²ltero hablaba con su esposa desde el m¨®vil, son¨® el tel¨¦fono de la vivienda. La ad¨²ltera tom¨® el auricular, pronunci¨® un par de monos¨ªlabos y volvi¨® a colgar casi al mismo tiempo que su amante.
-Era mi marido -dijo-, que acaba de llegar a Barcelona. Se le entend¨ªa muy mal porque me llamaba desde el m¨®vil. Tiene la man¨ªa de telefonear nada m¨¢s salir del avi¨®n.
-Igual que yo -dijo el hombre.
Ya en la cama, y para acentuar la relaci¨®n especular, el ad¨²ltero se coloc¨® a la izquierda de la ad¨²ltera, pues en su casa sol¨ªa acostarse a la derecha de su mujer. Nada m¨¢s comenzar los ejercicios amatorios, oy¨® a su esposa hablar con alguien al otro lado del tabique, en el dormitorio contiguo.
-?Con qui¨¦n hablar¨¢? -pregunt¨® el hombre, extra?ado, a la ad¨²ltera.
-Sola, habla sola desde hace mucho tiempo. Entonces se oy¨® la voz de un hombre.
-?Y eso? -pregunt¨® el ad¨²ltero.
-Es ella tambi¨¦n. Suele hacer las dos voces.
-?Est¨¢s segura? -Claro, la oigo todos los d¨ªas.
El ad¨²ltero se derrumb¨® sin ganas de nada. No es que hubiera desaparecido la sensaci¨®n de encontrarse al otro lado del espejo, que tanto le gustaba, pero se dio cuenta de que lo hab¨ªa atravesado por aquel agujero donde el azogue, estaba desprendido, como la pintura de un cuadro viejo. Y eso le quitaba a la historia la magia sim¨¦trica. As¨ª que salt¨® llorando de la cama y se fue a Barcelona.
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