El sexo fr¨ªo
La se?ora Diana Blood est¨¢ de pl¨¢cemes: pronto tendr¨¢ un beb¨¦, sue?o que acaricia hace muchos a?os. Los m¨¦dicos aseguran que el futuro ciudadano (o ciudadana) del tercer milenio est¨¢ bien instalado en la placenta y ella espera ansiosa las primeras pataditas en el vientre de su v¨¢stago en formaci¨®n. ?Comparte el se?or Stephen Blood la alegr¨ªa de su c¨®nyuge por el pr¨®ximo advenimiento? Imposible saberlo, pues el marido de Diana y padre de la criatura falleci¨® hace m¨¢s de tres a?os, v¨ªctima de una fulminante meningitis cerebroespinal.En efecto, el heredero de los Blood no fue gestado como el com¨²n de los vulgares mortales, en un delicado o ep¨®nimo encuentro carnal de sus progenitores soliviantados por amoroso deseo; su gestaci¨®n tuvo m¨¢s bien los ribetes de los macabros folletines decimon¨®nicos de Xavier de Montep¨ªn que mi abuelita Carmen le¨ªa con fruici¨®n, y, en vez de sudorosos y ardientes intercambios, se fragu¨® en un truculento proceso cient¨ªfico y legal, al que sirvieron de escenario no mullidas alcobas o lechos revueltos, sino as¨¦pticos quir¨®fanos, circunspectos tribunales, ruidosas pol¨¦micas ¨¦ticas, jur¨ªdicas y tecnol¨®gicas, aderezado todo ello con algunas de las especies indispensables en un verdadero melodrama: esc¨¢ndalo, muerte, contrabando y final feliz.
La historia, que, una vez m¨¢s, confirma mi creencia de que el realismo m¨¢gico tiene mucho m¨¢s que ver con Inglaterra que con la literatura latinoamericana, es la siguiente. Diana y Stephen se conocieron cuando estaban en el ¨²ltimo a?o de colegio y fueron novios cerca de catorce a?os hasta que decidieron casarse. La tragedia acechaba esa uni¨®n. Un infausto d¨ªa de febrero de 1995, Stephen, que acababa de cumplir apenas treinta a?os, se sinti¨® mal. Horas despu¨¦s deliraba por la fiebre y era v¨ªctima de un paro card¨ªaco. Llevado de urgencia al hospital, los galenos detectaron la bacteria mort¨ªfera de la meningitis y anunciaron a Diana que su joven esposo ten¨ªa los d¨ªas contados.
?Qui¨¦n, si no una inglesa, hubiera tenido en esos momentos de tribulaci¨®n y desespero ante la perspectiva de una inminente viudez, la presencia de ¨¢nimo de Diana Blood? Pragm¨¢tica irredimible, la muchacha pidi¨® a los m¨¦dicos que extrajeran unas muestras de semen del cuerpo de Stephen, antes de que se lo arrebataran las parcas. S¨®lo un facultativo, entre la numerosa fauna m¨¦dica de Sheffield, estuvo a la altura del desgarrado clamor: el doctor Ian Cooke, profesor de obstetricia y ginecolog¨ªa de la Universidad local, quien, sin m¨¢s, procedi¨®, cuando Stephen hab¨ªa entrado ya en el coma y le quedaban s¨®lo veinticuatro horas en este proceloso mundo, a privarlo de un primer pu?ado de viriles espermatozoides, operaci¨®n que, precavido, repiti¨® una segunda vez cuando ya se hab¨ªa desconectado la m¨¢quina de reanimaci¨®n que manten¨ªa en vida al malogrado marido. El doctor Cooke cobr¨® 250 libras esterlinas por sus servicios y el hurtado semen de Stephen fue preservado, a temperaturas polares, en una cl¨ªnica de Sheffield.
Comenz¨® entonces la segunda parte -la jur¨ªdico-procesal- del ¨¦pico embarazo de la formidable Diana Blood, fr¨¢gil silueta longu¨ªsima cuyos pl¨¢cidos ojos y t¨ªmido hablar no revelan para nada el incombustible car¨¢cter del personaje. La Autoridad encargada de la Fertilizaci¨®n Humana y Embriolog¨ªa (HFEA) en el Reino Unido deneg¨® el permiso que Diana requer¨ªa para ser impregnada con el semen de su esposo difunto, argumentando que, como no se pod¨ªa probar que Stephen hubiera consentido a esta impregnaci¨®n, autorizarla ser¨ªa una violaci¨®n de los derechos del muerto (la paternidad debe ser querida, no infligida).
Para entonces, gracias a la prensa amarilla, el asunto ya hab¨ªa alcanzado dimensiones de esc¨¢ndalo, y el empe?o de Diana Blood de ser embarazada p¨®stumamente despertaba simpat¨ªas crecientes y militantes. Se formaron comit¨¦s, se hicieron marchas, se firmaron proclamas solidarias y se recogieron fondos para financiar la costosa batalla legal (cincuenta mil libras esterlinas). La Corte de Apelaciones, a la que Diana recurri¨® en ¨²ltima instancia, fue insensible a los emotivos argumentos de la viuda: el semen del extinto Stephen Blood no pod¨ªa fertilizar a nadie, ni siquiera a su leg¨ªtima esposa, sin su posible consentimiento. El argumento b¨ªblico esgrimido por Diana ("Hay un pasaje, en los Efesos, donde se dice que, cuando un hombre toma a una mujer, los dos se convierten en una sola carne; el cuerpo de mi esposo y el m¨ªo fueron uno solo, y, por lo tanto, su esperma es tan m¨ªa como suya") fue desechado con rotundidad, como mera ret¨®rica.
?Estaba, pues, todo perdido? ?Qu¨¦ ocurrencia! Los astutos jurisconsultos que asesoraban a la viuda impaciente de pre?ez, recurrieron a una carambola jur¨ªdica: pedir un permiso de exportaci¨®n (como producto no tradicional, me imagino) para los enfriados espermatozoides de Stephen Blood hacia un pa¨ªs donde la justicia fuera menos quisquillosa que en Inglaterra con los derechos humanos de los cad¨¢veres. Luego de un intenso proceso que hizo correr r¨ªos de tinta chismogr¨¢fica a los pasquines sensacionalistas, la Corte Superior neg¨® el permiso, aduciendo lo obvio: que la raz¨®n por la que Diana Blood quer¨ªa exportar al extranjero el congelado semen del desaparecido no era para orearlo con las brisas continentales europeas, ni exhibirlo como reliquia laica, sino perpetrar, al amparo de sistemas legales menos estrictos, un acto considerado ilegal por la justicia brit¨¢nica. Impermeable al desaliento, Diana Blood recurri¨®, y en una sentencia que provoc¨® dispares comentarios -aullidos de entusiasmo entre sus partidarios y execraciones sordas de los apegados al esp¨ªritu y la letra de la ley- la Corte de Apelaciones, en febrero pasado, autoriz¨® el pedido de exportaci¨®n, con una sentencia que hubiera envidiado el molieresco Tartufo: el l¨¦gamo seminal de Mr. Blood no est¨¢ autorizado a fecundar a nadie, aunque s¨ª a viajar.
Siempre sumidos en su g¨¦lida siesta, que duraba ya tres a?os, los espermatozoides de Stephen Blood volaron a la hospitalaria Bruselas. All¨ª, en una instituci¨®n especializada, por lo visto, en acometer estos acoplamientos vicarios entre vivos y muertos, llamado el Centro de Medicina Reproductiva, asociado a la Universidad Libre, se produjo por fin la a?orada fecundaci¨®n de Diana Blood. Durante nueve meses -lapso simb¨®lico-, los doctores del Centro discutieron, indecisos: ?deb¨ªan proceder, pese a la resoluci¨®n contraria de los tribunales brit¨¢nicos? Finalmente, la respuesta fue s¨ª. El acto, a juzgar por las escuetas descripciones de la prensa, puede ser calificado de todo -maravilla de la ciencia m¨¦dica, macabra c¨®pula, bodas t¨¦tricas, inquietante esperpento
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sexual-, salvo er¨®tico. Un espermatozoide fue inyectado en un ¨®vulo (me resisto a traducir la palabra egg por el crudo huevo malsonante del espa?ol peruano) e implantado en el claustro materno. Intangible pese a la escalofriante cuarentena, el invisible estambre de quien fue Stephen Blood despert¨®, se desperez¨® y, estimulado por la calidez de su nuevo habitat, cumpli¨® a cabalidad: es ahora un reto?o en progresi¨®n que produce a la dichosa Diana Blood maternales mareos y graciosos antojos.
?Final feliz? Todav¨ªa no es seguro: coherente consigo misma hasta la inhumanidad e indiferente a la perfecta culminaci¨®n anecd¨®tica de la historia, la justicia brit¨¢nica no ha dicho la ¨²ltima palabra. No se puede descartar, desde luego, que asuma resueltamente su papel de aguafiestas y sancione a Diana Blood por haber transgredido la ley, violentando los derechos humanos de su extinto marido al imponerle, m¨¢s all¨¢ de la tumba, una involuntaria paternidad. ?Qui¨¦n duda que, de ser as¨ª, acompa?ada por la solidaridad de multitudinarias asociaciones e individuos sensibles a las bellezas sentimentales de la truculencia y el follet¨ªn, acudir¨¢ a la Corte Internacional de La Haya y al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, en busca de reparaci¨®n y desagravio, que por cierto obtendr¨¢?
En lo que a m¨ª concierne, mi coraz¨®n y mis pasiones est¨¢n resueltamente del lado de la estupenda Diana Blood, viuda empecinada y recalcitrante. Pero, mi raz¨®n me dice que los empelucados jueces brit¨¢nicos tal vez estaban en lo justo, tratando de impedir que, sin la aprobaci¨®n expresa de Stephen, aquella esperma que las manos diestras del doctor Ian Cooke le birlaron in art¨ªculo mortis, sirva para aumentar la ya excesiva poblaci¨®n humana. Tengo la sospecha de que, si en este caso, la inseminaci¨®n tard¨ªa parec¨ªa generosamente inspirada y rom¨¢ntica, ella sienta un precedente peligroso, que puede dar origen en el futuro a estafas sin cuento y suculentas picard¨ªas. Y, adem¨¢s, hombre de otras ¨¦pocas, confieso que el sexo fr¨ªo, con probetas y anestesistas, me produce inconmensurable espanto.
? Mario Vargas Llosa, 1998. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SA, 1998.
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