'Hot line' (2) Garrapatas
El oficial administrativo de la direcci¨®n de Investigaciones, la polic¨ªa criminal chilena, revis¨® la documentaci¨®n del reci¨¦n llegado y luego lo observ¨® con atenci¨®n de antrop¨®logo.-As¨ª que gatillo ligero. ?Por qu¨¦ se meti¨® a investigaciones y no al cuerpo de carabineros?
-?Tengo que responder a esa pregunta?
-Si quiere. No abundan los mapuches entre nosotros. A ustedes les gustan los uniformes y por eso prefieren meterse a carabineros.
-Debo ser la oveja negra que confirma la regla.
-Tambi¨¦n se dice que ustedes son gentes de pocas palabras.
-Y borrachos y flojos. Tambi¨¦n fuimos sifil¨ªticos.
Terminado el fraterno intercambio de opiniones, el oficial lo mand¨® a la direcci¨®n de personal. All¨ª, el encargado le cambi¨® la tosca placa de detective rural por una enmarcada en un libret¨ªn de cuero, y le entreg¨® las herramientas del oficio: un par de esposas, un Colt 38 largo y una caja de veinticuatro proyectiles.
-Una vez vi una pel¨ªcula de Clint Eastwood. ?l era un polic¨ªa de Tejas que llegaba a Nueva York y se ve¨ªa muy raro. M¨¢s o menos como usted -dijo.
-?Me encuentra parecido a Clint Eastwood?
-No. Es que ¨¦l ven¨ªa de provincia y era un vaquero. Los del servicio rural tambi¨¦n son vaqueros, ?no?
El detective de provincia no respondi¨® y r¨¢pidamente ley¨® el folio con instrucciones que le hab¨ªan preparado. No eran muchas y suger¨ªan un negligente arr¨¦glatelas como puedas.
-Fue muy sonado lo que le hizo al joven Canteras. El pobre chico tendr¨¢ que conseguirse un donante de culo para volver a sentarse. Cuide la munici¨®n, gatillo ligero -dijo el encargado y le gui?¨® un ojo, pero George Washington Caucam¨¢n prefiri¨® ignorarlo.
-Aqu¨ª pone que tengo cuarto en una pensi¨®n. ?Queda cerca de aqu¨ª?
-A ver. Barrio San Joaqu¨ªn. Queda al sur, creo.
-?A cu¨¢ntas leguas?
El detective de provincia se march¨®, y dej¨® al encargado discutiendo con otros dos funcionarios respecto de cu¨¢ntos metros med¨ªa una legua.
La ciudad le result¨® enorme, fr¨ªa y agreste. Era dif¨ªcil respirar y tambi¨¦n costaba orientarse, porque el sol brillaba en alg¨²n lugar incierto del cielo, m¨¢s arriba de la capa pringosa de gases que cubr¨ªa Santiago. Camin¨® una media hora hacia el sur, hasta que, asustado, tuvo que sentarse en una parada de buses. Algo espeso y sucio se interpon¨ªa entre el aire y sus pulmones. Al ver los miserables pl¨¢tanos que sobreviv¨ªan en la calle San Diego, sus hojas oscuras, cubiertas por una p¨¢tina de la misma tristeza nauseabunda que soltaban los tubos de escape, se dijo que ten¨ªa que moverse con cautela, de la misma manera como lo hiciera un par de a?os atr¨¢s cuando, siguiendo el rastro de unos cuatreros al norte de Balmaceda, descubri¨® huellas en la nieve y ¨¦stas lo condujeron hasta un establo natural. Era un estrecho paso entre montes flanqueado por ca?as de quila, el bamb¨² andino que recibe las nevadas, soporta el peso y se inclina formando b¨®vedas invisibles para las avionetas de la polic¨ªa. Los cuatreros hab¨ªan pasado por all¨ª, as¨ª lo dec¨ªan las huellas, y deb¨ªan estar al otro extremo de la b¨®veda que aparentaba ser muy larga pues no escuchaba el mugir de los animales. Desmont¨®, y con la Remington amartillada avanz¨® unos trescientos metros, hasta que, metido en el esti¨¦rcol hasta las rodillas se sinti¨® extra?amente alegre y achispado. All¨ª supo que ten¨ªa que salir, porque los gases de la materia en descomposici¨®n empezaban a narcotizarlo y lo matar¨ªan en cuesti¨®n de minutos.
-No se juega con los gases -se dijo, y detuvo el primer taxi que pas¨®.
-Conozco la pensi¨®n. Est¨¢ en la calle Copiap¨®. En quince minutos estamos all¨¢ -dijo Anita Ledesma, y el detective descubri¨® que estaba en manos de una conductora.
Los d¨¦biles rayos de un sol lejano aumentaban los tonos grises de la ciudad. George Washington Caucam¨¢n se dijo que no quer¨ªa ni vivir ni morir en Santiago, y que har¨ªa lo posible para largarse cuanto antes. Un frasco azul junto al asiento de la ch¨®fer llam¨® su atenci¨®n.
-?Tiene chanchos, se?orita?
-?Yo? Ojal¨¢ los tuviera. Abrir¨ªa una charcuter¨ªa -respondi¨® Anita Ledesma con toda la gracia de sus cuarenta a?os bien parapetados tras la barricada de la esperanza.
-Ese frasco es un desparasitador de chanchos.
-Me lo vendieron para el perro. Tiene garrapatas.
-?Blancas o marrones?
-No lo s¨¦. Nunca se las he mirado. S¨®lo lo veo rascarse.
-Marrones. Las blancas no producen escozor. Ese producto le matar¨¢ al perro, es muy fuerte, para chanchos, porque la piel porcina es gruesa y la capa de grasa impide que las toxinas entren en el organismo. Hierva medio kilo de ortigas en un litro de vinagre hasta que rebaje a la mitad y luego frote al perro con esa soluci¨®n.
-Llegamos, amigo. Y no me debe nada -dijo la taxista.
-?Es por la receta? Los secretos del campo no se cobran -aleg¨® el detective con un billete en la mano.
Tambi¨¦n se la agradezco, pero yo le debo una gran alegr¨ªa: vi su foto en los peri¨®dicos, usted le vol¨® el culo al hijo peque?o de un tremendo hijo de puta -exclam¨® dichosa la taxista entreg¨¢ndole una tarjeta con el n¨²mero de su celular y la seguridad de que pod¨ªa contar con ella.
George Washington Caucam¨¢n baj¨® del taxi pregunt¨¢ndose si tal vez el paisaje de la ciudad lo compon¨ªan las gentes.
En la pensi¨®n le mostraron un cuarto de inventario espartano. Acept¨®, y luego de asentir sin palabras a las recomendaciones de la patrona en el sentido de no meter personas del sexo opuesto a la habitaci¨®n, se tendi¨® en la cama y cerr¨® los ojos hasta que el hambre le record¨® que no hab¨ªa probado bocado en todo el d¨ªa.
Sali¨® y se meti¨® a la primera cantina que encontr¨® en el camino. Mientras esperaba a que le sirvieran, pens¨® con nostalgia en sus compa?eros de la Patagonia. Estar¨ªan asando un costillar de cordero, luego tomar¨ªan mate y se contar¨ªan chistes picantes. Trinchaba con desgano un bife delgado como un sello postal cuando dos tipos de cabellos muy cortos se sentaron frente a ¨¦l.
-As¨ª que t¨² eres el indio de mierda -dijo uno.
-De mierda no, de Loncoche -corrigi¨®.
-Somos amigos de Manuel Canteras y te vamos a volar los huevos -dijo el otro, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
-Puede ser, pero no con esa garra -respondi¨® el detective clavando el tenedor en la mano del tipo.
Con el 38 de reglamento empu?ado los vio salir. Uno repet¨ªa siniestras amenazas y el otro daba alaridos tratando de quitarse el tenedor que le traspasaba la mano.
Cuando estuvo seguro de que los tipos se hab¨ªan largado guard¨® el arma y ech¨® mano a un papelillo de bicarbonato. El alivio efervescente lleg¨® r¨¢pido y se llev¨® los retorcijones intestinales. Al sacar dinero para pagar la cuenta con el tenedor incluido encontr¨® la tarjeta de Anita Ledesma y se alegr¨® de o¨ªr su voz.
-?Anita? Soy el que le dio la receta contra las garrapatas.
-Esperaba su llamada. ?Se meti¨® en problemas?
-?C¨®mo lo sabe?
-Su cara sali¨® en la prensa, amigo, y en Santiago hacen nata los tipos rencorosos. D¨ªgame d¨®nde est¨¢ y paso a recogerlo en unos minutos.
Acomodado en el taxi de Anita se repiti¨® que no quer¨ªa ni vivir ni morir en Santiago.
-?A la pensi¨®n? Lo llevo a cualquier parte, amigo.
-Demos una vuelta por la ciudad. Tengo que pensar.
El auto se puso en marcha y la taxista respet¨® el silencio del detective. Encendi¨® discretamente la radio. Las noticias hablaban del futuro esplendoroso que se abr¨ªa ante el pa¨ªs con el auge de las exportaciones. Una media hora m¨¢s tarde pasaban frente a unos jardines iluminados.
-El cerro Santa Luc¨ªa. Lindo y vac¨ªo -dijo Anita.
-Los mapuches lo llamaban "huel¨¦n" y era un lugar sagrado
-coment¨® el detective.
-Hasta que lleg¨® Valdivia, los espa?oles, y a sus pies levantaron esta cindad de mierda -agreg¨® Anita.
Ma?ana, tercer cap¨ªtulo
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