Elogio de la ambig¨¹edad
?Nunca abandonar¨¦ la casa de Muumbi?, dice el juramento ritual de la tribu kikuyu de Kenia, seg¨²n narra Harold Isaacs en su libro cl¨¢sico Los ¨ªdolos de la tribu. Muumbi es la madre progenitora de los kikuyu, y su casa es el ¨²tero del que todos ellos nacen y el hogar que les alimenta. Ser¨ªa un error -sigue Isaacs- creer que tal fen¨®meno s¨®lo ocurre en Kenia. El mundo entero est¨¢ lleno de Muumbis, que albergan miles de ¨²teros de los que todos creemos proceder y de los que depende nuestra propia estima, nuestros valores, nuestras ideas sobre el bien y el mal. Todos estamos anclados en identidades colectivas que, adem¨¢s, nos han sido dadas, sin derecho a opci¨®n previa. Nacemos con unas caracter¨ªsticas f¨ªsicas de las que no podemos escapar (y a las que de inmediato se adscribe un significado cultural), nos ponen un nombre que revela una procedencia y que marca muchas de las futuras conductas (propias y ajenas), aprendemos antes de tener conciencia de ello una lengua y unas formas espec¨ªficas de relacionarnos con los dem¨¢s, e incluso con frecuencia se nos inculca desde ni?os una religi¨®n a la que la mayor¨ªa permanece fiel toda la vida. Todos ellos son rasgos que compartimos con otros seres humanos, lazos que nos vinculan a un grupo o colectividad. Alg¨²n que otro cosmopolita o rebelde puede distanciarse del grupo y zafarse, no sin esfuerzo, de parte de estas ataduras; pero dif¨ªcilmente pretender¨¢ no tener nada que ver con su cuerpo, con su nombre, con su lengua. La inmensa mayor¨ªa, por lo dem¨¢s, se refiere a estos datos culturales, m¨¢s que a sus m¨¦ritos individuales, como fuente de dos sentimientos cruciales en la formaci¨®n de la personalidad: la identidad y la autoestima. No es mero azar que, a lo largo de toda la historia humana, la gente haya exhibido de mil maneras s¨ªmbolos que proclamaban su vinculaci¨®n con un grupo al que cre¨ªan digno y honorable, cuando no abiertamente superior a los dem¨¢s.Hasta hace relativamente poco, sin embargo, esta necesidad no se expresaba en t¨¦rminos nacionales. Los individuos presum¨ªan de un apellido que les conectaba con cierta familia o linaje al que se atribu¨ªan hechos gloriosos en el pasado; o desfilaban orgullosamente en procesiones portando los s¨ªmbolos de su barrio, gremio o cofrad¨ªa; o peleaban encarnizadamente en nombre de una u otra religi¨®n. Era un mundo complejo, en el que se entrecruzaba un infinito n¨²mero de divisiones y jerarqu¨ªas: razas, lenguas, religiones, linajes, estamentos, comarcas. Un mundo que desapareci¨®, al menos en Europa, como consecuencia del devastador impacto de las revoluciones pol¨ªticas, econ¨®micas y demogr¨¢ficas de los ¨²ltimos dos siglos. Pareci¨® entonces que aquel corporativismo entrecruzado iba a verse sustituido por un individualismo atomizador, pero lo cierto es que comenzaba el reinado de otro tipo de identidad colectiva: la naci¨®n. Aquellas m¨²ltiples y elaboradas fuentes de orgullo se vieron sustituidas, en una casi m¨¢gica operaci¨®n de simplificaci¨®n, por la referencia nacional como casi ¨²nica expresi¨®n de pertenencia a un grupo. Hacia 1900, para un europeo al que preguntaran sobre su identidad hab¨ªa una respuesta que dominaba sobre cualquier otra: pod¨ªa ser m¨¦dico, viejo, homosexual, presbiteriano o mel¨®mano, pero ante todo y sobre todo era Alem¨¢n, Franc¨¦s, Ingl¨¦s; con may¨²scula todo, con solemnidad y fanfarria de fondo. Y aquellos gentilicios se remit¨ªan, adem¨¢s, a estereotipos muy elaborados: un ?car¨¢cter? o forma de ser, expresado en una serie de creaciones culturales y logros pol¨ªticos. Porque las unidades pol¨ªticas que hab¨ªan nacido o conseguido sobrevivir tras el derrumbamiento del antiguo r¨¦gimen se hab¨ªan legitimado por su identificaci¨®n con una cultura homog¨¦nea y monol¨ªtica que ven¨ªa de la noche de los tiempos, expresi¨®n a su vez de un ?esp¨ªritu nacional?. El inmenso fraccionamiento heredado de los milenios anteriores se hab¨ªa resuelto de un plumazo declarando a una cultura ?oficial? y todo lo dem¨¢s desviaciones de importancia secundaria: dialectos, seg¨²n el significativo t¨¦rmino acu?ado para referirse a las variantes ling¨¹¨ªsticas. Los libros de historia se hab¨ªan rehecho para poder presentar el pasado como un largo proceso de antecedentes dirigido hacia el surgimiento providencial del Estado nacional. Y la cultura nacional, para colmo, se sacraliz¨®, reemplazando as¨ª a las creencias religiosas que amenazaban desvanecerse: se estableci¨® el culto a la bandera, se elevaron altares a la patria y se encendieron fuegos sacros en memoria de los ca¨ªdos en su defensa. Como buena religi¨®n monote¨ªsta, la naci¨®n barri¨® todos los ?¨ªdolos? que no pudo absorber: linaje, oficio, regi¨®n, clase social, color de la piel, g¨¦nero o creencias ¨ªntimas fueron declarados formas menores, cuando no falsas y perturbadoras, de conciencia. S¨®lo una de nuestras identidades compartidas exig¨ªa predisposici¨®n a la entrega total, s¨®lo a un Dios deb¨ªamos jurar sacrificar ?hasta la ¨²ltima gota de nuestra sangre?. La naci¨®n, el gran mito moderno, no era s¨®lo una identidad generadora de orgullo individual, sino que adem¨¢s daba sentido a la vida, ligando las pobres y finitas existencias individuales con un ente trascendental.
Nadie ignora los nefastos resultados a que condujeron tales planteamientos. En el terreno internacional, basta recordar la rapaz competici¨®n imperialista de las potencias europeas en las ¨²ltimas d¨¦cadas del siglo XIX, las brutalidades fascistas o las dos guerras mundiales. Pero tambi¨¦n en el interno se generaron inc¨®modas situaciones de desigualdad, fuente de problemas hasta hoy mismo. Las ¨¦lites de las regiones o sectores sociales identificados con las culturas minoritarias o lejanas de los centros de poder estatales, cuando no aceptaron la marginaci¨®n, reaccionaron reivindicando una redefinici¨®n del mapa pol¨ªtico. Pero no supieron cuestionar el paradigma de la soberan¨ªa nacional. En lugar de protestar contra la existencia de culturas oficiales, ped¨ªan ser una de ellas. Aunque su discurso siempre se iniciaba con una defensa de la variedad cultural, denunciando su insuficiente reconocimiento en las normas legales, lo que a la postre se reclamaba era crear otro centro de poder, elevar otro altar, poseer otro bolet¨ªn oficial del Estado desde el que encauzar la vida cultural de esa nueva entidad pol¨ªtica y aplastar las desviaciones dentro de ella.
?ste es el camino que, seg¨²n creo, se ha agotado hoy. Y en los ¨²ltimos tiempos da la impresi¨®n de estar abri¨¦ndose paso otro m¨¢s innovador e interesante. El acuerdo de Stormont, por ejemplo, ha establecido un Consejo para el gobierno del Ulster en el que estar¨¢n representadas tanto la minor¨ªa cat¨®lica como la -por el momento- mayoritaria poblaci¨®n protestante; a la vez se constituye otro ¨®rgano que coordina el norte con el sur de la isla, lo que significa reconocer el car¨¢cter irland¨¦s, y no ingl¨¦s, del territorio; y un tercer ¨®rgano conecta el Ulster con Gran Breta?a, en una ratificaci¨®n de la situaci¨®n actual. Lo cual, en definitiva, significa que se deja abierto el futuro hacia una evoluci¨®n en cualquiera de los tres sentidos. Algo no muy distinto a lo que hizo nuestra precursora Constituci¨®n de 1978, que en su art¨ªculo 2 declara de manera contundente y hasta repetitiva el car¨¢cter ¨²nico e indivisible de Espa?a, a la vez que reconoce que existen ?nacionalidades?, lo que implica un derecho al autogobierno. Son textos que admiten distintas lecturas o que instituyen, simplemente, la ambig¨¹edad.
Y la ambig¨¹edad, tambi¨¦n llamada ?pasteleo?, pone nerviosos a muchos, que piden una y otra vez que se aclaren las situaciones, que se ?cierren? procesos constituyentes que parecen no terminar nunca. Mi impresi¨®n es que, por el contrario, este tipo de textos tienen saludables virtudes realistas. No s¨®lo se ajustan a la complejidad de la vida social y pol¨ªtica, sino tambi¨¦n a su fluidez: es decir, que renuncian a encorsetar el futuro. No es que el futuro se vaya a dejar, en ning¨²n caso, dirigir por textos legales. Pero la discrepancia entre las leyes y las realidades puede generar situaciones de tensi¨®n e incluso puede ocurrir que el intento de forzar una realidad d¨¦ lugar a reacciones de sentido inverso al deseado. El franquismo fue un buen ejemplo de las consecuencias de una cultura oficial impuesta con toda la presi¨®n del Estado: un catolicismo de tr¨¢gala y agobio dio lugar a uno de los procesos de p¨¦rdida de creencias religiosas m¨¢s r¨¢pidos, generalizados y espectaculares que registra la historia; as¨ª como el agresivo unitarismo castellanista del r¨¦gimen dot¨® de un prestigio inesperado a esos mismos ?separatismos? que tanto odiaban al dictador y sus seguidores. En la actualidad, el Ir¨¢n de los ayatol¨¢s es otro buen ejemplo de los resultados de las religiosidades impuestas por decreto: es el ¨²nico pa¨ªs isl¨¢mico donde el islam est¨¢ retrocediendo.
Pidamos, pues, a nuestros legisladores que no se obstinen en regular en qu¨¦ lengua deben poner sus letreros los comerciantes, ni qu¨¦ versi¨®n del pasado debemos ense?ar los historiadores, ni a qu¨¦ iglesia conviene que vaya o deje de ir la gente. Y las pocas normas que sea inevitable elaborar sobre estos temas, procuremos que traduzcan al lenguaje legal el car¨¢cter h¨ªbrido y confuso que caracteriza a toda sociedad humana, y m¨¢s a¨²n a las modernas. En tiempos en que desaparecen aduanas, se unifican monedas y coexiste en paz un n¨²mero creciente de banderas, proclamar el car¨¢cter exclusivamente ?vasco? de tal o cual territorio es tan absurdo como hinchar el pecho ante el Pe?¨®n y gritar ?Gibraltar espa?ol? o declarar la marroquinidad eterna de Ceuta y Melilla. Los deseables acuerdos en torno a todos estos contenciosos presentes o futuros deber¨ªan reflejar, como el mod¨¦lico del Ulster, una identidad de car¨¢cter compartido. Los citados son ejemplos de zonas fronterizas, pero en la aldea global todos vivimos identidades fronterizas, nom¨¢dicas, evanescentes.
Dejemos descansar en paz a Muumbi. S¨®lo quienes se obstinan por ignorar la realidad en que viven pueden atreverse hoy a jurar que nunca abandonar¨¢n su seno. O relegu¨¦mosla, si no, a terrenos no pol¨ªticos: que cada cual se identifique con ¨¦ste o aquel conjunto deportivo, si con ello se divierte, y vocifere y se mofe de los adversarios cuando le toque celebrar victorias, pero que de ning¨²n modo generen tales adscripciones privilegios o discriminaciones gubernamentales. Los derechos pol¨ªticos no pueden basarse ya en aquellas identidades culturales exclusivistas y monol¨ªticas de hace 80 a?os, que se esfuman ante nuestros ojos de modo inexorable; ¨¦chese un vistazo, si no, a la cantidad de poblaci¨®n de color que hoy habita en Londres, Amsterdam o Par¨ªs. Alcancemos de una vez la mayor¨ªa de edad en esto de las identidades colectivas y consagremos en los textos legales la ambig¨¹edad y la complejidad del mundo actual.
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