Al final, una playa aseada y lind¨ªsima
El escritor y cr¨ªtico literario Pon? Puigdevall, hijo renegado de Sant Feliu de Gu¨ªxols, no parece el cicerone m¨¢s id¨®neo para un itinerario destinado a ensalzar las virtudes de su localidad natal. M¨¢xime cuando a las primeras de cambio suelta su palmaria convicci¨®n: "?En Sant Feliu no hay nada!". Atribuyo su ¨¢rida visi¨®n a su temperamento pesimista y le acucio para que destaque alg¨²n paraje, alg¨²n local. Esc¨¦ptico, escarba en su memoria hasta rescatar el recuerdo infantil de los aromas de estomacal que llegaban hasta su casa desde la vecina destiler¨ªa Bonet, efluvios a los que muy bien podr¨ªa atribuir su iniciaci¨®n et¨ªlica. Rememora tambi¨¦n con fruici¨®n las visitas al domicilio de uno de sus trabajadores m¨¢s entusiastas, una casa donde todos estaban siempre muy alegres y donde, a pesar de sus cinco a?os, se le recib¨ªa con el acostumbrado vasito del brebaje de la felicidad. Coincidimos en un recuerdo: el del reverenciado veterinario Vicente Izquierdo, investido de poderes casi parapsicol¨®gicos a los ojos de los due?os de los perros que peregrinaban hasta su consulta de Sant Feliu. No tenemos ninguna duda de que a ese maestro del diagn¨®stico por palpaci¨®n y especialista en levantar las orejas de los canes con cartones debemos la longeva existencia de nuestros perros respectivos. ?Se debe a una feliz coincidencia o es moneda com¨²n que sus pacientes superaran la barrera de los 18 a?os? ?Qu¨¦ habr¨¢ sido del insigne veterinario? Aparcamos a la sombra de una higuera y remontamos la peque?a colina donde se emplaza la casa de Josep Vicente, humanista, poseedor de una vasta cultura y ex alcalde, socialista, de Sant Feliu. Acudimos a su atalaya intelectual y paisaj¨ªstica buscando una visi¨®n aut¨¦ntica del pueblo. Despu¨¦s del recibimiento festivo de sus dos perros y de unas cervezas con queso parmesano, nos ofrece lo que le pedimos: Sant Feliu est¨¢ enclavado en tierra de nadie. No acaba de ser Baix Empord¨¤, pero tampoco puede ser Selva. Tiene una bah¨ªa muy abrazada, un t¨¦rmino municipal empotrado entre poblaciones m¨¢s pujantes y un terreno repleto de baches. Es casi una pen¨ªnsula. Hay cierta desvertebraci¨®n urbana y, por lo tanto, vecinal. Una traves¨ªa del desierto separa los dos n¨²cleos de poblaci¨®n: Sant Feliu y Vilartagues. Para definir el car¨¢cter del municipio, Vicente echa mano de la ciclotimia -de la euforia a la depresi¨®n- y refuerza su definici¨®n con la imagen de una rueda con el eje descentrado. Puestos a destacar un lugar del municipio, el ex alcalde afirma que el lugar m¨¢s hospitalario de Sant Feliu se encuentra bajo el toldo del Casino dels Nois. Y a su sombra, Vicente se deja caer en los brazos acogedores de la nostalgia. Nos habla de una ¨¦poca dorada, a caballo entre los dos siglos, en la que Sant Feliu se vanagloriaba de tener el mejor teatro y el mejor burdel de la comarca. Y de cuando el casino, feudo anarquista por excelencia, acog¨ªa a las clases obreras y menestrales. En su biblioteca pod¨ªa leerse Ant¨ªgona en una edici¨®n biling¨¹e en catal¨¢n y griego. Vicente relata su amistad con el gran pintor norteamericano R. B. Kitaj, que encontr¨® en Sant Feliu una especie de patria imaginaria. El pintor, entonces desconocido y sin un duro en los bolsillos, lleg¨® en 1953 atra¨ªdo por el mito del republicanismo -la foto del miliciano de Kapa, el asedio de Madrid, Durruti y la Pasionaria-; pero, para su sorpresa, se encontr¨® con una sociedad muy mediterr¨¢nea que, a pesar del miedo, manten¨ªa cierta pureza e ingenuidad. A?os despu¨¦s, se decidi¨® a alquilar una casa en Begur que result¨® ser un fiasco y acab¨® present¨¢ndose con las maletas en el domicilio de Vicente, interrumpiendo una cl¨¢sica reuni¨®n clandestina. El mes que pas¨® en esa casa fue decisivo para que se decidiera a comprar una casa en el pueblo y se pusiera a estudiar catal¨¢n. Su relaci¨®n con Sant Feliu dur¨® hasta que su idealizaci¨®n se derrumb¨®, pero la que estableci¨® con el ex alcalde se mantiene. Antes de dejarlo, Vicente nos confirma la defunci¨®n del eminente veterinario parapsic¨®logo. Una comida con unos veraneantes espor¨¢dicos de Barcelona nos permite hacer un recuento de urgencia de sus enclaves tur¨ªsticos preferidos: Pedralta, el monasterio, el Salvament y el bar El Corsari. La ¨²ltima etapa de nuestro itinerario est¨¢ reservada para las andanadas de un inclasificable francotirador. No hace falta establecer ninguna cita: puede encontr¨¢rsele muy a menudo en un bar. Atilio Pentimalli, excelente poeta y traductor argentino afincado en Catalu?a, pasa sus d¨ªas felizmente integrado en la ch¨¢chara de los parroquianos de un bar de carretera de Santa Cristina d"Aro, fiel a los vodkas con naranja, y sus noches en un apartamento alquilado, entregado a la redacci¨®n de informes literarios y a la traducci¨®n febril de Pasolini o Junger para las editoriales Seix Barral y Pen¨ªnsula. Su diagn¨®stico de Sant Feliu, localidad que abandon¨® hace unos meses, seg¨²n explica, rebel¨¢ndose ante el esfuerzo que le exig¨ªa encontrar un nuevo alojamiento barato entre la selva inmobiliaria, tiene un cariz funerario. Un responso aderezado con hoteles que cierran, empresarios avariciosos y ramblas desnaturalizadas. "?No hay nada bueno?", pregunto una vez m¨¢s, "?un lugar acogedor?". "No", asevera con rotundidad, "el ¨²nico que exist¨ªa ha sido asesinado". Pentimalli se refiere al reciente homicidio de Francesc Bardera, propietario y aut¨¦ntica alma del bar Can Canari, en la calle de Juli Garreta. Su demoledora respuesta abre la veda. Puigdevall y Pentimalli empiezan a despotricar, imparables, contra el municipio donde se conocieron, contraponiendo a la lenta decadencia del Sant Feliu tur¨ªstico la vitalidad de Vilartagues, el barrio de los inmigrantes, con sus excelentes bares de tapas. En el momento en que Pentimalli reivindica el placer de tropezar con la naturaleza, con las ra¨ªces de los pinos de la antigua Rambla -talados en la reforma-, aparece en el bar su hija, fil¨®loga, reci¨¦n llegada de Argentina para pasar las vacaciones junto a su padre. Dora es autora de una tesis sobre Miguel Hern¨¢ndez, un poeta al que su padre considera mal¨ªsimo. Es entonces cuando un rayo de esperanza juvenil toma desprevenidos a Pentimalli y Puigdevall, que ya echaban las ¨²ltimas paladas de tierra sobre los restos de Sant Feliu. Dora cuenta su primer ba?o en la playa del municipio: un agua cristalina, unas duchas fant¨¢sticas, una playa aseada y lind¨ªsima.
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