El grito del siglo
La expresi¨®n sue?o reparador significa que hay d¨ªas en los que uno se levanta de la cama con un optimismo inconcebible, como si por la noche hubiera desatado un nudo que le ahogaba. Amanecemos intactos, pues, sin necesidad de habernos acostado rotos. Nadie utiliza, en cambio, la expresi¨®n contraria: sue?o devastador, aunque tampoco es raro despertar afligido por un dolor oscuro.El otro d¨ªa so?¨¦ que iba en coche por Vel¨¢zquez, y ve¨ªa a una chica sentada en la acera, a la altura de Villanueva. La gente la miraba al pasar y continuaba su camino. Yo conoc¨ªa a esa chica. Hab¨ªa salido con ella hac¨ªa 20 o 25 a?os, pero estaba igual que entonces. Ser¨¢ su hija en todo caso, pens¨¦. P¨¢lida, como si hubiera sido v¨ªctima de un desmayo, quiz¨¢ esperaba que alguien le echara una mano. Me coloqu¨¦ en el carril de la derecha y entr¨¦ por Jorge Juan con la idea de dar la vuelta y regresar al mismo punto, pero en lugar de salir a Vel¨¢zquez fui dar a la esquina de Laprida y Arenales, en Buenos Aires. Borges cuenta en La pesadilla que so?aba frecuentemente con esa esquina. Y con la de Balcarce y Chile. Me dej¨¦ arrastrar, perplejo, por el tr¨¢fico, cuando, sin haber abandonado Buenos Aires, volv¨ª a situarme en la esquina de Alcal¨¢ con Vel¨¢zquez. Gir¨¦, empe?ado en regresar al lugar donde agonizaba la chica, pero esta vez vi a su madre. Dud¨¦ en frenar y me salv¨® de la indecisi¨®n, que no del remordimiento, un autob¨²s que ven¨ªa detr¨¢s de m¨ª, empuj¨¢ndome.
Al despertar de aquel sue?o devastador busqu¨¦ el libro de Borges Siete noches, donde figura su conferencia sobre la pesadilla, y volv¨ª a leerla intentando encontrar, sin ¨¦xito, alguna clave capaz de zurcir el agujero abierto en mi conciencia por la imagen de la sentada en la acera. Esos d¨ªas andaba perdido en la lectura de Hijo del siglo. Cuando volv¨ª a ¨¦l, por la tarde, y reflexion¨¦ sobre el modo fragmentario en que Haro se refiere a Madrid, y a la existencia en general, pens¨¦ si no habr¨ªa sido su lectura el resto diurno causante de mi sue?o. Se trata de un volumen lleno de esquinas tambi¨¦n, de pedazos de calles, de trozos de acera que van configurando un estado de p¨¦rdida. Hay dentro de sus p¨¢ginas habitaciones tridimensionales, cuartos de ba?o hiperreales, pasillos oscuros por los que el lector puede moverse con la misma ansiedad con la que nos es posible visitar, en Buenos Aires, las esquinas que aterrorizaban a Borges.
Acab¨¦ Hijo del siglo, lo cerr¨¦ y busqu¨¦ el hilo de ara?a que hab¨ªa unido ya para siempre el sue?o de la chica sentada en la acera, la conferencia de Borges y el volumen de Haro. Qu¨¦ raro, pens¨¦, no hay ning¨²n nexo aparente entre todos estos materiales, y, sin embargo, se necesitan unos a otros como las piezas de un reloj. Hijo del siglo tiene la estructura de un sue?o, pues todo en ¨¦l es simult¨¢neamente gratuito y necesario. Sus esquirlas van cayendo al interior de la conciencia del lector por unas grietas de cuya existencia no era consciente antes de abrirlo. Hay, al abandonarlo sobre la mesa, ese sentimiento de extra?eza que le acomete a uno cuando despierta de un sue?o que ha comprendido sin necesidad de entender.
Los libros, como los sue?os, pueden ser reparadores tambi¨¦n. O devastadores. Al recordar ahora a la mujer que abandon¨¦ en la esquina de Vel¨¢zquez con Villanueva sin prestarle el auxilio que quiz¨¢ necesitaba, me viene a la memoria el grito de socorro que, procedente del Sena, se escucha en La ca¨ªda, la novela de Camus. Quiz¨¢ sea el grito de este siglo, que no ha dejado de atravesar los d¨ªas ni las p¨¢ginas para manifestarse, ya sin remordimiento, en las memorias de Haro, donde deviene en el alambre capaz de engarzar lo privado y lo p¨²blico, los dormitorios y las plazas. Tirando de ¨¦l, y si no estuvi¨¦ramos tocando el fondo de la columna, quiz¨¢ continuar¨ªa creciendo este tapiz asociativo entre los libros y la vida: entre la existencia y el sue?o. Los libros valiosos se distinguen por su capacidad para integrarse, a modo de hebra, en la biograf¨ªa on¨ªrica del usuario. Una vez que se incorporan a esa trama, devienen en reparadores, aunque s¨®lo en la medida en que las palabras pueden serlo. La escritura es un tejido que intenta aproximar los bordes de una herida que no tiene sutura. En pocos textos como en el de Haro se percibe esta funci¨®n devastadora.
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