Punto final
Parece que en s¨®lo dos semanas hubiera transcurrido mucho m¨¢s tiempo. Regresamos al Tribunal Supremo quince d¨ªas despu¨¦s de que acabaran las sesiones y es como si los dos meses que pasamos asistiendo a ellas pertenecieran a un pasado m¨¢s lejano. Todo es aproximadamente igual, pero no id¨¦ntico: la sala en la que se va a hacer p¨²blico el fallo no es la misma en la que se celebraron las sesiones, aunque tambi¨¦n tiene opulencias de m¨¢rmoles, rojos de seda y dorados de bronce. El calor atosigante de la calle y de los corredores deja paso a una brisa tenue de aire acondicionado. El Cristo en la cruz que cuelga en la pared es un sombr¨ªo cuadro barroco, y no una talla con policrom¨ªas de sangre. Al fondo, sobre el estrado, tambi¨¦n hay grandes sillones para los once jueces, pero esta vez s¨®lo dos de ellos est¨¢n presentes, y adem¨¢s no llevan togas, lo cual rebaja mucho la solemnidad de Sus Se?or¨ªas. Tampoco llevan togas los letrados, y todo el mundo se mueve con una desenvoltura que hubiera sido impensable en la otra sala: hay c¨¢maras de televisi¨®n, hay una impaciencia nerviosa, como si a¨²n persistiera alg¨²n enigma. Justo sobre la vertical de la cabeza del presidente de la Sala hay un gran r¨®tulo con may¨²sculas latinas rodeadas por rayos o llamaradas de oro: JUSTITIAE. El calor atosigante de la calle y de los corredores deja paso a una brisa tenue de aire acondicionado.Cuadernos y bol¨ªgrafos preparados, murmullos de reencuentro, apuestas sobre la duraci¨®n de las condenas, caras m¨¢s tostadas que en los d¨ªas lejanos del juicio, cuando a todos se nos hab¨ªa ido poniendo una insalubre palidez procesal. El presidente exhibe un bronceado notorio, aunque no excesivo, no impropio de su actitud siempre apacible de ecuanimidad o prudencia. Incluso el fiscal, hombre de una blancura ¨®sea con sombreado de ceniza en el ment¨®n y en las ojeras, ha adquirido un poco de color en estas semanas. Yo miro los sillones de los magistrados ausentes, recuerdo las once figuras togadas que sol¨ªan permanecer tan inm¨®viles como en un mosaico de ceremonia bizantina y me digo que uno de esos hombres por encima de toda sospecha no tuvo escr¨²pulo en quebrar la obligaci¨®n del secreto. Como en las viejas novelas de cr¨ªmenes en lugares cerrados, los once saben que el culpable est¨¢ entre ellos, pero s¨®lo ¨¦l est¨¢ seguro de su culpa, y probablemente tambi¨¦n de su impunidad. Me acuerdo de lo que dice uno de esos esp¨ªas desenga?ados de John le Carr¨¦: "Mira Jesucristo, s¨®lo ten¨ªa doce hombres y uno de ellos era agente doble".
Una voz sonora y en¨¦rgica va enumerando delitos probados y a?os de prisi¨®n. Tambi¨¦n hay que imaginar las caras de los otros ausentes, los acusados, que tal vez ahora mismo estar¨¢n escuchando en la radio ese redoble seco de palabras condenatorias: diez a?os, nueve a?os y seis meses, cinco a?os, dos a?os y un d¨ªa. Algunos de ellos ya est¨¢n en condiciones de medir el valor de esas palabras porque poseen la experiencia de la duraci¨®n del tiempo en las c¨¢rceles. Para Jos¨¦ Barrionuevo, a quien la misma voz que enuncia su condena le llama con deferencia fr¨ªa "excelent¨ªsimo se?or", la idea de la prisi¨®n debe de ser un golpe abstracto, una injuria tan inescrutable como los azares crueles que desbaratan una vida. Ni las afirmaciones obstinadas de inocencia de unos ni las confesiones incriminatorias de otros les han servido de gran cosa a ninguno de ellos. Juntos se sentaron todos en los bancos de los acusados y sobre todos juntos cae el peso de la condena, igual¨¢ndolos por encima de hostilidades personales, conflictos de lealtades y estrategias de defensa. Retrospectivamente, se vuelve m¨¢s desoladora aquella ma?ana de careos a gritos entre Barrionuevo, Sancrist¨®bal y Damborenea: la sentencia les depara a los tres la infamia de una culpa y de un porvenir id¨¦nticos. Incluso les condena a pagar a escote la indemnizaci¨®n para Segundo Marey.
Pero todo sucede muy r¨¢pido. Con un aire descorazonador de trivialidad, en unos pocos minutos el presidente declara terminado el acto y los polic¨ªas y los guardias de seguridad nos urgen a que vayamos saliendo. La gente ladea la cabeza para hablar por los tel¨¦fonos m¨®viles, se arremolina en torno a alg¨²n abogado, acerc¨¢ndole micr¨®fonos y peque?as grabadoras. Digno y vencido, aunque no muy animoso, Jos¨¦ Mar¨ªa Stampa se queja de la dureza de la sentencia y pone en duda que vaya a servir para devolver a la justicia el prestigio perdido. Alguien le pregunta si piensa recurrir y Stampa alza con sorna los p¨¢rpados pesados y mueve las dos manos: "Como no sea ante Dios y ante la Historia, como se dec¨ªa antes...". Me marcho solo, en el mediod¨ªa candente de Madrid, con una sensaci¨®n a la vez de incertidumbre y de desaliento. Frente a la puerta noble del Supremo, los indigentes habituales veranean en calzoncillos en los bancos de la plaza de la Villa de Par¨ªs, sin prestar la menor atenci¨®n al ajetreo de c¨¢maras y de coches oficiales, y la mujer demente de todos los d¨ªas da vueltas al edificio con la cabeza baja y una mano apretando el cuello de su camisa, como si tuviera siempre fr¨ªo. Al cabo de tantos a?os, una v¨ªctima al menos, Segundo Marey, ha obtenido alguna clase de reparaci¨®n. Ha terminado este juicio, pero contin¨²a el s¨®rdido espect¨¢culo de la pol¨ªtica espa?ola.
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