La violencia social latinoamericana
Desde tiempos inmemoriales, Am¨¦rica Latina ha padecido la violencia: aquella, inclemente y ahora idealizada, de las ¨¦pocas precolombinas; luego la peor de todas, la de las Conquistas; enseguida la violencia ca¨®tica y perdurable de la construcci¨®n estatal y nacional; en la era moderna, la violencia revolucionaria, justiciera y autoapolog¨¦tica; la respuesta descarnada y sin l¨ªmites de ¨¦lites retr¨®gradas y sin escr¨²pulo; por ¨²ltimo, la actual, desgarradora y humillante, de la pobreza, la desigualdad y el porvenir coartado. En a?os recientes, la atenci¨®n se ha centrado en dos tipos de violencia particularmente agudas y omnipresentes: la violencia pol¨ªtica —las guerrillas, la tortura y las desapariciones, la represi¨®n— y la inseguridad, verdadero flagelo de las clases medias y populares de las grandes urbes latinoamericanas: asaltos, secuestros, robos, asesinatos y violaciones. Pero quiz¨¢s una de las nuevas formas de violencia que comienza a irrumpir en el escenario hemisf¨¦rico sea una mezcla heterodoxa y contradictoria, de violencia pol¨ªtica y delincuencial, que podr¨ªamos llamar social. No es exclusivamente pol¨ªtica, aunque contiene poderosos resortes y efectos pol¨ªticos; tampoco puede ser clasificada como meramente violatoria de la ley y del Estado de derecho en general, por completo carente de connotaciones pol¨ªticas. Es una simbiosis de ambas, y por ello ha sembrado una gran confusi¨®n en el seno de las sociedades latinoamericanas. Abundan ejemplos provistos de mensajes ideol¨®gicos diversos. Examinemos tres, de ¨ªndole distinta, pero que comparten la caracter¨ªstica reci¨¦n anotada. Brasil, Colombia y M¨¦xico, tres pa¨ªses donde la violencia ha ocupado un lugar dis¨ªmbolo en la historia. El noreste brasile?o ha sido tierra de pobreza, sequ¨ªa y lucha por lo menos desde la rebeld¨ªa de los Canudos, de finales del siglo XIX, inmortalizada por Euclides da Cunha y mucho despu¨¦s por Mario Vargas Llosa. El sertao presenci¨® asimismo la organizaci¨®n de las grandes ligas campesinas dirigidas por Francisco Juliao a inicios de la d¨¦cada de los sesenta, y ahora con el arribo de una nueva sequ¨ªa, tal vez m¨¢s devastadora que otras, anteriores, se sumerge en una ola de saqueos, de cierres de carrete ras y de tomas de tierra que amenazan la fr¨¢gil paz pol¨ªtica brasile?a construida penosamente a lo largo de los ¨²ltimos quince a?os.
No se trata s¨®lo de acciones espont¨¢neas, impulsadas por campesinos hambrientos y desesperados cuyas cosechas se quemaron o secaron, ni tampoco de una gran conspiraci¨®n teledirigida por el Movimiento de los Sin Tierra (MST), a su vez comanda da por el Partido de los Trabaja dores de Lula, para socavar el intento reeleccionista de Fernando Henrique Cardoso. Es una combinaci¨®n de ambos factores: el pol¨ªtico y el estrictamente delincuencial, donde protesta, hambre, saqueo de supermercados y resentimiento de clase se unen en una violencia? social, justamente. Huelga decir que los incidentes mencionados han desatado una acrimoniosa y vasta pol¨¦mica en Brasil, donde el establishment y las fuerzas m¨¢s conserva doras tienden a denunciar los actos de violencia, sin atreverse, todav¨ªa, a ahogarlos en sangre, y donde los sectores progresistas y humanistas prefieren legitimar o avalar el comportamiento de las v¨ªctimas nordestinas de la sequ¨ªa, a sabiendas de que no pueden ir demasiado lejos en su apoyo a flagrantes violaciones al Estado de derecho. As¨ª, el MST, la Iglesia y hasta el candidato de centro izquierda Ciro Gomes se niegan a denunciar a los protagonistas de las tomas y saqueos, mientras que Cardoso y sus seguidores instan a la sociedad brasile?a en su conjunto a repudiar los actos, al mismo tiempo que echan a andar una iniciativa de ayuda que debi¨® haber comenzado hace meses.
Algo semejante, pero con una referencia ideol¨®gica opuesta, ocurre en Colombia. Al ampliarse la guerra de guerrillas y contrainsurgente en ese pa¨ªs, y al revelarse cada vez m¨¢s impotente el Ej¨¦rcito para vencer a las agrupaciones armadas, y en particular a las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC), lideradas en teor¨ªa —aunque muchos creen que ha muerto— por el legendario Tiro-fijo o Manuel Marulanda, alzado en armas desde la d¨¦cada de los cincuenta, los grupos paramilitares de derecha han adquirido un perfil inesperado. La reciente masacre en Puerto Alvira de 21 civiles, que supuestamente guardaban simpat¨ªas por las FARC, constituye un fiel reflejo del problema. Terratenientes, narcotraficantes, ex militares y campesinos adversos a las guerrillas, por una raz¨®n u otra, recurren a una violencia que no es ¨²nicamente pol¨ªtica, como las FARC tampoco son ya una organizaci¨®n puramente revolucionaria que busca el poder para transformar la sociedad. Pero la violencia ejercida por los paramilitares, como aquella empleada por las FARC, no puede ser tampoco reducida a una pura y llana expresi¨®n de la delincuencia.
El comportamiento de las organizaciones armadas de la derecha revanchista en Colombia suscita reacciones diversas en aquel pa¨ªs. Obviamente los sectores "civilizados" repudian los actos de barbarie cometidos. Pero es indudable que facciones significativas de las fuerzas armadas y del Gobierno solapan a los para militares: como lo ha reconocido la m¨¢xima autoridad del Ej¨¦rcito, las fuerzas castrenses colombianas no pueden derrotar, solas, a una guerrilla que parece hab¨¦rseles escapado de las manos. La violencia social en Colombia genera as¨ª respuestas ambivalentes: nadie la aprueba del todo, pero al coincidir con intereses objetivos de determinados estamentos de la sociedad, recibe discretos apoyos y anuencias de los mismos.
Por ¨²ltimo, el caso de Chiapas en M¨¦xico. El alzamiento zapatista del primero de enero de 1994 fue un gesto cl¨¢sico de violencia pol¨ªtica: aqu¨ª no hay ambig¨¹edad ni confusi¨®n posibles. Pero las diferentes secuelas de esa insurrecci¨®n que conmovi¨® al mundo y sacudi¨® las conciencias mexicanas son m¨¢s complejas. Junto con la pol¨ªtica contrainsurgente de las fuerzas armadas mexicanas en la zona, y que contribuye a exacerbar las tensiones lo cales, existe un fen¨®meno de violencia social, que rebasa el ¨¢mbito meramente pol¨ªtico, pero que tampoco puede asimilarse a procedimientos criminales desprovistos de contenido pol¨ªtico.
As¨ª, el surgimiento de grupos paramilitares antizapatistas en varias regiones del Estado corresponde a una mezcla siniestra de revancha y manipulaci¨®n pol¨ªtica, de resentimiento ¨¦tnico, religioso y pol¨ªtico, y a descaradas aspiraciones sociales e incluso familiares. La sa?a de los llamados pri¨ªstas contra las comunidades o grupos zapatistas emana de estos impulsos; en ocasiones la ferocidad de la actitud zapatista contra las agrupaciones pri¨ªstas brota tambi¨¦n de sentimientos an¨¢logos. El odio, por ejemplo, de los habitantes pri¨ªstas de la aldea de Taniperlas, tanto contra los civiles zapatistas que intentaron crear un municipio aut¨®nomo, como contra los observadores italianos que procuraron proteger a 180 mujeres secuestradas, procede de factores de esta naturaleza. En parte, obviamente, se trata de un odio atizado por el Gobierno de Ernesto Zedillo y del Estado de Chiapas, quienes no han vacilado en recurrir al nacionalismo mexicano m¨¢s rampl¨®n y detestable para defenderse de los extranjeros que llegan a observar la situaci¨®n en Chiapas o a expresar in situ su simpat¨ªa por los zapatistas. Pero tambi¨¦n proviene de pasiones locales de toda ¨ªndole, incluyendo, sin duda, formas de violencia social: ni pol¨ªtico ni criminal y ambas a 'la vez.
De nuevo el tema incomoda al resto de la sociedad mexicana. Por un lado, la izquierda pol¨ªtica e intelectual de la Ciudad de M¨¦xico dif¨ªcilmente puede disimular su afinidad por la causa ind¨ªgena y zapatista; por el otro, apenas emerge de la larga marcha hacia la democracia y la lucha electoral, en buena medida incompatible con el recurso a la violencia, pol¨ªtica o social, tan evidente en Chiapas. Por su parte, el Gobierno mexicano fomenta muchas de las conductas violentas en la zona de conflicto, aunque se ve obligado a deslindarse de la misma cada vez que a sus huestes chiapanecas se les pasa la mano. No puede apoyar la violencia social, pero tampoco puede prescindir de ella en la coyuntura actual.
La fragilidad de los Estados de derecho en Am¨¦rica Latina, y el car¨¢cter circunscrito e incipiente de la cultura pol¨ªtica democr¨¢tica, se combinan con la exacerbaci¨®n de tensiones sociales producto de quince a?os ya de magro crecimiento econ¨®mico y desigualdad creciente. La rebeli¨®n de los Canudos, encabezada por Antonio Conselheiro hace ciento dos a?os en los sertoes nordestinos, finalmente fue derrotada. El nuevo rostro —fundamentalista y lacerante— de la violencia social en Am¨¦rica Latina es obviamente distinto; borrarlo, sin embargo, puede tardar m¨¢s tiempo y costar m¨¢s caro.
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