Franco y los revisionistas
Escribo para EL PA?S, apreciado diario de siempre, en cuyas p¨¢ginas me siento libre, en algunas ocasiones m¨¢s que en Italia, donde la censura ha hecho su aparici¨®n en los grandes peri¨®dicos que hoy avanzan sobre carriles revisionistas. Es m¨¢s, existe un v¨¦rtigo de revisionismo que, como un tornado, arranca las p¨¢ginas de los diarios. ?Qu¨¦ esc¨¢ndalo si Franco no es fascista! es el t¨ªtulo de un art¨ªculo un poco provocador de Sergio Romano aparecido en el Corriere della Sera [el pasado 6 de junio]. Y como mis amigos espa?oles me preguntan qui¨¦n es este Sergio Romano tan tajante que absuelve a Franco del fascismo, me veo obligada a aclarar, al menos un poco, este asunto.Romano no es un pensador a lo Furet, ni es un historiador a lo Braudel, sino sencillamente un ex embajador italiano. Su ¨²ltimo destino, en la cima de su carrera, fue nada menos que el de embajador en Mosc¨². Pero dimiti¨® por motivos que siguen siendo un poco misteriosos. Creo que formaba parte de aquellos funcionarios cuya frustraci¨®n radica en el hecho de que, tras escribir cuidados informes sobre perspectivas de futuro en los ministerios de Asuntos Exteriores, nadie los lee. O bien los guardan en cualquier caj¨®n. De esta frustraci¨®n se liber¨® el embajador Romano al dimitir, al pasarse al periodismo, primero como editorialista de La Stampa y ahora del Corriere della Sera. Milagrosamente, ahora todo lo que escribe es citado hasta la saciedad.
Yo lo conoc¨ª como diplom¨¢tico de alto rango en Par¨ªs a cuya elegante casa de la calle de Talleyrand acud¨ªan visitantes que ten¨ªan peso hist¨®rico e intelectuales de izquierdas, que en aquellos tiempos simpatizaban completamente con la China de Mao. Yo era una disidente antisovi¨¦tica. Sin embargo, contaba con su admiraci¨®n gracias a aquel libro sobre China que en Par¨ªs se hab¨ªa convertido en un ¨¦xito de ventas. Ahora vuelvo a encontrarme con Romano, despu¨¦s de tantos a?os, un poco m¨¢s arrogante, seguro de s¨ª mismo, m¨¢s bien presuntuoso, como editorialista ex embajador, a la cabeza de un equipo de intelectuales periodistas relacionados con la revista Liberal, inmersos en un revisionismo un tanto cuarteado. Parecen tener la ambici¨®n de recuperar el terreno perdido, de reconquistarlo, tras haber obsequiado durante largo tiempo al poder democristiano, o a Andreotti, como suced¨ªa antes de la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn.
En las ¨²ltimas semanas, el gran hallazgo revisionista de Romano ha sido la rehabilitaci¨®n de Francisco Franco. No, no era un fascista, afirma Romano. Al contrario, era el hombre que tuvo la habilidad, con el apoyo de las fuerzas del Eje, de derrotar a la Rep¨²blica Espa?ola, impidiendo, m¨¦rito hist¨®rico, que Espa?a se convirtiera en la primera democracia popular sometida a Mosc¨². Una paradoja, no s¨®lo debido al exiguo peso de los comunistas en Espa?a y sobre todo a la ausencia de fronteras comunes con las futuras rep¨²blicas populares y con los tanques de Stalin. En el fondo, son neoliberales en busca legitimaci¨®n, que intentan darse a s¨ª mismos una historia de lucha antitotalitaria. No s¨®lo para eliminar a la izquierda m¨¢s pura, sino a todos los dem¨¢s intelectuales que tienen una verdadera historia de disidencia (como quien esto escribe, que es algo conocida en Espa?a a trav¨¦s de sus libros, de los que s¨®lo citar¨¦ un t¨ªtulo: Despu¨¦s de Marx, Abril).
No habr¨ªa entrado en esta historia revisionista un poco grotesca si no tuviera que evocar mi aventura espa?ola, m¨¢s que a Romano, a mis lectores. Como quienes han estado en el gueto de Varsovia, o en Bosnia, tambi¨¦n deben tener recuerdos. El recuerdo no empalidece. Y, por ello, me siento obligada a contar, a prop¨®sito de la democracia franquista, mi experiencia un poco aterradora.
Era el 1 de mayo de 1964 cuando, como periodista de L"Unit¨¤, fui arrestada en Madrid. En aquella ¨¦poca, tras el asesinato de Grimau y la huelga en Asturias, Franco fingi¨® querer liberalizar el r¨¦gimen y decret¨® la libre entrada de los periodistas. As¨ª pues, L"Unit¨¤ me envi¨® a Madrid. El subdirector del peri¨®dico era entonces mi amigo Luigi Pintor. Y no supe decirle que no. Me convenci¨® de que en Madrid, seg¨²n las informaciones confidenciales llegadas a los peri¨®dicos comunistas, la sublevaci¨®n contra el caudillo era inminente. La manifestaci¨®n del 1 de mayo en la Casa de Campo marcaba el gran punto de inflexi¨®n de la rebeli¨®n. Pero en el parque de la Casa de Campo, adonde fui a parar procedente de Par¨ªs, no hab¨ªa manifestaci¨®n. S¨®lo vi a familias que merendaban sobre el c¨¦sped. Me alojaba en un hotel de lujo, como me aconsejaron en el peri¨®dico, el Plaza de Madrid. Telefone¨¦ a L"Unit¨¤ para avisarles. "Pero ?sobre qu¨¦ voy a escribir?, ?sobre accidentes de tr¨¢fico? He recorrido el parque de cabo a rabo, he mirado detr¨¢s de los arbustos, de los ¨¢rboles, debajo de las piedras, y no hab¨ªa nada. Ni siquiera una pancarta roja, una pintada, un "?Muera!" o un "?Viva!". Gente, s¨ª, hab¨ªa mucha...". ?Cu¨¢ntas personas? Tal vez cincuenta mil... Muy bien, me respondieron en el peri¨®dico, todos esas personas eran manifestantes antifranquistas. Y entonces intervino el director. Dijo que era un ¨¦xito formidable de la lucha antifranquista. Me pidi¨® que escribiera al menos cinco cuartillas sobre este 1 de mayo m¨ªo en Madrid.
As¨ª comenz¨® mi aventura, as¨ª viv¨ª la ¨²ltima ilusi¨®n espa?ola. Acababa de hablar por tel¨¦fono, recorr¨ªa las suaves alfombras del vest¨ªbulo del lujoso hotel y me dirig¨ªa a la cita con un elegante embajador de Italia, que me hab¨ªa tranquilizado dici¨¦ndome que si me segu¨ªan por la calle era porque los espa?oles son galantes; fue entonces cuando me cogi¨® una especie de mastodonte vestido de negro. "Polic¨ªa", murmur¨®. Y mostr¨® una placa como de sheriff. Otros tres agentes se lanzaron sobre m¨ª como si fuese una terrorista y me inmovilizaron. Cuando ped¨ªa ayuda, los turistas y los empleados del hotel miraban para otro lado. Me metieron violentamente en un coche que llevaba los distintivos de la polic¨ªa. Estaba conducido por agentes vestidos de uniforme. Me llevaron a la temible y siniestramente c¨¦lebre Direcci¨®n General de Seguridad. Me quitaron el bolso, me confiscaron el carnet de periodista y el pasaporte. Me fotografiaron como a una delincuente, de frente y de perfil, y tomaron mis huellas digitales. Uno tras otro, fueron llegando los jefes de la Jefatura Superior de Polic¨ªa, hoscos individuos capitaneados por un gordinfl¨®n que se parec¨ªa a Mussolini, calvo, de barbilla prominente, que me trat¨® como si fuese una cualquiera.
Me bombardearon a preguntas: "?Para qui¨¦n trabaja? Usted ha venido a Espa?a muchas veces. Usted ha preparado la huelga de Asturias. Tiene que darnos el nombre del hombre que tiene la copia de la llave de su habitaci¨®n de hotel y al que le
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entrega el material clandestino y las fotograf¨ªas. ?D¨®nde ha escondido la c¨¢mara?". Lo negaba todo, ya que todo era mentira. Me llevaron a la habitaci¨®n del hotel y la registraron de arriba abajo sin encontrar nada. Prosiguieron con el interrogatorio: "?A qui¨¦n ha visto en Madrid?". Lo sab¨ªan, me hab¨ªan seguido. S¨®lo hab¨ªa ido a la United Press y a la delegaci¨®n de Le Monde para pedir a los colegas algunas informaciones: me miraban sorprendidos y preguntaban: "?C¨®mo ha llegado usted hasta aqu¨ª?". No cre¨ªan en absoluto en la libertad del r¨¦gimen para los periodistas. En la gran Universidad Complutense de Madrid pas¨¦ toda una tarde entre muchos j¨®venes estudiantes. Nadie me respond¨ªa, ni siquiera al saludo. Un pueblo mudo, aterrorizado. ?sa es la impresi¨®n que me dieron los j¨®venes espa?oles. A mi alrededor hab¨ªa miedo, como un lago denso en el que la gente nadaba intentando no ahogarse. ?Era ¨¦sta la democracia franquista de la que habla nuestro embajador?
Pas¨¦ la noche en una celda oscura, donde el carcelero me dio dos mantas y me encerr¨®. Hab¨ªa un camastro sucio y manchas que parec¨ªan de sangre. En las paredes, inscripciones extra?as con nombres de detenidos, tal vez ya muertos, hechas con las u?as: Sebasti¨¢n, S¨¢nchez. Tuve un momento de emoci¨®n, me convenc¨ª de que se hab¨ªa apoderado de aquel lugar una ferocidad m¨¢s que palpable, como en otras c¨¢rceles lejanas, quiz¨¢ en la siniestra Lubianka. A las siete de la ma?ana, el carcelero me puso en fila con los delincuentes comunes y las prostitutas para recibir un plato de sopa aguada. Era el d¨ªa del Corpus. Las mujeres no me miraban: bajaban la mirada, como todos aquellos con quienes me hab¨ªa encontrado. Y no respond¨ªan, ni siquiera cuando les sonre¨ªa.
?ltimo acto: me sacaron de la fila y me ordenaron que recogiera mis mantas. Pens¨¦ que todo se hab¨ªa terminado y, en cambio, me metieron en una de las tres celdas de aislamiento. Un guardia vigilaba por la mirilla todos mis movimientos. Una mujer polic¨ªa entr¨® y me cache¨® por todas partes, incluso por las m¨¢s inusitadas. Por la tarde me sacaron de all¨ª y volvieron a llevarme a la Direcci¨®n General, de donde me expulsaron con grandilocuentes exabruptos del estilo: "?sta es nuestra democracia con Franco, no aceptamos a sus enemigos". Me soltaron s¨®lo porque en Roma empezaron a buscarme, porque, desde hac¨ªa 48 horas, ni en el peri¨®dico ni en la Embajada consegu¨ªan saber ad¨®nde hab¨ªa ido a parar. Hab¨ªa desaparecido. Cuatro polic¨ªas me escoltaron hasta la escalerilla del avi¨®n Caravelle: ?la libertad! Se abr¨ªan paso entre los turistas sin dejar de gritar "?polic¨ªa!": mi aventura espa?ola estaba llegando a su fin junto con aquel falso 1 de mayo. Y logr¨¦ gritar, antes de dar la espalda a los polic¨ªas: "No regresar¨¦ nunca m¨¢s a este pa¨ªs hasta que no haya muerto Franco". Algo que se har¨ªa realidad poco despu¨¦s. Dedico al embajador Sergio Romano y a sus amigos revisionistas estas l¨ªneas, que hacen m¨¢s veros¨ªmiles sus delirios hist¨®ricos bajo la democracia del dictador Franco. Ya de regreso a Roma, Saragat, ministro de Asuntos Exteriores, escribi¨® una noble protesta oficial. L"Unit¨¤ sac¨® un titular con grandes caracteres sobre mi terrible experiencia: "El enviado de L"Unit¨¤, arrestado y expulsado en Madrid".
Diecis¨¦is a?os despu¨¦s, una vez elegida diputada al Parlamento Europeo, volv¨ª a Espa?a. Poco antes hab¨ªa fracasado el golpe de Tejero. Yo formaba parte de la Comisi¨®n Pol¨ªtica del PE. Ning¨²n pa¨ªs miembro de la Comunidad Europea quer¨ªa permitir la entrada de Espa?a, a la que consideraban una herencia venenosa del fascismo. Para la Europa democr¨¢tica era un legado de Franco. Mi acci¨®n entonces fue la de apoyar apasionadamente a la Espa?a que estaba surgiendo tras la muerte del caudillo. Present¨¦ mociones y defend¨ª ardorosamente a la nueva Espa?a y su adhesi¨®n a la Comunidad. El miedo de ese pueblo, de esa juventud espa?ola, casi prisionera del dictador, me hab¨ªa helado el coraz¨®n muchos a?os antes, y todav¨ªa ese hielo no se hab¨ªa deshecho. Quer¨ªa, para ellos, que Espa?a formara parte plenamente de la comunidad democr¨¢tica.
Con Juan Luis Cebri¨¢n, que era muy joven y por aquel entonces director de EL PA?S, logramos convocar en Madrid, con el apoyo de Jacques Delors, un congreso de intelectuales europeos cuyo t¨ªtulo era La identidad cultural europea. El congreso se celebr¨® precisamente en esa Universidad Complutense que yo hab¨ªa atravesado perseguida por los agentes de Franco muchos a?os antes. Esa identidad europea hund¨ªa sus ra¨ªces en nuestro antifranquismo, en el antiguo odio a las dictaduras. A Madrid vino Delors. Y vino Simone Veil. Existe una foto, que dedico como respuesta a los revisionistas de hoy: junto a la cabeza morena de Simone Veil -que todav¨ªa llevaba grabado en el brazo el n¨²mero del campo de concentraci¨®n nazi, y que despu¨¦s se convertir¨ªa en presidente del Parlamento Europeo- se ve la cabeza rubia de quien esto escribe, ambas inclinadas sobre la resoluci¨®n que pide la entrada de Espa?a en Europa. En los acontecimientos todo tiene su l¨®gica, y la historia es una historia de larga duraci¨®n. Esta aventura espa?ola m¨ªa se la dedico hoy a los revisionistas como Sergio Romano, que est¨¢n a la b¨²squeda de una legitimaci¨®n propia, de la que nosotros, como Simone Veil y tantas otras personas, no tenemos ninguna necesidad.
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