El reo d¨®cil
Llaman a declarar como testigo a Luis Rold¨¢n y tarda un minuto largu¨ªsimo en aparecer en la puerta de la sala, precedido por un agente judicial, flanqueado por los dos guardias de paisano que lo han escoltado desde la prisi¨®n y que lo acompa?an incluso cuando va a los lavabos. A diferencia de en las pel¨ªculas, en la Sala Segunda del Tribunal Supremo los testigos no llegan en el instante mismo en que se reclama su presencia. Luis Rold¨¢n muestra una palidez blanda, una actitud mansa y abstra¨ªda, una blancura carcelaria. Su calva no tiene el lustre bru?ido de otras calvas esf¨¦ricas, sino una cualidad como abollada o carnosa, que se acent¨²a porque resbala sobre ella la luz espl¨¦ndida de los candelabros. Viste un traje holgado, de solapas anchas y doble fila de botones, un traje verde oscuro, de color de alga muerta.No llego a oir qu¨¦ responde cuando el presidente le pregunta cu¨¢l es su profesi¨®n. Ha cruzado la sala como si entrara en misa, con una disposici¨®n de reverencia mansa, con las manos atr¨¢s, se inclina ante los magistrados como ante el altar mayor y se sienta d¨®cilmente cuando se le dice que lo haga. Alguien que lo conoci¨® en los tiempos del poder y la gloria me dice que est¨¢ desconocido, que no se parece en nada, ni en la voz ni en los gestos, al hombre terminante y soberbio que dirig¨ªa hace m¨¢s de diez a?os la Guardia Civil y estuvo a punto de ser nombrado ministro del Interior. Ahora contesta a todas las preguntas con una complacencia obediente, casi l¨¢nguida, con una voz sin inflexiones de voluntad o de recelo, como dej¨¢ndose llevar, como se deja conducir y custodiar por los guardias que lo devolver¨¢n a la c¨¢rcel en cuanto termine su declaraci¨®n y que dentro de unos d¨ªas o de unas semanas volver¨¢n a llevarlo a otra sala de juicio, en Madrid o en Pamplona, porque la vida de este hombre que dirigi¨® un ej¨¦rcito un¨¢nime de guardias civiles y que parece haber disfrutado sin remordimiento ni prudencia la ebriedad obscena del poder y del dinero es ahora una sucesi¨®n de c¨¢rceles y de juzgados, de acusaciones y declaraciones y requerimientos en los que se va dejando envolver con una blandura de fatalismo b¨²dico, con una inercia resignada de preso.
Tambi¨¦n ¨¦l estuvo desvelado la noche del 4 de diciembre, desvelado y alerta, recibiendo llamadas a deshoras, marcando tel¨¦fonos que comunicaban, n¨²meros secretos que seg¨²n dice le permit¨ªan el acceso inmediato y directo no s¨®lo a Rafael Vera, sino tambi¨¦n a Jos¨¦ Barrionuevo. En la noche de los tel¨¦fonos insomnes se dibuja ahora otro rastro de timbrazos: un hombre de aspecto magreb¨ª ha aparecido en un puesto fronterizo solitario y oscuro diciendo que quiere hablar con su amigo Pepe, que es polic¨ªa, y llevando consigo apuntados en un papel unos tel¨¦fonos de la Jefatura de Bilbao. Hace mucho fr¨ªo y el puesto fronterizo ya est¨¢ cerrado: un inspector llama al Jefe Superior de Polic¨ªa de Pamplona, habl¨¢ndole de ese magreb¨ª como salido de ninguna parte que sugiere tener v¨ªnculos valiosos, recados urgentes y secretos. Tambi¨¦n el Jefe Superior de entonces, un hombre viejo y corpulento, ya jubilado, declara como testigo y a?ade un fragmento de la historia, el recuerdo de otra llamada: estaba en la cama cuando son¨® el tel¨¦fono y eran los polic¨ªas de la frontera, les dijo que volvieran a llamar al cabo de un rato, llam¨® a Rold¨¢n, delegado del gobierno en Navarra, y ¨¦ste le dijo a su vez que esperara, que tambi¨¦n ¨¦l ten¨ªa que hacer consultas. El viejo comisario dice que le extra?¨® que Rold¨¢n contestara tan pronto, aunque era media noche, que no se mostrara enojado por la inoportunidad de la llamada. Recuerda que le dijo el nombre del magreb¨ª: Talbi, Mohand Talbi. Rold¨¢n dice que llama a Rafael Vera y le cuenta la rara aparici¨®n de ese hombre en el puesto fronterizo y que Vera le ordena que no haga caso, que no se meta en nada, que se trata de una "operaci¨®n de Bilbao". S¨®lo que hay una discordancia entre los recuerdos de Rold¨¢n y los del antiguo jefe superior de Pamplona: Rold¨¢n declara que Mohand Talbi dio el recado de que tra¨ªa consigo a Segundo Marey. Pero Talbi lleg¨® sin coche y solo al peque?o cobertizo de la frontera, han atestiguado los polic¨ªas que lo vieron, tan s¨®lo dijo que quer¨ªa llamar a su amigo Pepe, y que un par de horas m¨¢s tarde lleg¨® Jos¨¦ Amedo y el magreb¨ª -o el moro, seg¨²n dicen los agentes-, se fue con ¨¦l en su coche, que se perdi¨® enseguida en la oscuridad.
Cada nueva revelaci¨®n trae consigo su dosis de incertidumbre y sospecha. Ab¨²lico, manso, fatalista, Luis Rold¨¢n asegura que Rafael Vera estaba al tanto del secuestro de Marey y que Barrionuevo le confi¨® m¨¢s tarde su queja por la chapuza cometida. Hacia la mitad de su declaraci¨®n hay un descanso, pero a ¨¦l se le ordena permanecer en la sala, sin hablar con nadie. Visto de espaldas, en ese escenario solemne y desierto, frente a los sillones vac¨ªos de los magistrados, parece el hombre m¨¢s solo del mundo. Cuando se acaban las preguntas, los dos guardias de paisano se le acercan y Luis Rold¨¢n sale mansamente entre ellos, las manos cruzadas sobre el fald¨®n de la chaqueta verde oscuro, como si lo llevaran esposado.
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