El s¨ªndrome de WeimarFERRAN GALLEGO
Ya se sabe que el nuestro no es un pa¨ªs seducido por la cultura alemana, dotada de un idioma perfecto pero desalentador, que parece acu?ado para definir con pulcritud las angustias existenciales que fruncen el paisaje mental de los centroeuropeos. Sin embargo, las exposiciones que recientemente se han dedicado en Barcelona a la obra de George Grosz y Emil Nolde nos han fascinado por la explosi¨®n art¨ªstica que sacudi¨® la Alemania de entreguerras y, especialmente, aquel Berl¨ªn colosal donde burbujeaban los riesgos est¨¦ticos de la vanguardia, antes de que el advenimiento del Tercer Reich los disecara en la paraplejia del realismo racial. De la misma forma, las representaciones de Bertolt Brecht en este dichoso 1998 de centenarios, nos ha recordado que lo que ocurri¨® entonces no fue s¨®lo el forcejeo solitario del artista frente a su obra, sino un debate presente en nuestro tiempo: el papel del intelectual en una sociedad con medios de comunicaci¨®n de masas. Las deformaciones expresionistas y la emoci¨®n did¨¢ctica del teatro y la poes¨ªa brechtiana han penetrado en nuestra sensibilidad, devolvi¨¦ndonos la cadencia de una marea est¨¦tica que tambi¨¦n deseaba ser una pulsaci¨®n moral. Sin embargo, la vinculaci¨®n con el ¨¢mbito pol¨ªtico y social donde se engendraron aquellas manifestaciones art¨ªsticas se realiza de una forma menos amable, incluso menos evidente. Es conocido que la Rep¨²blica de Weimar es un r¨¦gimen con mala prensa, una "rep¨²blica sin republicanos", como les gustaba llamarla a los aduladores de Adenauer. Se contempla como una simple antesala del nazismo, v¨ªctima de su ingenuidad, ese pu?ado de buenas intenciones que acab¨® devorada por la potencia debilitadora de sus propias convicciones. Lo que podr¨ªamos llamar el s¨ªndrome de Weimar consiste en rechazar no s¨®lo la experiencia concreta de lo que fue aquel r¨¦gimen, sino tambi¨¦n el rigor de su fundamentaci¨®n ideol¨®gica. Es una operaci¨®n intelectual que no se presenta con el envoltorio de un discurso pol¨ªtico exigente, sino con la apariencia de un estado de ¨¢nimo, de un esp¨ªritu de fin de siglo, de un cansancio por las formas de pensamiento fuerte, pero que empapa con eficacia una normalidad moral donde se va asentando el sentido com¨²n de nuestra ¨¦poca. La Rep¨²blica de Weimar crey¨® que la democracia moderna, la que hab¨ªa de sustituir al liberalismo despu¨¦s de la experiencia de la Gran Guerra, exig¨ªa la representaci¨®n del conjunto de la ciudadan¨ªa, y por ello asegur¨® un sistema de estricta proporcionalidad en su r¨¦gimen electoral. Lo que defiende nuestro lacio esp¨ªritu finisecular es la custodia exclusiva de la gobernabilidad, planteada sesgadamente como algo que entorpecen las recalcitrantes fuerzas pol¨ªticas minoritarias, empe?adas en exigir la insensatez de que el voto de cada uno de sus electores valga lo mismo que los de los partidos m¨¢s fuertes. Las recientes propuestas de modificar la mec¨¢nica de los comicios municipales, incluyendo aspectos como la elecci¨®n directa de los alcaldes y el control absoluto del consistorio por la lista m¨¢s votada, suponen triturar la representaci¨®n de las minor¨ªas en nombre de un concepto estrecho, interesado y err¨®neo de la estabilidad. Resulta curioso que tales sanadores de la democracia crean posible aplicar una cirug¨ªa electoral que elimine la representaci¨®n de partidos menores, con la serenidad imperturbable y compasiva de quien amputa el miembro gangrenado de un cuerpo que debe sobrevivir. Y, en algunas ocasiones, se ha recurrido expl¨ªcitamente al final tr¨¢gico de Weimar para justificar tales desmanes de procedimiento, que convierten a un sector de la ciudadan¨ªa en viajeros de tercera clase del trayecto electoral o, simplemente, en personas que ni siquiera podr¨¢n subirse al tren. Los denostados constructores de Weimar se basaron tambi¨¦n en el delicado equilibrio entre el elogio de la identidad ideol¨®gica y la responsabilidad de los acuerdos pol¨ªticos desde la propia diferencia. Y tales acuerdos alcanzaron niveles de generosidad y renuncia impecables cuando se trat¨® de salvar la democracia frente al fascismo. La normalizaci¨®n de la pol¨ªtica, en esa fatiga espiritual que se ha adue?ado de nuestros ide¨®logos, pasa por la creaci¨®n de espacios centrales permanentes, capaces de sumar tradiciones contrarias para constituir en la pr¨¢ctica, aunque no se formalice as¨ª, una cultura que las anule y las supere. A diario se plantean salidas de este tipo para nuestro pa¨ªs, de la misma forma que repican las campanas de la Gran Coalici¨®n en Alemania o se ensancha la sombra alambicada del olivar italiano. La pol¨ªtica del antagonismo, que no debe identificarse con las caricaturas petardistas que algunos tertulianos dise?an, es la pol¨ªtica en sentido estricto. Por el contrario, el discurso que debilita la pol¨ªtica se basa en esa fervorosa defensa del consenso que confunde la aceptaci¨®n de principios constitucionales comunes con la reducci¨®n a la accidentalidad de las diferencias ideol¨®gicas, lo cual no conduce a la sana cultura del pacto, sino a la enfermiza obsesi¨®n por perder las se?as de identidad, es decir, la raz¨®n pol¨ªtica de ser de cada uno. Hay otras muchas manifestaciones de este s¨ªndrome. Por ejemplo, la confusi¨®n de personas diferentes con pol¨ªticas alternativas. O la consideraci¨®n tan lejana al compromiso ¨ªntimo de Weimar como al de la segunda posguerra, de que el pacto social y la democracia pol¨ªtica no tienen por qu¨¦ compartir la intimidad de los compa?eros de viaje. O la aparici¨®n de bolsas de sociabilidad que muchas veces enriquecen la democracia, pero que en otros casos agrupan las frustraciones del cierre de los canales de participaci¨®n institucional, y que pueden convertirse, parad¨®jicamente, en un factor de voladura de esa mezquina estabilidad que se ha utilizado como coartada para la marginaci¨®n de los m¨¢s d¨¦biles. El gozo de ciertas experiencias est¨¦ticas puede ir acompa?ada de la desactivaci¨®n de aquella densidad democr¨¢tica, de la movilizaci¨®n ciudadana, de las esperanzas de participaci¨®n en lo colectivo y de la convicci¨®n de que el mundo era adaptable a los deseos de sus habitantes, que nutrieron momentos de tan inmensa capacidad de creaci¨®n. A lo que iremos asistiendo, si el s¨ªndrome infecta del todo nuestra cultura, no ser¨¢ al renacimiento del fascismo, desde luego, pero s¨ª a la agon¨ªa inexorable de la democracia. Al menos, como hemos querido entenderla en la mejor tradici¨®n europea: aquella que, en su momento, quiso encarnar la denostada, valiente y razonable Rep¨²blica de Weimar.
Ferran Gallego es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Barcelona.
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