Tiempo de verano
Tienen las ciudades como Alicante un tiempo peculiar en los veranos. Un tiempo en el que todo queda suspendido, demorado y en el que la precisa geograf¨ªa de h¨¢bitos y calles que conforman la ciudad durante el resto del a?o, desaparece. El fen¨®meno provoca, en los alicantinos sensibles a estas manifestaciones, una extra?eza, seguida de un aturdimiento que acaba por dejarnos ex¨¢nimes y torpes bajo un sol abrasador. En ese desconcierto transcurrir¨¢n los d¨ªas que van hasta septiembre, mientras intentamos orientarnos en una ciudad que, como cada verano, dejar¨¢ de ser nuestra durante dos interminables meses. A mediod¨ªa, bajo una luz cegadora, el centro de Alicante es una confusi¨®n de autos y peatones alrededor de las calles comerciales. El espect¨¢culo, brillante, tenso, de un aire africano, desaparecer¨¢ horas m¨¢s tarde para ser sustituido por un paisaje de calles desiertas, recocidas por el sol. En ese momento, nada desear¨ªa m¨¢s el paseante que el alivio de una sombra obsequiando un asomo de frescura. Pero, ?d¨®nde encontrarlo en esta ciudad que ha eliminado todo rastro de verdor? Ciertamente, Alicante no es una ciudad amable para los veranos. Si se except¨²a la visita a las playas -un ritual de obligado cumplimiento-, nada brinda durante el d¨ªa solaz al viajero. Las escasas plazas con las que la ciudad se adorna, apenas resultan confortables y ser¨ªa dif¨ªcil encontrar en ellas ese remanso que a veces el esp¨ªritu precisa. Las que alguna vez lo disfrutaron, fueron sacrificadas en el altar de la modernidad. En cuestiones de urbanismo, el alicantino -ya lo he dicho otras veces- ha hecho gala de un esp¨ªritu muy pr¨¢ctico, nada sentimental. Por lo dem¨¢s, hace ya muchos a?os que cortamos los hermosos pl¨¢tanos de la Rambla, fatigados de soportar su belleza. En su lugar, construimos una avenida azotada por el tr¨¢fico: una tierra de nadie que atraviesa el coraz¨®n de la ciudad. Nuestro paseo m¨¢s admirable, la Explanada, resulta ser un paseo desprovisto de sombra. Flanqueado por elegantes palmeras, incapaces de ofrecer cualquier protecci¨®n a los excesos del sol, es extraordinario durante los inviernos, pero inclemente hasta la desesperaci¨®n en los veranos. Al atardecer, la ciudad despierta y un p¨²blico curioso de forasteros irrumpe entre sus calles, ocupando las terrazas de las cafeter¨ªas y desparram¨¢ndose por los paseos. Pero esta vuelta a la vida no es m¨¢s que un espejismo. Quienes estamos avezados en el h¨¢bito n¨®mada del callejeo y reconocer¨ªamos cada rinc¨®n y cada esquina a trav¨¦s de una exacta cartograf¨ªa de olores y sonidos, advertimos de inmediato la impostura. Esta no es nuestra ciudad, sino el escenario, banal y ruidoso, que cada verano se levanta para tentar a los turistas. Para encontrar la ciudad, deberemos caminar hacia sus barrios. S¨®lo el arrabal -Santa Cruz, San Gabriel, con sus gentes a la puerta de la calle para tomar la fresca- nos devuelve a nuestra patria antigua. En estos atardeceres de verano, quien se pierde por los arrabales encuentra a veces el misterio de una ciudad pobre y remota, extraviada en la memoria, que recordamos construida a la medida de sus habitantes.
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